Aquí somos todos hijos de pescadores, plomeros, meseras. Somos hijos del tabaco y el whisky. En fin, somos hijos de la calle, eternamente libres porque nuestros padres trabajan, fuman y beben.
Todavía recuerdo cuando se nos acercó el reclutador al concluir la graduación: estábamos convencidos de que el ejército sería nuestro único futuro. La palabra ‘universidad’ no se utilizaba en nuestro vocablo, pero queríamos escapar del ciclo vicioso que seguramente heredaríamos. En esa tarde soleada y húmeda tan típica de nuestra pantanosa Luisiana, mientras el sargento nos entregaba en bandeja nuestro boleto de salida, jamás imaginamos desembocar en una selva a nueve mil millas de distancia.
El hecho de haber terminado con Jack en el mismo pelotón fue milagroso. Si bien lo habíamos solicitado, el ejército raramente lo otorgaba. Éramos amigos de toda la vida, vecinos en la porquería periférica de nuestro pueblo. Muchas tardes las pasamos haciendo travesuras, causando problemas por los cuales jamás seriamos castigados. En el caso de él, su infancia había sido peor que la mía, la de una pobreza generacional que oprimía sin piedad. Jack alguna vez me confesó que su padre se emborrachaba todas las tardes, el trago silenciándolo hasta dormirlo en el sofá con la ropa puesta, mientras que su madre consumía pastillas que la convertían en un ente flotante y ayudaban a disminuirle el impacto al estrepitoso silencio.
Hace casi dos años que estamos aquí, peones en una guerra manipulada por reyes. Patrullamos sin cesar esta selva que nos castiga con su calor, sus insectos, su lluvia. Tenemos los pies siempre mojados, y el sudor nos cubre día y noche. Observo a Jack en frente, cargando un peso que nada tiene que ver con su fusil o su mochila. Avanza despacio, cauteloso, liderando la punta de nuestra columna táctica. Los demás lo seguimos manteniendo el silencio, comunicándonos con señas de serlo necesario. La realidad es que los Viet Cong son los verdaderos dueños de este territorio, jaguares que nos acechan ocultos y ligeros. Por lo general, luego de pocos disparos, nos tumban un compañero y desaparecen. Jamás los vemos; solo escupimos balas inocuas que no impactan a ningún cuerpo. Y así vamos, siendo erosionados como el goteo de agua que eventualmente ahueca la piedra.
Luego de caminar durante tres horas, el teniente ordena un descanso. Jack se sienta al lado mío y enseguida le noto ganas de hablar. Últimamente tiene la costumbre de basurear a los políticos, a los suboficiales, a sus padres: básicamente a quien sea que se le cruce por la cabeza. Mastica chicle mientras fuma un cigarrillo y cada tanto bebe alcohol sanitario robado del hospital de campaña. Me cuenta la vez que su novia Kaylee lo contradijo y él le pegó una trompada en la cara; me cuenta como la ira y los nervios acumulados se esfumaron luego del impacto. Por fin cambia de tema, y hablamos sobre el pueblo: ¿Qué harán los que se quedaron? ¿Qué será de sus vidas?
Sobrevuelan tres o cuatro helicópteros. A nosotros nos buscarán en dos días. De la base nos llevarán a Saigón a descansar una semana. Como tantas otras veces, beberemos cerveza americana, nos acostaremos con prostitutas vietnamitas, e intentaremos olvidarnos de la selva. “Este hijo de puta nos quiere ver muertos”, interrumpe Jack mis pensamientos. “Deberíamos liquidarlo”. No respondo; el calor me aplasta, y también es difícil ignorar la claustrofobia generada por el denso follaje y su sombra que nos tapa.
Estamos sentados sobre el pontón de Jack, bebiendo bourbon con hielo y fumando marihuana. Es Julio en nuestro rincón sureño. El vapor suspendido sobre el pantano es asfixiante, pero el fresco de la bebida ayuda. Han pasado cinco años desde la conclusión de nuestra guerra. Logramos regresar sanos, pero regresamos a nada: pasamos nuestros días bebiendo y fumando. Además, a nadie le interesa contratar ‘basura blanca’ dañada por la guerra.
Luego de varios vasos y muchas pitadas, inevitablemente regresamos a la selva. Siento las picaduras ardiéndome en el cuello y la humedad quitándome el aliento; siento el cansancio en los músculos y los hongos fomentándose en mis pies. La selva siempre nos acompaña, o mejor dicho, nunca salimos de ella. Porque seguimos ahí, rastreando a un enemigo que no vemos, pero cuya mirada siempre nos persigue. Seguimos ahí, buscando la luz que marque la salida hacia el descampado y nos permita ver el cielo. Seguimos ahí, deambulando en ella, la madre de nuestros sueños y nuestras pesadillas. Seguimos ahí.