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Adrian Ferrero

Indiferencia y dogmatismo: los dos rostros de la ceguera

Siempre hubo dos posiciones frente a la vida (en verdad dos ideologías confrontadas) que me han resultado alarmantes y siguen pareciéndomelo. Una de ellas es la indiferencia. La otra, el dogmatismo. Se trata de dos posiciones, así como dos ideologías que posicionan al sujeto en directa relación con el semejante, bajo la forma de la alteridad. En el primer caso, al semejante se le deniega esa condición. No se lo considera digno de que se le dispense la menor atención. En el caso del dogmatismo, una ideología muy ligada a la libertad de expresión, se considera al semejante que no piensa de modo idéntico, como un enemigo de sus principios ideológicos y, por lo tanto, que debe ser perseguido, neutralizado, acallado, silenciado o bien, en el peor de los casos, si estamos hablando de sistemas políticos dictatoriales o totalitarios, eliminado.

¿Qué decir de la indiferencia? Una posición esencialmente cómoda. Carente de todo interés tanto por el destino del semejante como por los conflictos o las tramas del dolor social por parte de una persona o grupo que se pone por completo al margen de lo que sucede en torno de sus vidas. Esto es: una total despreocupación por el mundo que le rodea en relación con las condiciones de vida y el destino de su prójimo no considerado de serlo como tal. No considerado de atención. Se trata por lo general de personas egoístas, poco solidarias, que tienden a la despreocupación, en general al hedonismo, a la omisión de todo lo que no esté en consonancia con sus propios intereses. O a la ambición desmedida. No suelen tener ideales respecto del cambio social o manifiestan poca inquietud por las desigualdades en el seno de la sociedad. Les da lo mismo que a sus semejantes les vaya bien como que les vaya mal. Que existan calamidades que afecten a una mayoría de la población mientras esos contextos no afecten a sus propias vidas privadas. Esta ideología pone en evidencia una incapacidad de solidarizarse con el semejante absoluta, por un lado. Por el otro, contempla a la sociedad como un ámbito en el que las cosas funcionan bien porque en sus vidas las cosas funcionan bien. O a la inversa. Si sus vidas comienzan a funcionar mal, es recién allí cuando se detienen en el mundo que tienen en torno. Hay una imposibilidad de transferir la experiencia trágica del semejante al propio pellejo. Lo que les sucede a otros no es de su incumbencia. Nada les atañe a ellos en lo relativo a lo ajeno. En tanto sus vidas sean exitosas la sociedad así debe permanecer como está. O se es incapaz de advertir las contradicciones de los sistemas políticos o sociales en los que prima la inequidad. O bien no se asume que es responsabilidad de cada ciudadano hacerse cargo de atenuar esas desigualdades.

La otra cara de la indiferencia es para mí indudablemente el dogmatismo. La imposibilidad de pensar el mundo desde una ideología distinta de la propia, por un lado. Por el otro, una imposibilidad de aceptar que otro piense distinto. Para ser completamente franco me parecen dos caras de un fenómeno que produce estancamiento intelectual, univocidad y también, es el resultado o bien de la falta de compromiso, o bien de la falta de pluralismo.

En tal sentido, una sociedad que se comporta de un modo u otro dentro de este esquema binario que interpreto en verdad son dos ideologías complementarias la una de la otra, de alguna manera suele inclinar la balanza hacia la violencia, la exclusión social e ideológica, la irreconciabilidad de puntos de vista y también a pensar la realidad en términos de prejuicios de naturaleza profundamente destructiva. No existe la polifonía tan necesaria para escuchar no digamos voces de los distintos grupos sociales de una determinada cultura sino en el marco de una misma franja social con sus propios matices. Esto mismo es lo que atenta contra la posibilidad de dinamismo social, de crecimiento social, del cambio, de la predisposición a la aceptación sincera de la alteridad. A pensarnos, en definitiva, como sujetos pertenecientes a una democracia, si estamos hablando de sistemas republicanos.

Sabido es el destino que han corrido buena parte de las sociedades del mundo en distintas etapas de la Historia con motivo de las dictaduras durante las cuales la censura, la desaparición y eliminación de personas fueron naturalizados. Quitar la vida era como traerla al mundo, cosa que efectivamente en ocasiones ocurría de modo literal en centros de detención clandestina, como paso previo a la apropiación de menores en el seno de familias funcionales al régimen, a veces en otros países para que se perdiera la pista del destino de esos niños.

Por otro lado, durante gobiernos incluso democráticos a todo lo largo del mundo ha funcionado el mecanismo de la exclusión social con el distinto o el desfavorecido (clases sociales castigadas, desnutrición, situaciones traumáticas sin posibilidad de metabolización, falta de medicamentos, falta de coberturas de obras sociales, entre otros fenómenos). Esta exclusión no solo es indiferencia. Es violencia implícita. Toda exclusión lo es. Porque consiste en no considerar al otro como un igual. Como alguien con mis mismos derechos. Se trata de pensar de manera recortada a la sociedad: quienes están por dentro de la posibilidad de integración social. Y quienes quedan por fuera. Entre ambas, media un abismo que es lo que debería en principio conferir la dignidad a cada miembro de una sociedad. Resulta que los desfavorecidos están en desventaja para gozar de dignidad. Porque la dignidad está en estrecha vinculación con el acceso a bienes y a servicios públicos. A ciertas condiciones de bienestar. Si por fuera de este contexto hay personas en situación de desprotección, naturalmente perderán toda dignidad y recaerán en lo que Jean-Paul Sartre llamaba “la inmanencia” o el “en sí”, esto es, aquella propiedad atribuible solamente a las cosas o a los animales, no a las personas, que son “para sí”, caracterizadas por ser puro proyecto, por disponer de lanzada hacia un futuro, con un horizonte orientado a la trascendencia.

Los sujetos no eligen de dónde vienen. Tanto puede tocarlos un origen favorable como uno que vaya en desmedro de sus vidas. Que incluso llegue a atentar contra ella. Que no estimula sus facultades, su realización, su vocación. Su satisfacción y su posibilidad creativa. Ahora bien: ¿está en estas circunstancias el sujeto condenado al fracaso? La Historia reconoce ejemplos de personas que se han sobrepuesto a destinos horrorosos. Porque, según mi humilde opinión, también la vida es elección. Es decisión. Es capacidad y poder de determinación. Precisamente lo que diferencia a la inmanencia de le trascendencia es la existencia de un proyecto. Ese proyecto está estrechamente vinculado con elecciones incesantes y permanentes. Si no se asume esa libertad de la que goza el ser humano, si el sujeto se instala, aún por ignorancia, en una situación en la que no elige, se instala, siguiendo a Sartre, en una posición de no elección que lo hace incurrir en mala fe.

Y ¿qué decir de la indiferencia? En primer lugar que denota una total falta de consideración y educación. Es decir: falta de respeto. En algunos casos extremos llega al desprecio o bien a una mirada sobre el semejante peyorativa o despectiva. Desde el desdén a lo destructivo. De exclusión social. Hacia el destino del prójimo privilegiando lo que considero son mis propios privilegios. Pone de manifiesto la despreocupación más absoluta y el olvido de modo más radical de los deberes éticos de cualquier ciudadano, y muy especialmente de los intelectuales, cuya voz y cuya preparación (esto es: su abundancia de capital simbólico) deberían ser las ejemplares y paradigmáticas para ponerlas al servicio de tal fin. En efecto, son los intelectuales quienes tienen la posibilidad, por la capacidad de pensamiento teórico y de elaboración conceptual, en muchos casos (es de desear), poseer un pensamiento crítico además del fundamentado. También del ejercicio de un pensamiento abstracto que les permite despegar de la realidad empírica para pensar en términos de complejidad y elaboración de marcos interpretativos de la sociedad. En principio entonces, si bien no de modo exclusivo, a mi juicio hay una responsabilidad en los intelectuales que no deben ni pueden declinar si se consideran ciudadanos de un país y son personas instruidas, preparadas, en particular en la educación pública. Si tienen, sobre todo, principios. Eso brinda la posibilidad de acceso a bienes simbólicos gracias a los cuales no prejuzgar sino, justamente, demoler prejuicios. Ser personas que están en condiciones óptimas (si se lo proponen y tienen la voluntad de hacerlo) para pensar el mundo desde perspectivas múltiples y también desde el pluralismo. Desde la ética pública. Considero que tienen una obligación ética en lo relativo a una intervención en circunstancias de conflictividad social. Ningún intelectual debería permanecer al margen y por fuera de un compromiso con la situación de un país en aflicción a sabiendas de que ese país atraviesa por circunstancias de ilegitimidad social, de pérdida de beneficios para muchos en desmedro de unos pocos. Resulta imprescindible que esos intelectuales que son capaces de detectar lo que constituye la explotación de una clase por parte de otra u otras, tomen posición. Denuncien, pongan en evidencia dicha circunstancia. Por otro lado, deben dar cuenta de un sistema organizado de dominación de la burguesía por sobre los medios de producción, en particular hoy en día de los flujos financieros y de la información, además del de los saberes y el conocimiento. Reina la lógica empresarial que es una lógica burocrática.

Desde el momento en que hay un olvido del Estado hacia algunos de sus ciudadanos, a mi juicio actúa con esa mala fe de la que hablaban los existencialistas, pero en un sentido distinto. Ha sido votado legítimamente. Por lo tanto, contraen de inmediato obligaciones para con los distintos grupos sociales, muy en particular los más vulnerables. A partir de ese momento, se espera de ellos como mínimo valores asociados a la grandeza.

En lo referente a los escritores e intelectuales, teniendo frente a sus ojos un panorama de dificultades de una buena parte de la ciudadanía, dedicarse a “hacer carrera” de modo tacaño sin solidarizarse con sus semejantes, me resulta en un punto falto de ética. Su responsabilidad, sin necesidad de perder de vista ni la excelencia de su profesión ni su trabajo. Tampoco su producción científica o artística, es la de una intervención potente mediante la escritura u otra clase de iniciativa en la sociedad. Concebir un intelectual indiferente, me hace pensar en un sujeto social con beneficios completamente desaprensivo. Con una totalidad de beneficios pero una ausencia completa de obligaciones.

Por otra parte, ser una persona que lleva una vida laboral o vinculada a los estudios superiores de manera exitosa (digamos), con ánimos de alcanzar la excelencia y tras la posibilidad de prosperar, me parece que es perfectamente compatible con, a su vez, llevar adelante una vida de compromiso con su país y las causas en las cuales se vean vulnerados los DDHH, cualquiera sea su naturaleza. De modo que no veo a estas razones eventualmente alegadas sino como una coartada para no hacerse responsables de la conflictividad que en una sociedad puede apreciarse. Colaborar en su funcionamiento exitoso, y por lo tanto crítico, resulta primordial para que una sociedad comience a funcionar no digamos en términos óptimos, pero sí mejores. Y los intelectuales en sus deberes participativos.

Se puede ser perfectamente un artista o un cientista social de excelencia, que destaca en su carrera, pero al mismo tiempo permanecer atento a la sociedad de nuestro presente histórico. No ser negligentes con ella. Y, por otra parte, sin necesidad de convertir nuestra obra ni nuestras clases en un panfleto, si bien ha habido brillantes intelectuales que han sabido conjugar en el seno de sus poéticas o sus proyectos creadores, lo artístico con lo ideológico en relación con un ideal de principios éticos y políticos.

Y respecto de los dogmatismos ¿qué más agregar? Esencialmente que denotan una enorme necedad, una incapacidad de convivir con la diversidad y la libertad subjetiva del semejante no considerado como tal y que no promueven el pensamiento crítico ni la convivencia social, cualquiera sea su tipo o dimensión. Es síntoma de necedad y de falta de tolerancia. En este sentido, aspira, si lo pensamos en términos más serios, a un pensamiento único que se imponga como el hegemónico, se generalice y no admite el disenso. Este dogmatismo tampoco es un tipo de orientación de los sistemas de ideas o de los corpus de las disciplinas que faciliten el progreso sino de permanentes disputas cuando no abiertas rupturas.

Entonces: tanto desde una vereda (ignorar al semejante) como la otra (esperar del semejante que obligatoria y compulsivamente piense como yo lo hago) me parecen ideologías absolutamente nocivas en las cuales la alteridad está contemplada a partir de la mirada de considerar al distinto como enemigo o bien como inexistente. En los peores casos postulan que debe ser degradado, eliminado o agraviado. También constituyen posiciones profundamente destructivas además de autodestructivas. Podemos apreciar cotidianamente las agresiones que sufren, por ejemplo, los inmigrantes en los países en los que residen. Muchos han llegado a ser incluso asesinados. Por no señalar a religiones del otro credo que el hegemónico, víctima de prejuicios y estereotipos. En otros casos, los de las minorías sexuales, son discriminados, marginados y sometidos al destrato porque tampoco se les confiere el estatuto de semejantes. Tampoco de sujetos de derechos. Son individuos de segunda categoría, que ocupan en orden de méritos por esencia constitutiva una escala que directamente no es siquiera la de persona. Sino de persona de la que hay que permanecer distante.

Me parece que la mirada reflexiva tanto sobre uno mismo como sobre la alteridad son cruciales para que una civilización progrese, avance y no colapse desde el orden de las ideas ni desde el orden de las conductas ni tampoco desde el orden de lo material. Ambas son el camino hacia el subdesarrollo, el empobrecimiento y la pobreza simbólicas. También una estrechez ideológica y una falta, a mi juicio, en un sentido muy diferente de orden ético, apabullante. Denegar al otro la posibilidad de expresarse, aunque piense diferente, es una forma de la degradación, de la falta moral. La falta de una civilización para una persona de una profunda y penosa retracción e involución.

Una socialización en el contexto de la cual se considera que existen individuos inferiores y otros superiores, así como durante el nazismo se consideró que la raza aria, rubia, esbelta era superior al pueblo judío o bien en comunidades en las que existen asentamientos aborígenes y se les niegan tanto sus derechos como en ocasiones se los depriva de sus bienes. Los poderosos de la tierra son los que deciden al fin y al cabo qué es lo que sucederá con nuestros destinos, tanto desde los gobiernos como desde la economía. Pero desde ciertos espacios es posible oponerles una cierta clase de micro resistencias que nos preservan de ser avasallados por esa prepotencia.

Los seres humanos somos libres y no lo somos en un sistema capitalista. En toda sociedad debemos acatar mandatos para poder seguir participando de ella. Cumplir determinados rituales y protocolos. No decir ciertas cosas y sí decir otras que se esperan de nosotros, aunque no lo deseemos. Hacer cosas que nos resultan burocráticas y tediosas. Es el costo de la vida en un contexto de asimilación a una comunidad. La mirada de los otros define desde esa alteridad nuestra identidad. El sujeto aspira a la aprobación, no a la desintegración.

¿Llamaremos utopía a este ideal? Puede que sí. Puede que sean un lugar y una sociedad imposibles. Pero al menos nuestra función como ciudadanos, como escritores y como intelectuales es procurar que el estado de cosas vigente se acerque del mayor modo posible a ese arquetipo de sociedad equitativa al que acabo de hacer referencia. Un ideal en el que los ciudadanos dispongan como mínimo del estatuto de la dignidad avalada por la atención que se les dispense una ética que vele por sus derechos. A decir verdad, no me parece mucho pedir.

 

 

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