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Humberto Díaz Casanueva: La Voz Tatuada

La obra poética de Humberto Díaz Casanueva emerge dentro del gran torbellino de la primera mitad del siglo XX, cuando aparecen y confluyen las múltiples manifestaciones de los movimientos de vanguardia.  Cronológicamente, Díaz Casanueva es el más joven representante de una generación literaria que surgió en Chile con ímpetu revolucionario e iconoclasta. A esto se unía un sentimiento de lo trágico de la condición humana y la intuición de una crisis profunda, que debía alterar todos los valores y estremecer al mundo.

Generación de poetas, esencialmente, nacidos entre 1889 y 1907, como Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Pablo Neruda y Rosamel del Valle.  Quizás esta circunstancia ayude a comprender por qué la crítica, desconcertada durante varios años por la extraordinaria riqueza de obras tan disímiles, haya vacilado en el momento de adentrarse en el mundo poético de Díaz-Casanueva, considerado por muchos especialistas como uno de los más arduos, profundos y extraños de la literatura hispanoamericana actual.

Acercarse a esta poesía presupone, al menos inicialmente, una especie de abandono, de renuncia momentánea a la rigidez lógica, para entrar en la vía iluminada y visionaria que ha seguido el propio Díaz Casanueva en su intento por sumergirse en una realidad más honda y depurada.  Así lo manifestó él mismo, en diversas ocasiones, al vislumbrar el acto poético como un “proceso de lucidez inconsciente, una penetración en las raíces del lenguaje, una aventura del espíritu para llegar a secretos singulares”.

De este modo, “el poeta desciende desde la superficie de su ser, del discurso impersonal, a algo más profundo, a una iluminación cifrada que tiene mucho de onírico, de visionario.”[1] No deja de asombrarnos la calidad de esa “iluminación”, paradójicamente oscura en su esencia, de difícil acceso, es decir, “cifrada”. Cifra, signo, vaga imagen que destella en la sombra, “secreto singular” que acaso se revela en un instante para volver a ocultarse.  Opuestos que no se niegan entre sí: luz y oscuridad, voz y silencio como fuentes sustantivas de un mismo proceso de interiorización y de lenguaje.

Efectivamente, un oscilar vertiginoso, un “amargo juego dialéctico” envuelve toda esta obra. Ella transcurre entre crueles agonías, en un fluir violento de oposiciones, de negaciones, de interrogantes, de situaciones extremas dadas simultáneamente.  “Ser mío, me consumes por tu exceso”,  exclama en uno de sus versos y aun añade en otros:

Soy / El vértigo / De mis estados mortales

Canto  canto / (…) Magnificando lo que soy / Más alla de mis límites

Me aferro a mi ardor a mi / Voluptuosidad

El impulso existencial, en este caso, se manifiesta en la tensión extrema, en la compulsión del ser, otra constante en la actitud del poeta, quien  está muy lejos de la calma o de la contemplación estéril y quien asume plenamente el poder de sus contradicciones, su propia “voluptuosidad” y “ardor” poético. Una “violencia creadora” ha percibido, con gran acierto, Rosamel del Valle, señalando, además, que nada de lo humano le es ajeno a esta poesía, y que en ella el “delirio dionisiaco” no está del todo desprendido de la búsqueda apolínea.

En El Nacional, Papel Literario,  Caracas, 30 de Noviembre de 1980.

En todo aspecto, la escritura de Díaz Casanueva es fundamentalmente “libre”, en el sentido de que escapa a toda rigidez formal, a las limitaciones de cualquier técnica o estilo.  El reconocimiento de semejante expansión, de tan auténtica y decisiva actitud creadora y existencial, se nos revela, una vez más, en los siguientes versos de El sol ciego.  Como todo el libro –una admirable elegía y a la vez una suerte de arte poética- estos versos están dedicados a exaltar la memoria del mismo Rosamel del Valle, su gran amigo, él también poeta órfico y visionario:

Tu frente fue mi acantilado (…)

Tu poesía / la marca candente sobre mi alma (…)

Me enseñaste / a aborrecer el oficio / A desdeñar la tinta

A suprimir las vocales / a trabajar a pura sangre desbocada

Concluye la Elegía con una invocación no menos conmovedora:

                       Ayúdame,  oh! Ayúdame / Rosamel

A reunir el resplandor / del mundo !

Aspiración elevadísima e igualmente ardua, pues esa libertad creadora a que alude y que asume, ese trabajo  “a pura sangre desbocada”,  nunca han significado para  Díaz Casanueva un mero desborde verbal ni la aceptación de plácidas formas  o de  fáciles ritmos y rimas. Por el contrario, la poesía siempre ha sido para él una “disciplina” indispensable, a la que concede “un valor arcano, casi religioso”, que trasciende su propio contorno estético.

Ciertamente, la poesía fulgurante y profundísima de Díaz-Casanueva nunca deja de asombrarnos, de remover hondas raíces, de traspasar los umbrales del misterio: largo viaje hacia la noche y el sueño, siempre en busca de una oculta claridad.   Exploración subterránea, cuerdas tensas suspendidas en el abismo, palabra que interroga su propia condición, se reconoce y se niega, se abisma y resplandece.   En su totalidad, esta obra admirable  es no sólo expresión de lo oculto e inasible del ser, de la magnitud del drama humano, sino búsqueda inagotable de una unidad primigenia, de una “Secreta Semejanza”, de un rostro verdadero y perdurable.  Se  nos revela, además como un canto ferviente y luminoso, una exaltación plena de la imaginación, así como de todas las potencialidades vitales y expresivas.

Han transcurrido muchos años desde la aparición de aquellos dos primeros libros del poeta: El aventurero de Saba (1926) y Vigilia por dentro (1931), que ya parecían profetizar toda la intensa y extensa trayectoria vital y estética de Díaz Casanueva: la ilimitada aventura del hombre en la tierra, la indagación visionaria y lúcida de una conciencia y de una palabra siempre vigilantes.  Vinieron luego otros libros de gran aliento poético como El Blasfemo coronado (1942), escrito durante la estadía del poeta en Venezuela, el conmovedor Réquiem a la muerte de su madre (prologado por Gabriela Mistral),  La estatua de sal, hasta algunos posteriores, de escritura cada vez más breve y despojada, como Los penitenciales,  El Sol ciego,  Los veredictos,  La aparición (también escrito en Venezuela), El traspaso de la antorcha,  El pájaro  Dunga

Nos llegó casi al final, en medio de un profundo silencio,  la Vox Tatuada, título del último libro de Díaz Casanueva, que constituye, en gran medida, una síntesis de su incesante discurrir poético y a la vez un testamento.[2] Este extenso poema, dividido en siete cantos, se abre con dos epígrafes: uno de Paul Celan, el suicida del Sena, que alude a “lo sordo”, a la “Boca Petrificada”; otro de Jacques Derrida, que remite  a la búsqueda de “pensamientos inauditos” a través de “la Memoria de los viejos signos”. El poeta inicia su larga travesía (¿hacia dónde, hacia qué espacios misteriosos?) con una especie de rito iniciático: se pasa una “hoja de canelo por la boca” para purificar la fuente de su sed, “sed de sudor de las aguas”. Además, como en busca de alguna revelación, o como un antiguo pastor o profeta, va guiado por “un Báculo partido en dos” y camina sobre “lo pedregoso, lo yermo del aire”, lanzando a la gente “huesos fosforescentes”.

Siguen  imágenes  que  parecen  brotadas  de un extraño sueño: una figura femenina -Ella- de múltiples significados, surge en “la desnudez de la danza”, casi invisible, mientras en el “Circulo Lunar” se refleja una “Cama de Amor”.  El poeta comienza a escuchar una “salmodia”, “un gemido”, pero de inmediato todo se torna inaudible y se intuye una “Presencia invisible”. Luego “Ella”, con “manos parlantes”, le trasmite “el primer vagido de la tiniebla hendida”: voz como brotada de un mundo espectral, de misteriosas sombras, que se hace presente por “sus fuertes latidos”. 

“Ella” parece tener como misión lavar la sangre del poeta y “juntar lo nacarado para hombres venideros”, es decir, purificar todo lo que ha sido corrompido y preparar el advenimiento de un nuevo ser, de un nuevo espacio de iluminaciones.  Además, “ella” debe parir con gran esfuerzo para que surjan nuevos “tonos y sonidos”.

Redes tensas e inasibles parecen cruzar todo el poema. Símbolos cristalinos o  muy cifrados, alegorías violentas, rituales que se cumplen en medio de antorchas y de sombras inexorables, resonancia del mito creador junto a metáforas asombrosas persisten en este libro.  A través de una escritura anhelante, fragmentada, de respiración agónica, reflejo de la propia  agonía humana, el poeta pasa simultáneamente de un “gran Silencio”, de un “canto anegado” y petrificado, a un “coro de sonidos”, un “Grito inexorable”. Voz y silencio a la vez, donde palpita un gran aliento trágico.

¿Acaso no intuimos también en esa “Vox” un “Mandato”, una “Dádiva”, una “Misericordia” que no sabemos apreciar?  Tal vez la voz más profunda nos sale ya “tatuada”, con signos de la especie que debemos descifrar.  El “tatuaje” se va ahondando con nuestras emociones y experiencias, con la conciencia de nuestra fragilidad e impotencia: agonía del ser humano clausurado en un mundo alucinante y que súbitamente estalla en un Grito universal, como el que sugieren estos versos:

Si permanece sellada  la   VOX   es  tu

Abrevadero      el Canto anegado

tiene  un resplandor más fuerte

(…)

             un Gran Silencio infunde con su

             Hálito de Piedra el     Grito inexorable

Sin embargo, en medio de lo desolado e implacable, hay siempre el reflejo de una claridad, aún de una esperanza, que por instantes es capaz de conjurar el tiempo, lo oscuro, la muerte:

          ¡cómo pasa el Tiempo!

              (…)

            alguien derrama alondras en la plenitud dolida

                        así subsistimos y anunciamos otra Mente

           todavía remota

              (…)

¡cuán bello es testificar lo siempre invisible

             aunque sea percatado

en el soplo de un ave blanca!

En el fluir palpitante de todo el poema sentimos cómo la Palabra se enlaza con la  Visión, el Oído, el Tacto: ruidos, vagidos, voces, gritos, quejas, salmodias, retumban por doquier a través de insólitas imágenes y símbolos, advirtiendo al poeta que algo está a punto de acontecer. Así “oye” sin tregua, captando los incesantes ecos y ritmos de una revelación sonora que progresivamente se intuye como entidad sin cuerpo, como “Sombra”, “Semejanza” o “Espejo”, y que va cubriendo el espacio del poema, colmándolo de una trágica plenitud de sentidos:

con uñas    con metálicos dientes    con añicos

de mágicos espejos     me pongo a tatuar un

         llagado Rostro

decapitados perros vienen a lamerlo

tal vez sea la Vigilia de la SECRETA SEMEJANZA”

      De esta manera, el poeta, atento al mundo hablante que lo rodea, en una especie de vigilia

sonámbula, escruta ávidamente la “Vox Tatuada”, anunciadora de signos apocalípticos: un “viento de langostas”, árboles caídos sobre las casas”, víboras enrollándose a una vara”,  “setenta ramas que arden”,  “locas tempestades”, “un corcel en frenética carrera”.  No obstante, renunciando a la mudez absoluta, al “canto ahogado”, el poeta entra en el responsorio, se une al coro y comulga con la gran Vox que anda de boca en boca pidiendo que la pronuncien:

¡DAME     OH    VOX      TU SILENCIO     DONDE DILATO

MUERTE Y VIDA AL UNISONO!

El silencio parece brotar así de esa misma Vox que conjuga muerte y vida en el espacio de otro Sueño, de una posible resurrección:

    vivir y morir son desmentidos por otro Sueño

    mayor e inconcebible

Voy tras huellas sacramentales

En el poema destacan, además, las alusiones a la Capilla Sixtina, impregnada de cantos, de tatuajes en los muros y que, para el poeta, representan la culminación del genio del hombre frente a los “dioses en retirada”.  Percibimos entonces como “el soplo de la Vox es respondido por el coro de la Capilla Sixtina”, es decir, “el hombre Coral” que sale de su solipsismo, de su clausura, para fundirse y comulgar con sus semejantes  mediante un “pan hímnico”.

El poema finaliza con un canto exaltado y no menos conmovedor que parece, sin embargo, confortar al poeta en su intento de traspasar el silencio y le facilita, quizá, el regreso a una palabra intacta, apaciguando su temor mortal de “ser innecesario”.  De esta forma, en los últimos versos, se unen al Canto, el Fuego y el Agua primigenios con que el hombre ha sido tatuado:

                ¡Salve!     cantemos como así hemos sido

                       tatuados      con Fuego  y  Agua

                 rueda la Cabeza entre las brumas     llena de

                                alas pentecostales


[1] Ana María Del Re: “Para conjurar a Humberto Díaz-Casanueva”.

[2] Vox Tatuada. Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1991. Por este libro Humberto Díaz Casanueva recibió el Premio Municipal de Poesía en Santiago, el 19 de Agosto de 1992, Dos meses y tres días después, el 22 de Octubre, muere el poeta en su ciudad natal.

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