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El hedor del populismo

Mugroso, el joven exuda su fétida miseria. Pringado, se acerca con un tono quejoso y suplica por una hamburguesa en la cola para comprar por la ventanilla en el McDonald’s de La Castellana. No es un niño. Es un zagaletón mucho más alto que yo. Se ve fuerte, aunque no dudo que, en efecto, el hambre hinque sus dedos lascivos en sus tripas y, por qué dudarlo, también en su alma. Pide que le compren una hamburguesa. Lastimosamente, como tantos más, yo ya no me doy ese lujo, que no es lujo. Solo veo al muchacho, mientras compro un mínimo capricho: una barquilla de mantecado. No lo niego, con miedo, porque sé cuan peligrosa es esta ciudad.

La noche cae, hago un alto en un supermercado, algo que faltó en la compra porque en esta Venezuela de hoy no hay de todo. Junto a la entrada del establecimiento, una mujer menuda que escasamente alcanza los veinte, aguarda bajo el farol acompañada de sus críos. Con la voz adormecida pide un pote de leche, un paquete harina de maíz, algo que mitigue su dolor, porque los niños, sucios y jipatos, demandan algo con la mirada… Mendiga algo, la madre, lo que sea que aquiete la punzante vaciedad de sus estómagos. Es triste, sí. Trágico. Sin embargo, un hombre, mal encarado, espeta de una vez como si fuese un escupitajo: ¿y tú qué vas a hacer para ganártelo? La mujer solo esconde su mirada… no responde, no se le ocurre qué hacer para llevarle el pan a sus hijos. Su escasez solo le permite pedir.

Quizá alimente su odio con el hambre que calcina su alma. Y los niños mirarán con sus ojos humedecidos por las lágrimas. Y al crecer, no dudo yo, que el resentimiento contra todos recubra sus espíritus como la mugre pringa sus cuerpos escuincles. No dudo que odien a la gente, que sin ser culpable de sus miserias, los vio deambular realengos como los perros callejeros, hurgando la basura e inspirando lástima. No dudo yo, serán ellos la masa que el día de mañana engorde los mítines de populistas inescrupulosos que como hoy, les dicen a quién culpar, a quién odiar. Y sin una sociedad que premie la decencia y el buen vivir, harán del crimen su oficio, y como tantos, tal vez no superen los veintitantos.

Amanece y de camino al trabajo, los mendigos disputan la basura con los perros y, en algunos casos, son estos desollados para servir de comida. Y no dudo yo, que sean ellos, esa muchedumbre mendicante, parte de esa gente depauperada espiritualmente, dispuesta a votar por la mano que sin piedad ni pudor le da el garrotazo. Y no los culpo, así de perverso es el populismo. Hambrea para sojuzgar, porque es obvio, y también trágico: al desvergonzado demagogo solo le interesa medrar, lucrarse, aprovecharse del pobre, y hacer de la miseria de otros, su negocio particular.

Así es esta ciudad. Habitada por espectros taciturnos. Ánimas penosas que en el horror de su cotidianidad buscan sobrevivir, sin caer en cuenta que es ese, el que celebran ardientemente, la causa de sus desgracias. Mendigan sin advertir que es este modelo perverso el que impíamente les impone tan infame condición.

La mugre pinta la ciudad con sus rasgos grotescos, con la miseria de una sociedad que olvidó cómo ser digna. La roña cubre con su pátina maloliente los rostros anónimos que acaso sirven de excusa a los populistas. La inmundicia embadurna la decencia y la dignidad de las personas, reducidas a la paupérrima condición de pueblo. Son esos seres abatidos los que a diario nos recuerdan que tan bajo hemos caído.

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