Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Roberto Ponce Cordero
viceversa magazine

I’ll hear you scream again: El mundo sin Chris Cornell

Poniéndome la mano en el corazón, debo confesar que, pese a haber pasado por mis tres o cuatro años decisivos de identificación grunge consciente, nunca fui demasiado fan de Soundgarden. Me gustaban “Black Hole Sun”, “Day I Tried to Live” y “Spoonman”, entre otras canciones del superconocido álbum Superunknown (1994). Asimismo, sigo considerando, como creo que todo el mundo, que el video de “Black Hole Sun” es uno de los mejores de la historia.

Admiraba bastante, ahora bien, la voz de Chris Cornell, el líder de Soundgarden, famosamente capaz de alcanzar las no sé cuántas octavas, y me compré en su momento su debut como solista, titulado Euphoria Morning (1999), ese sí un disco que devoré… para luego perderle la pista, un poco, a Cornell. Pongámonos la mano en el corazón: yo sabía de su paso por Audioslave, banda en la que figuraban él y antiguos miembros de Rage Against de Machine y que yo consideraba un proyecto interesante pero más desde el plano, digamos, teórico, casi académico. Sabía también de sus travesuras por el mundo de la música para cine, incluyendo una excelente canción para Casino Royale (2006) que puso a Cornell en el selecto grupo de artistas, conformado por gente como Paul McCartney, Nancy Sinatra, Adele, Shirley Bassey y Carly Simon, que han tenido el honor de interpretar temas para películas de James Bond. Finalmente, sabía muy bien del comercial y estéticamente exitoso reboot de Soundgarden ocurrido ya en esta década que corre. Pero, a excepción de Euphoria Morning, todas estas últimas noticias mencionadas, que son básicamente los hitos de la vida de Cornell en las últimas dos décadas, las veía más bien desde fuera, más leyéndolas que metiéndome a escuchar o a “internalizar” seriamente las nuevas producciones de Cornell, aunque siempre como alegrándome desde lejos porque uno de los protagonistas de la generación decapitada de Seattle (y luego de todo Estados Unidos), el último gran movimiento en la historia del rock, se hubiera salvado de la guadaña que en los noventa del siglo XX solía venir en forma de jeringuilla o, en el caso de Kurt Cobain, en forma de cañón de escopeta apuntado sin clemencia a la cara.

¿Por qué me dolió tanto entonces, y como creo que a muchos de mi generación, la muerte… no; el suicidio de Chris Cornell, ocurrido el 18 de mayo de este año? No era alguien en quien, digamos, yo hubiera estado activamente pensando… no era el cantante o músico más relevante para mi vida de padre de familia y de sujeto wanna-be aburguesado tan lejano del iconoclasta grunge de antaño, ni para mi edad y mi pinta de venerable calva, tan lejana de los devaneos pelilargos de hace 25 años. Y esa es, creo, precisamente la respuesta: cuando Cobain se mató, en 1994, eso dolió como ninguna muerte de quien al fin y al cabo era un extraño podría llegar a doler… pero, a más tardar después de escuchar la tercera canción del Nevermind (1991), nadie podía decir tampoco que no estaba sobre aviso sobre el que iba a ser el desenlace final de este hombre. Esa muerte… no; ese suicidio estaba cantado, literalmente, en “Come As You Are”, entre otros desoladores temas. Lo del más que prometedor actor River Phoenix y lo de la estrella fugaz Shannon Hoon de Blind Melon, liquidados por sobredosis de drogas en 1993 y en 1995, respectivamente, fue más inesperado, aunque en rigor también bastante acorde a los personajes y a sus tiempos. El gran Layne Staley de Alice In Chains, muerto en su ley en 2002, se fue un poquito a destiempo, pero, lamentablemente, de él tampoco nadie dudaba que acabaría mal. Para cuando, en 2015, ya le tocó a Scott Weiland de Stone Temple Pilots, una de las grandes voces de su generación, la cosa sí se sintió como un flashback innecesario… pero Weiland era, como recuerdo que yo le conté a un amigo mío después de haber visto una entrevista con los Pilots en MTV por allá por 1995, “una de las personas más evidentemente infelices que he visto jamás”. “Autenticidad” hasta el final, realmente hasta el final: de todo se puede acusar al grunge y a sus grandes estrellas, menos de inconsecuencia.

Cornell parecía haber escapado a la maldición y, como Eddie Vedder de Pearl Jam, pero con menos afectaciones pseudomesiánicas que Vedder, haber sabido surfear junto a y por encima de lo que debe verdaderamente estudiarse como un movimiento entero de poetas muertos para, llegado a la venerable edad de 52 años, convertirse en un classic rocker y, aunque suene un poco improbable, en una especie de instancia moral en una industria musical atomizada y en franca desbandada. Si acaso, su triunfo sobre la tendencia autodestructiva de la cultura de los años noventa constituía una cierta esperanza para otros que, sin el peso de la fama, pero también sin los beneficios de la fama, nos asomamos igualmente al abismo, en otros tiempos, o al menos pensamos, guiados por el heroin chic y por el afán de emular el sufrimiento ostensiblemente cool de nuestros ídolos, que nos estábamos asomando al abismo. A lo mejor no era un abismo, o al menos no uno como los de Cobain, de Staley, o de Weiland, pero cada quien tiene los abismos que tiene y todos son respetables, supongo… y temibles. Y la supervivencia de Cornell, y la nuestra, demostraba que había cómo alcanzar a tomar la curva, que había cómo eludir ese sino generacional implacable y absurdo que tanto nos marcó pero que ya, la verdad, no queríamos para nosotros. No sé: a los 40 años, la depresión y la muerte, simplemente, no son tan cool.

Cornell se había salvado y el 18 de mayo pasado, hace menos de dos semanas, meras horas después de tocar un concierto con los reunificados Soundgarden, entró al baño de su hotel y se ahorcó. Maldita sea la integridad, maldita sea la coherencia. Fuck you, Chris. I’ll hear you scream again. Desde ya se te extraña y ahora por siempre jamás…

 

Hey you,
¿nos brindas un café?