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El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura

Con la excusa del asesinato de Trotsky, Leonardo Padura desmitifica en esta novela la utopía más penetrante de la historia política y social del siglo XX: el proyecto comunista que encarna en una sociedad igualitaria, sin distinción de clases, al eliminar los abusos y la división entre poderosos y desposeídos. El tan ansiado mundo sin diferencias sociales, culturales ni económicas, el paraíso donde reina la justicia con todas sus letras en mayúscula se describe en esta historia como una portentosa aberración plagada de atrocidades que nos advierte acerca del fondo infame de sus pretensiones. El antiguo y detestado poder de los zares reencarna ahora en una burocracia asfixiante controlada por mitómanos ególatras tan crueles e inhumanos como   interesados en la acumulación de poder: ninguna diferencia con sus predecesores. O sí: los Romanov no prometían nada, así que no tenían que cumplir con nada.

El hombre que amaba los perros podría ser una novela histórica, o de espionaje, o policíaca o una suerte de novela negra basada en hechos reales, pero no lo es, siéndolo todo junto. Fuerte, dramática y persuasiva, el lector navega con fluidez y pasión por una página clave del siglo XX como si no estuviese registrada en todas las enciclopedias y libros de historia: cómo, cuándo y por qué Ramón Mercader asesina a León Trotsky. Cómo, cuándo y por qué los hombres son convertidos en robots descerebrados al servicio de la oscuridad más oscura; cómo, cuándo y por qué somos engañados, vaciados de sentido y usados para cumplir fines inhumanos. Cómo, cuándo y por qué somos víctimas de nuestras propias ilusiones y terminamos destruidos por ellas. Las preguntas que exceden la peripecia histórica son las que importan y las que la novela responde con gran pesar. No es el caso del triángulo Trotsky-Mercader-Iván Cárdenas el que asusta: es su vigencia letal en cualquier época.

La historia se construye contando las biografías entremezcladas de tres herederos emblemáticos ( por distintas razones) del ideal revolucionario: Trotsky, como el hereje que abjura de su filiación stalinista –que no comunista-, Mercader, títere fanatizado en pro de una causa que lo utiliza, y el narrador, Iván Cárdenas, último (¿?) representante de la saga de esta cofradía suicida de perdedores. El narrador en primera persona es Iván, cubano de esta generación, iluso impenitente que alguna vez cayó en las garras de este sueño barato que tan caro ha costado. Y es quien transcribe desesperadamente lo que leemos: la patética historia que le cuenta un exiliado español, al final de su vida, sobre el proceso de desnaturalización del proyecto comunista evidenciado en la brutalidad del asesinato de Trotsky. Y cuyo asesino es quien tiene delante. El documento final que escribe Iván es el que llega al lector, recogido por su amigo, Daniel Fonseca. El escrito insiste en sobrevivir más allá de todos los miedos y todas las muertes: la historia debe ser contada así sea lo último que se haga en la vida. Literalmente, al menos, para los protagonistas de esta experiencia sobrecogedora.

Los tres son víctimas de un engaño colosal que arrasa con sus vidas y sus ideales. El verdugo es el siniestro giro que dio la utopía social-comunista al dedicarse a someter, sojuzgar y controlar a los hombres para que un solo individuo , endiosado y envilecido, acumule y se sostenga en el poder por los siglos de los siglos. La enajenación del sueño revolucionario va segando mentes y corazones hasta dejar una estela de cadáveres sumamente honorables, cuya presencia asegura que el terror es, indudablemente, un arma muy eficiente en manos de la voracidad dictatorial. En cualquier parte y en cualquier tiempo, el culto a la personalidad hace añicos las promesas de mundos mejores.

La novela cuenta la historia de una desilusión vital, narra la prisión terrible que suponen los dogmatismos inexpugnables, describe cómo se envilecen las ideas y se pervierten las mejores intenciones que parece que nunca lo fueron. He aquí la tragedia. Trotsky es la víctima mediática de su propia ambición: mientras participó de la revolución cometió tantos atropellos como cualquiera. Despertar a la verdad tiene un precio altísimo y lo paga puntualmente. Ramón Mercader es la máquina irracional , el fanático deshumanizado que asesina al “hereje traidor” de forma inconsciente y ciega. Mercader entrega su razón a una causa sobre la que no reflexiona. Si lo hiciera ( y lo hace por un instante al conocer a Trotsky) perdería su razón de vivir , porque la ha puesto fuera de sí y se ha extrañado de sí al hacerlo. Iván Cárdenas arrastra sus fallidas pretensiones literarias y su frustración política por la playa cubana de sus odios y amores, tratando de sobrevivir ( y no lo logra) al totalitarismo castrista, la burocracia demencial y la crisis económica de los 90. No puede. Perdedores todos, pero mucho más, la humanidad desquiciada que siguió a los falsos predicadores del mundo nuevo. Por eso la novela llega hasta nuestros días, para servir de advertencia (¿inútil?) a la muy probable nueva acometida de los charlatanes de turno que volverán a ofrecer villas y castillos todavía más igualitarios y justos, si cabe, a recién estrenadas generaciones de ingenuos desprevenidos deseosos de pasar a la historia de los cementerios heroicos. Y vuelta a empezar.

En una entrevista realizada a Padura por una periodista argentina, se le pregunta si esta novela valida o invalida la noción misma de utopía. En pocas palabras, si nos invita a eliminar las utopías por su evidente fracaso operativo. La respuesta de Padura es inmensamente esperanzadora y significativa: la utopía es inalcanzable, siempre se aleja; pero mientras se persigue, sirve para avanzar.

Apostemos todos, como dice al final la novela, porque “haya un planeta donde todavía importen las verdades. O una estrella donde tal vez no haya razones para sufrir temores (…) o un sitio utópico donde sepamos qué hacer con la verdad, la confianza y la compasión.”

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