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Historias de la pandemia

La vida ha cambiado considerablemente para pobres y ricos en los meses de la pandemia, sin embargo, es un hecho que el número de pobres se está multiplicando.

Las restricciones que han impuesto las autoridades en México parece que no sirvieron de mucho. Fueron reglas ilógicas y, por más que me cuestiono, no les veo utilidad práctica. El número de enfermos y fallecidos va en aumento, y la respuesta es culpar a los ciudadanos por salir a trabajar. Insisten en mantenernos confinados.

La población está muy dividida: hay quien quiere seguir encerrado por miedo al contagio y quien sale a trabajar porque ya no tiene recursos ni para comer. Los empresarios, con sus negocios cerrados ya no aguantan los gastos que conlleva seguir pagando salarios a sus empleados y los comerciantes se quejan de la falta de clientes. Las medidas restrictivas a las cuales los han sometido son excesivas, ilógicas. Por cualquier detalle pasan los inspectores y les aplican multas. Están asustados así como los empleados que temen quedarse sin empleo. Frente a los bancos se forman largas filas de personas que esperan ingresar bajo el control de un guardia tan estricto que pareciera estar cuidando a los reclusos de una cárcel.

El gobierno prometió reactivar la economía.

Revisemos la nueva realidad. El esposo de Lucía es médico y no ha dejado de laborar en su consultorio particular. Los hijos dicen que su mamá no asoma ni las narices fuera de la puerta. Dicen que ella ya de por sí era obsesiva con la limpieza, pero ahora, desde que empezó la pandemia, su casa parece un hospital. Cuando llega el esposo, tira la mascarilla, deja afuera los zapatos, utiliza gel en abundancia, se quita la ropa, la mete en una bolsa y toma un baño. Lucía pide los víveres por celular, se pone guantes y desinfecta frutas y verduras. Sus hijos están cansados de sus recomendaciones.

Tere tiene cabañas en un pueblo turístico. A causa del confinamiento, desde marzo, cerraron el pueblo a los visitantes. Cuatro meses sin recibir ingresos y teniendo que pagar los gastos del mantenimiento y los sueldos a los trabajadores. Cansada de tantas pérdidas, de las medidas sanitarias además de estar obligada a rentar a la mitad de su capacidad, decidió poner en venta su fuente de ingresos.

Mary labora como empleada doméstica. “Sus patrones” como ella los llama dejaron que se quedara en su casa y la apoyan con la mitad del salario, ya de por sí muy raquítico. Está desesperada, el sueldo no le alcanza ni para la comida de ella y dos hijos.

Luis vende fruta en la calle, dice que vive al día, “si no vendo no tengo para comer”. Se queja de cómo han bajado las ventas: “los negocios han cerrado así que las calles parecen de un pueblo fantasma”. No le teme al virus, ni se entera de las cifras de muertos, no tiene televisor y vendió su celular.

Las clases presenciales se suspendieron en todo el país desde marzo. Estamos en julio, Pina como muchos padres de familia no sabe qué rumbo tomarán los acontecimientos, no ha tomado la decisión de si regresar a la misma escuela, por más que le envíen mensajes, para recordarle que su lugar está reservado. Ella como muchas mamás no sabe qué hacer. La incertidumbre le causa ansiedad al grado de quitarle el sueño: “creo que me estoy volviendo loca” repite a menudo. No sabe si cambiar a las hijas para un colegio público o definitivamente dejarlas un año sin escuela. Las hijas argumentan: “acabamos hartas de las exigencias de los maestros, toda la tarde haciendo tareas”.

Son muchas las escuelas que se encuentran en bancarrota. El secretario de Educación ha cambiado varias veces la fecha de ingreso, lo que genera incertidumbre. Las universidades notificaron que las clases serán en línea, mientras los padres se cuestionan el alto costo de la colegiatura.

Da tristeza ver el estado de posguerra en el que nos encontramos. El Banco Mundial advierte que solo en este año más de 50 millones de personas en América Latina y el Caribe podrían sumirse en la pobreza. La crisis actual es la mayor amenaza a la desigualdad que hemos experimentado.

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