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Adrian Ferrero

“Horacio Quiroga: el territorio sagrado del dolor”

Estoy en casa mirando a través de la ventana del escritorio que desafortunadamente no da a ningún jardín en flor sino a una calle desde la cual escuchan todo lo que digo así como yo escucho todo lo que se conversa. Desde chismes, la confesión de alguna conquista, los tacos de una mujer que se dirige al Hospital Español a trabajar o en atención al público o como enfermera o como médica (el mayor de mis respetos para todos ellos en este momento de pandemia). De modo que procuro concentrarme en mi computadora, hacer espaldas a estos corrillos o sonidos, a estos gritos en ocasiones provenientes de automóviles o de bocinas que suenan. Las radios a un volumen que ensordece. También, hace poco, fuegos de artificio por la noche. ¿Fútbol? 

La vida no es sencilla para nadie en este momento, si bien la doble dosis de vacuna ¿garantizará mi salvación frente a la amenaza del COVID-19? No lo sé. Me siento a gusto sin embargo. No porque no haya medido las consecuencias incalculables de la catástrofe, de los millones de vidas, algunas muy cercanas, que se ha cobrado, sino a gusto con mi vida. Satisfecho porque siento que si esa suerte me tocara a mí, podría partir en paz. No haré un listado de mis méritos, despreocúpense.

Abro la puerta del estudio, que cierro prudentemente porque no vivo solo y de pronto estoy en una cabaña. Por el paisaje comprendo que es la selva. Y por ciertas coordenadas muy anteriores en mi vida, registradas cuando era adolescente, concretamente en la selva misionera de Argentina. Misiones, esa provincia que alberga a las Cataratas del Iguazú, a ciertas melodías inconfundibles, a cierta fauna peligrosa acaso, a cierta flora sumamente espesa. Mi puerta ha abierto a esa otra puerta en la que un hombre enjuto escribe a mano algo ¿Una carta? ¿un diario? ¿un cuento? ¿una novela? Decido no sacar más conclusiones porque para mi alma dada a la imaginería, junto con un espectáculo agreste, una cabaña que tiene todo el aspecto de haber sido construida por él mismo por las imperfecciones que detecto, el suelo apisonado de tierra, no de madera, ventanas sin cortinas, el cabello revuelto, como el curso de un río peligroso, como la correntada de un torrente en temporada de lluvias. He reconocido el lugar en el que estamos. He sacado conclusiones modestas. Comienzo a abrigar las primeras sospechas. Y a sentir un profundo anhelo. Si es quien creo que es, lo admiro mucho. Y si es quien creo es, me ha dictado una nouvelle para adolescentes que escribí.

-“La gamita ciega”, susurro. 

“No, “Las medias de los flamencos”. Debí suponerla. Si hubiera entrado en este libro antes, me hubiera enterado. Pero ahora es demasiado tarde. Mi historia, la de mi nouvelle, vino acompañada de «Las medias de los flamencos», uno de sus cuentos más celebrados.

Si hubiera entrado medio minuto más tarde él se habría estado lavando el cuerpo con una esponja comprada en un mercado distante. Pero ahora está escribiendo. Mi cuento. Ese que salvó mi vida en justo a tiempo en una escuela terrible, cuando era un niño. Había un clima de hostilidad hacia ese niño que fui yo. Inexplicable, por otra parte. Brutal. Descontrolado. Identifico perfectamente los nombres de los agresores. Pero no se trata de dar relevancia a gente que no merece ni medio resquicio en la memoria. Ni de un ajuste de cuentas. Ni menos aun de una venganza. Son personas de quien nada sé, por otra parte. Sabemos, eso sí, que han dejado el resquicio que separaba la felicidad de la desdicha. En lugar de la plenitud esa hostilidad manifiesta de una marca abrumadora a esa edad en que no existen recursos más que experimentar un colegio como un espacio claustrofóbico. Sentía el peso de cada tarde anual, de cada ciclo lectivo, con maestras con las que no simpatizaba. Para colmo de males había ganado un concurso literario municipal con motivo de cumplirse los 100 años de La Plata, mi ciudad. Esa circunstancia, que podría parecer triunfal, me ganó el odio de muchos miembros del curso.

Hasta que llegó una señorita (así les decíamos, aunque tuviera una alianza en su dedo anular), con un nombre muy largo y también con muchas letras “A”. Usaba minifalda (¡Oh escándalo de las maestras que pensarían despertaba el pecado en la mente de niños proclives a la tentación o la lujuria!).

Lo cierto es que con ella sí hubo empatía. Y sí hubo consignas originales para escribir. Y sí hubo un acto de fin de curso en el que me encomendó la lectura de un fragmento de un cuento del escritor uruguayo Horacio Quiroga nacido en Salt, Uruguay, pero que residió casi toda su vida en Argentina. De trágico final. Leí o recité (mejor) ese fragmento (¿o acaso del cuento entero? Ya no podría asegurarlo) con la voz quebrada. Me refiero al cuento «Las medias de los flamencos» ¿Qué había por detrás de ese cuento? ¿por qué ella lo había elegido? ¿por qué su inconsciente la había conducido a hacerlo irrumpir en una escuela primaria? ¿Y por qué depositar en mí tamaña responsabilidad? La de ponerle voz a la palabra escrita. La de ponerle el cuerpo. Y también mis compañeras (sobre todo), pero creo recordar que también hubo varones, seguramente con algo más de pudor, hicieron una puesta en escena. El corolario del acto era una música clásica ¿Stravinsky? ¿La consagración de la primavera? 

Ella solía elogiar mis producciones escritas junto con las de otra compañera que a mí me gustaba, me atraía su inteligencia, su sensibilidad, su belleza. María Celeste se llamaba. Y ahora ha fallecido de muerte súbita. Digo esto y quisiera dedicarle este retrato, este encuentro con Horacio Quiroga a ella porque también es un encuentro de tres. Es un triángulo. Un triángulo, eso sí, isósceles. Él está en el extremo más extenso. Por talento, por haber devenido clásico, por sus rasgos precursores en tantas cosas, por su fortaleza.

“¿Sos quién yo creo que sos?”, le pregunto porque entre colegas cunden ciertos códigos.

“Puede que sí como puede que no”, respondió. “Eso depende”.

“Me estoy refiriendo a si sos Horacio Quiroga. Estamos en la selva misionera”. 

“Sí, tenés razón en ambas cosas”, respondió con lentitud. Se acomodó el pelo desordenado, como si tuviera delante a ese lector que sospechaba yo efectivamente era. Y debiera guardar la compostura.

“Un cuento tuyo, ‘Las medias de los flamencos’, me salvó la vida. Él y la persona que lo eligió. Y la maestra que lo eligió para mí del mismo modo en que me eligió a mí para tu cuento”.

“¿Cómo es eso?”, preguntó azorado.

“La historia es larga. Pero en una época terrible, tu cuento, que también cuenta cosas terribles que les suceden a los flamencos, rodeados de esas víboras, me salvaron la vida. Yo con mi nouvelle para adolescentes que escribí en 2019  espero ¿por qué no? Salvársela a alguno que esté en aprietos en este momento” (en ocasiones procuramos repetir un gesto providencial para otros, con el afán de repetir una historia de desdicha). Se levantó, trajo una botella de caña, llenó un vaso y me lo pasó. No me negué pese a que el alcohol no es lo mío, como tampoco lo es el cigarrillo. Brindamos a la salud de los flamencos, de esa maestra, de las víboras, de las palabras. De pronto me encontré en un Salón de Actos, de un colegio que cuando paso por su puerta siento escalofríos, o la angustia en el esternón, el plexo se contrae, tenso, pero su voz tan amigable ahuyentó a todos los fantasmas que habitaban ese lugar temido y con ánimo de ser olvidado a la vez. Es decir, ese que yo había sido. Los de quienes me habían agraviado. Las de las maestras con quienes no había simpatizado. Pero de pronto llegaba un rayo de sol que se filtraba por entre las persianas de una ventana y era la señorita Aurora. Yo recordé que también le había sido objetado que descuidara las matemáticas por la educación por el arte. O por las humanidades. Y que por circunstancias de destino me la había encontrado, feliz, diplomada de abogada, trabajando entre expedientes pero también haciendo justicia en Tribunales en La Plata, Argentina. Me había acercado. No sabía si me reconocería pero anhelaba que sí. Si me recordaría. Y le dije quién era. Se le iluminó el rostro. Le conté a qué me dedicaba. Y me dijo: “No te podrías haber dedicado a otra cosa”. Esa sensibilidad que ella había detectado pero también alimentado ahora se había convertido en un autor. En un estudioso de la literatura. Entonces le susurré al oído: “Las medias de los flamencos”. Quedó desconcertada. Y esa mañana de ¿de un 2018? atroz por asuntos de privados, de pronto se iluminó como cinco centellas. Y nos despedimos con un beso. Me sentí un hombre agradecido por haberla visto diplomada, lejos de esas maestras como moscardones, o esos padres que opinan de todo sin haber dado clases ni saber lo que era la educación humanista. Aurora estaba dispuesta a arremeter en favor de la justicia. Podría decirse que parecía una punta de flecha de tan poderosa.

La escena se confunde entonces con la selva misionera. Horacio Quiroga me dice que ha escrito “Las medias de los flamencos” en una noche de insomnio pero también de inspiración. “Lo releí hace poco para mi nouvelle”. “Es como una estrella fugaz. Con momentos de amargura”, le dije. Y hay un escarmiento. Él me miró de hito en hito. Y me dijo, como profecía o como halago. Para todos. Para vos también habrá de las dos cosas.

El libro Cuentos de la selva fue publicado en Buenos Aires en 1918. Yo tenía ese libro. Lo guardaba en un lugar para tenerlo a la mano: mi pasaporte a la salvación. Mi salvoconducto a la redención. Pero mucho más lo guardaba porque en ese cuento estaban cifradas su imaginación creándolo, su soledad en un lugar agreste, donde aun así había escrito maravillas, una civilización remota, la historia de los jesuitas. Evoqué el argumento. Evoqué a las serpientes. “Sí, sabés perfectamente quién es quién en el teatro de ese cuento”. Cada uno de los que intervinieron en ese cuento tuvieron su correlato en la realidad. Salvo algunas excepciones, que también atesoro porque puedo escucharlas, verlas y leerlas ahora. Ayer, hoy, en el futuro. Y había una compañera en particular, que había encontrado en casa de otra persona indeseable, que se ha consagrado a desprestigiarme. Evoqué a esa serpiente de lengua bifurcada, bífida, dispuesta para blasfemar, para difamar por partida doble, una palabra, una mitad de la lengua, otra infamia, la otra mitad de la lengua. Y en un conjuro para olvidarla para siempre decidí que iba a escribir. Habitábamos la misma ciudad. Pero nunca jamás nos cruzaríamos, ni siquiera caminaríamos la misma vereda. Si la viera me marcharía de su presencia, un ser despreciable a esta altura del partido, en que tenía cincuenta años. Pero seguía haciendo las mismas cosas deleznables. 

Horacio Quiroga se levantó de su silla dura, que le mantenía la espalda recta. Estaba sentado sobre un mimbre tejido por una misionera. Estaba indignado por esta historia. «Sin embargo los flamencos te salvaron. Esa maestra tenía vuelo. Es el vuelo de los flamencos. Ella en ese momento fue el vuelo de los flamencos personificado», dijo, con un énfasis que se pareció a la bendita señorita Aurora, como si se hubiera producido un acto de reparación pero también de comunión entre ellos dos. María Celeste mirando para este lado, en su banco de madera escolar tallado por lapiceras y tijeras. Algún graffiti entre sus manos, dispuesto a ser escrito. Algún tatuaje con un verso de César Vallejo.

Eran pocas las cosas que yo sabía sobre la vida de Horacio Quiroga además de lo que acabo de mencionar hasta aquí. Faltarían algunos pocos datos reveladores. Nació el 31 de diciembre de 1878  (día significativo en la fecha del mundo) y murió en Buenos Aires, el 19 de febrero de 1937. Esto es: estrella fugaz, cometa. Había tomado la decisión de suicidarse producto de un cáncer prostático irreversible. Antes, había hecho un largo viaje a  París, que había durado cuatro meses, del cual había regresado pobre como un mendigo y con una larga barba a la que jamás renunció. Fue su cuota de corazón salvaje. Ese que lo hizo elegir un territorio silvestre como la selva misionera, en el cual morar en libertad. La había conocido gracias a otro escritor a quien había acompañado a realizar una investigación sobre las ruinas jesuíticas y él a documentarlas con sus fotografías. Luego llegaría su chacra en el Alto Paraná, que compró para instalarse como paisano adoptivo.  

Había escrito un libro que a mí me gusta mucho: Cuentos de amor, de locura y de muerte, de 1917. Horacio Quiroga parecía el doble de Edgar Allan Poe, desplazándose entre Uruguay y Argentina. El Edgar Allan Poe sudamericano. Y desplazándose entre signos. Pero Poe no escribía cuentos para niños. Ni obras de teatro. Ambos, eso sí, habían sido poetas. Pero sobre todo, eran reconocidos por sus cuentos. Habían pasado a la historia por ellos.    

Me estrechó la mano de modo majestuoso, y me vio tan consternado que de pronto sentí su abrazo de hermano. De amigo. “Nunca está dicha la última palabra. Nunca está escrita la última palabra. Nunca está escrito el último cuento”. “Te lo digo ahora, delante de tus ojos”. “En el lugar en el que estamos”: «Ficción».

“¿Entonces será eterno?”, le pregunté anhelante.

“Será siempre”, afirmó rotundo. Supe que no debía haber preguntas.

En ese preciso momento cerré el libro. Tomé un mate. Recordé que la yerba que yo compro es misionera. También miré una foto de mi hija Emilia, porque recordé eso de que Quiroga era fotógrafo profesional ¿Dónde estaría él ahora? ¿sería él quien me habría dictado mi nouvelle para adolescentes, el que le había dedicado a la Señorita Aurora? ¿el que escribía cuentos para niños? ¿el que había atado como un  nudo indestructible  los destinos de la Señorita Aurora con el mío en esa escuela de tela áspera color hollín? “Ella me salvó”, me dije. Fue entonces cuando los flamencos echaron a volar.

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