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Alejandro Varderi

Iliana Gómez Berbesí: Inventar la vida de los otros

Si al azar abrimos una página de Confidencias del cartabón, el primer libro de relatos de Iliana Gómez Berbesí (1951-2021), publicado por Fundarte hace ahora cuatro décadas, nos asaltará sin duda la crónica urbana que el ciudadano repite un día sí y otro también, la parte de la telenovela donde una mujer infaliblemente es abandonada, la indecisión de quien toma un taxi para ir a una cita de trabajo y se devuelve antes de llegar al lugar del encuentro; o el acto del viandante deshacerse de su mirada para colgarla sobre el asiento delantero del colectivo, nunca lo suficientemente vacío sin embargo para poder sentarse con comodidad.

Ello, haciendo del lenguaje la escuadra móvil que, como el cartabón, medirá las confesiones de los otros; de “una vecina con fotos de cuando era feliz” o de quien “se busca en la casa” o se transforma en “el señor de los relojes”. Personajes actuando en varios tiempos narrativos para representar la parte cruel de la historia, es decir la realidad, a veces con seriedad, en ocasiones distrayendo al lector, pero siempre absurdamente a fin de mostrarnos las contradicciones urbanas donde nos hallamos inmersos.

Es vivir la ciudad o sobrevivirla para hacer de ella el escalón desde donde mirar y mirarnos ajenos a los otros, pues aquí el contacto siempre resulta ser un asunto de alquimia donde la relación se deja a la combinación de elementos —la fracción que no se ve pero existe— que conforman al transeúnte, aunque por supuesto no dejen de haber combinaciones invisibles: “Esta ciudad tiene la culpa del olvido. Se nos olvida ir a la oficina por las tardes; se nos olvida regresar a casa. Y hasta eso. Que cuando sale uno a la calle, las calles se nos olvidan. Y si se cruza un tipo por delante, se nos hace difícil recordar que se trata de un buen amigo”.

Las monjas, el cine, el horario, las camareras, el amarillismo de Alarma y demás crónicas de sangre, son piezas fundamentales para construir la ciudad particular; salientes, próximos a cualquiera, que Iliana Gómez traslada desde su metrópolis particular a la nuestra, siempre desde el sueño, pues la autora soñaba muchísimo; vivía a los personajes en sus sueños y luego se los hacía vivir al lector, impacientemente, tal cual ella vivió, sin esperar ni esperarse, adoptando al narrar el papel no del actor sino del director para que, subterráneamente, su voz siempre estuviera presente. Es “ese yo que no soy yo” cubriendo relatos como “La vida en números” donde: “No quedaba tiempo suficiente para calcular el valor de la incógnita. Era un gran esfuerzo dilucidar el método apropiado para resolver el problema planteado. De paso, el profesor nos había estado insistiendo en la importancia del procedimiento. Pocos días antes había llegado al colmo. ‘El procedimiento es la base de la vida; la vida misma es puro procedimiento’, pues vivimos una especie de ficción”. Ficción que espejea la atmósfera de La clase muerta de Tadeusz Kantor, en ese intento de la autora por visualizar la vida a través de las ciencias exactas, usando su experiencia como estudiante de Matemáticas.

En “Los preliminares del baile” la evasión adopta la forma de un cuerpo adiestrado para repetir un ritmo; la danza cual manera de relacionarse con el universo, desde “Giselle” a los bailes del Círculo Militar. La vida, una referencia a la parte instalada definitivamente en nosotros por ser la parte que ha transcurrido ya, aunque “ciertamente muy pocos descubrieron que lo vivido no era más que un vulgar ensayo”; el tanteo de un proceso que no se llegó a concretar, posiblemente teñido por la sensación de fracaso de una generación, la de los sesenta, que lloró el recuerdo un tanto borroso de Marilyn y espero una revolución que no llegó entonces, pero se ha instalado férreamente como dictadura en Venezuela desde comienzos del nuevo milenio.

“Las instrucciones de un grabador”, y recuperamos los artículos de oficina, la calle desde la ventana casi cubierta por algún fichero, cuando solo estamos nosotros, las máquinas de escribir vacías, y el dictáfono con la voz del jefe grabada sobre una cinta, infinita como los matices del escenario urbano: “Luego se acercó a la ventana y corrió un poco la cortina. Abajo estaban solamente los carros y el vigilante. La ciudad oscurecía, las luces de la calle se encendieron. Ella sintió una molestia en su cerebro y se ajustó los lentes. Un peso en las espaldas le obligó a memorizar que, por el día de hoy, la función había terminado”.

“Y aceptó la verdad. Se incluyó en el mundo. La cuerda regresó a su sitio. La aguja comenzó de nuevo a andar. Ya no supo si era planta o animal”, cual pérdida de todo referente que nos identifique. Lo probable de creernos armados de tuercas y tornillos, y encontrarnos imposibilitados para descubrir quién o qué nos ajusta, constituye el centro de otro relato, “Autómatas”, pues uno puede ser un objeto; el muñeco cuando le ponen los ojos, un producto cuando lo envasan. Así puede ser uno: “una caja de resonancia; y la voz como un tambor”. Solo se necesita elevarse un poco de la piel, tomar para sí el sueño, tal cual lo hizo la autora, para lograr que se generen estos textos.

Textos donde se pierde la relación entre tiempo y distancia, del mismo modo como se pierde la percepción del mundo cuando se camina dormido, y el lugar físico para el cuerpo ya no le pertenece a la realidad que vive delante de la mirada, sino que se vuelve dominio de la que discurre por detrás: lo real en la parte posterior de la mirada. La mirada cual compuerta para mostrar esa realidad rápidamente “olvidable”, igualmente inscrita en otro relato, “La mujer que vivía de los sueños”, donde se superponen parte de las escenas diseccionadas en otro relatos pero hilvanadas por el sueño que dificulta la continuidad del hilo, con lo cual el te(x)jid(t)o se extiende hacia el inconsciente: “Creo que cuesta cierto esfuerzo hilvanar todas las escenas. Y lo peor de todo, son los borrones. Esas partes neblinosas. Esas partes que a usted se le olvidan. Quizás esta es la parte más dolorosa. La memoria le falla a uno mucho más que durante el día. Si un hombre la besó a usted en la mañana, usted pasará más de un mes para olvidar. Quizá mucho más. Pero si eso le pasa durmiendo, es posible que a las pocas horas no le quede el más mínimo recuerdo”.

Confidencias del cartabón retrata lo cotidiano en el lenguaje, no tanto de la autora sino de los demás; allí se ubica la semilla: leche, pan, amor, el hablar entrecortado, la preferencia por la rockola, lo banal, el te quiero y destrozar la forma para impactar al lector con el exceso sentimental. Impacto reforzado mediante el uso de la segunda persona, a fin de transformar a quien se sitúa del otro lado del texto en actor y por momentos escritor de todas estas historias que también son la suya; a veces con temor, porque el temor también forma parte de estos textos, pero siempre descubriendo una realidad que, si no se vive con cuidado, podría convertirse en la de los relojes de pared: “Ser fiel aún más allá de la muerte de cada uno, pues he de seguir funcionando; y luego, de vez en cuando, hacerles notar a ustedes cierta realidad que deben vivir. Recordarles que deben abandonar un sitio y acudir a otro. Recordarles que deben apresurarse si desean acudir a la cita. Pero mientras ustedes salen de la casa, nosotros, los relojes de pared debemos continuar estacionados. Pues no nos está dado elegir el lugar, tan solo podemos descubrirlo”.

Esta operación de indagar y revelar constituye el hilo dable de conectar el resto de su obra partiendo de otro que se ha extraviado en el camino (Secuencias de un hilo perdido, 1982) y mueve los de otros autómatas en Tornillos de taller (1983). Extraños viandantes (1990), su cuarto libro de relatos, y la novela Alto, no respire (1999), nos remiten a la manera como esta autora interpoló su experiencia como publicista, diseñadora de modas, guionista de telenovelas, estudiosa de las formas del simbolismo, instructora de talleres literarios y hasta animadora cristiana con ironía y gusto, en unos textos dentro del género de la ciencia ficción, para mostrar los pequeños dramas de la cotidianeidad de personajes a caballo entre el sueño y la vigilia.

En tal sentido, “Tati nunca creyó en vampiros”, relato inédito publicado en el número 5 de la revista Enclave que coedito desde CUNY, se devuelve a la relación entre la empleada y su jefe, para desvelar los juegos de poder donde ella saldrá perdiendo, aunque solo en apariencia. De hecho será la protagonista quien tenga la última palabra, al exponer las miserias de un comportamiento sexista con el cual lógicamente no se identifica, ubicando al lector entre ficción y realidad para mostrar abiertamente el fracaso de lo masculino.

Ficción y realidad, entonces, como marco de la obra de Iliana Gómez Berbesí, y pregunta a la cual ella regresó siempre llevada por esa curiosidad innata para inventar la vida de los otros. En sus palabras: “La gran pregunta que todo ciudadano de las grandes urbes se hace a diario es si lo que vivimos ahora es ficción o realidad. Ojalá yo pudiera decir que la vida es sueño. Al menos eso siempre ha sido mi intento. En ocasiones, en la alta noche, sueño que cuento y mi cerebro se convierte en una auténtica máquina del tiempo. Entonces asciendo a planetas desconocidos y siento que mi cuerpo es una extensión de una veloz computadora rumbo al cielo”.

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