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Andreina Montes

El hambre de poder o el poder de perpetuar el hambre (1)

Para dar una explicación coherente a la disfunción mercantil que afecta la provisión alimentaria en Venezuela, es necesario adentrarse en la historia del país. A comienzos del siglo XX, Venezuela era el productor más importante de café y cacao en Latinoamérica. La economía agraria era la primera fuente de ingresos en el mercado de divisas.

Después del descubrimiento de vastas reservas de crudo en 1920, el petróleo se apoderó de la producción interna bruta pasando de 2,5% en 1920 a 40% en 1930. Mientras que la agricultura –primeramente el café y el cacao– descendía los peldaños de la producción en tan sólo diez años, de 34% a 12,2%, respectivamente.

En 1930, con la caída del precio del café (de Bs.124.8 a Bs. 41.5 el saco), la mayoría de los países latinoamericanos devaluaron sus monedas para ajustar su competitividad al mercado internacional. Venezuela, en cambio, demasiado confiada por su nueva gallina de los huevos de oro, precedió a la inversa. Debido a que el país estaba acumulando una considerable suma en monedas extranjeras provenientes de la renta petrolera, Venezuela autorizó la importación de todos los bienes de consumo en nombre de la presión política.

Entre 1929 y 1938, en plena crisis financiera internacional, Venezuela incrementó, contra todo pronóstico, en un 64% el valor de su moneda. La lógica detrás de esta medida era simple: mientras más fuerte el bolívar, más podrían consumir los venezolanos, y en más se enriquecerían los importadores nacionales.

Inundados de productos baratos provenientes del extranjero, las exportaciones agrícolas ya no podían competir con mercados internacionales ni tan siquiera acceder a los nacionales. Este momento es importante, pues definió el tipo de modelo económico que Venezuela instauraría de ahí en adelante.

Con la llegada de los fertilizantes, las tecnologías y nuevas técnicas de cultivo eficientes se incrementaría la productividad, se reducirían los costes de producción y se aumentaría el valor añadido que estimularía la competitividad entre los productores. Pero Venezuela no fue capaz de integrar la modernidad agraria y muchos campesinos no tuvieron otra opción que abandonar los campos y aglomerarse en las ciudades, en vista de las desfavorables condiciones de producción.

En 2001, el gobierno comenzó a promover el desarrollo rural como receta para diversificar la economía, generar empleos y aliviar las ciudades sobrepobladas. Con la intención de seguir una línea mas ‘redistributiva’ de producción, Venezuela se sumó a la Vía Campesina en 2008, para transformar la agricultura “radicalmente”.

Palabras como “derechos”, “expropiación” y “redistribución” de tierras pronto corrieron a lo largo del discurso político. En el nombre del “desarrollo endógeno”, el gobierno pretendía revitalizar redes internas de producción, substituir las importaciones por la producción local e integrar a los sectores más marginados de la sociedad.

En 2003, inspirado en los textos del marxista húngaro Istvan Mészáros, Chávez lanzó su sistema de cooperativas en un intento de cambiar la manera en que las comunidades producían y consumían bienes y servicios. Las nuevas condiciones de producción agrícola aseguraban la gratuita concesión de los títulos de tierra, la eliminación de pagos de rentas, la inyección de capital en forma de maquinaria extranjera, la inclusión en las redes de distribución estatales, la supervisión de proyectos por orientadores subvencionados, la extensión de créditos y ayudas de financiamiento y una inversión considerable en infraestructuras (vías, carreteras, sistemas de irrigación, etc.).

La agricultura se convirtió en el principal objetivo de la “economía participativa”. Para el 2005, el Fondo para el Desarrollo Agrario Socialista FONDAS habría invertido más de 850 millones de bolívares ($400.000.000) en la producción agrícola. Dada la inesperada proliferación de cooperativas agrarias, completamente desligadas de la propiedad del Estado, y las bajas tasas de producción, el gobierno instauró un nueva forma de supervisión: las empresas de producción social. Éstas, en cambio, serían una co-propiedad del Estado y de los trabajadores y su principal meta sería la de trascender la propiedad individual y de responder a las “verdaderas” necesidades de la comunidad.

Para ello, el gobierno tendría que ejecutar primero una colosal intervención en la propiedad privada de quienes eran poseedores de más de 5.000 hectáreas de terrenos desocupados, improductivos, incultivables o de baja calidad. La justificación era obvia: el 75% de la población rural poseía solo un 6% de tierras cultivables mientras que 5% de los latifundistas ocupaban el 75% restante (MINCI 2007).

Para el 2010, el Instituto Nacional de Tierras declaró con orgullo haber “recuperado” 7.5 millones de hectáreas de tierras cultivables (de un total de 27 millones) y haberlas “redistribuido” a más de 100 familias y empresas de producción agrícolas. Bajo el slogan ¡Exprópiese! Chávez habría logrado hacerse con el 20% del territorio agrícola venezolano, sugiriendo que las invasiones serían una medida de presión para que los acaparadores liberaran la comida y los especuladores bajaran los precios, en la ya entrada crisis alimentaria.

Sin embargo, la suma de expropiaciones no llevaron sino a un severo cese en la producción de alimentos a causa de un modelo de negocio ineficiente, la falta de inversión en infraestructuras, la incompetencia de los nuevos apoderados y la carencia de incentivos. En consecuencia, poco después del gran “rescate”, la comunidad agrícola se vio en la misma situación que antes: percibiendo ingresos inestables, incapaces de pagar los créditos, aislados de los mercados locales e impedidos de participar en la toma de decisiones respecto a precios, capacidad y distribución de la producción.

No sólo podía Chávez apropiarse de terrenos cultivables, limitar la obtención de tierra y controlar los precios de producción; sino también decidir qué se produciría en sus nuevos arados. Así fue como Chávez llevó adelante la mayor expropiación jamás vista en Venezuela a la multinacional inglesa British Vestey Group, criadora de ganado en Cojedes desde 1920, con el objetivo de cultivar sorgo. Solo que las tierras demostraron ser demasiado húmedas y poco aptas para la cosecha. El resultado fue un juicio internacional de 100 millones de dólares contra el gobierno venezolano por el traspaso ilegal de tierras y un vasto terreno improductivo. Con ello arremetía Chávez no solo contra los derechos de propiedad privada de los terratenientes, sino también contra los derechos de producción y distribución de los agricultores.

Las compensaciones de tierras en Venezuela entraron en un limbo legal incluso antes de que la ley de expropiaciones se estableciera por decreto, a pesar de los esfuerzos de la Corte Suprema en coartarla. En un principio, Chávez insistía en retribuir las tierras en la moneda local o en bonos, suscitando poco interés entre los antiguos propietarios que no veían de buen ojo la posibilidad de ser remunerados con una moneda tan devaluada. Posteriormente, circularon declaraciones de que el gobierno no estaba obligado a pagar las inversiones hechas en propiedades expropiadas. Pronto los oficialistas empezaron a cuestionar la legalidad general de las tierras argumentando que éstas ahora pertenecían al Estado y que, por tanto, no serían remuneradas por considerárseles ilegalmente adquiridas en primer lugar.

 

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