Cuando estaba en cuarto grado, mi hermana se negó a jurar la bandera. Fue un acto llamativo porque, que yo recuerde, en casa nunca habíamos hablado de la bandera ni de la patria, ni siquiera del juramento. En casa no se hablaba de política. En esos tiempos había mucho de lo que no se hablaba. Lo cierto es que cuando llegó el momento, ella simplemente declaró que no iba a jurar. Cuando le preguntaron por qué, constató que no podía estar segura de que siempre iba a amarla y a respetarla.
La bandera, el izarla y bajarla, el cantarle ‘asulunala’ acompañadas de un tocadiscos desde el que los vientos triunfales sonaban como con sordina, el jurarla en cuarto grado, eran ceremonias que pertenecían al mundo escolar. Supongo que el año anterior yo la había jurado sin reflexionarlo mayormente, o incluso es posible pensar que me había dejado embargar por la solemnidad del momento, sintiendo la electricidad de lo que algunos reconocerán como una emoción patria.
A mi hermana, esa decisión solitaria e implacable le mereció una reprimenda–aunque no me acuerdo cuál–; también a mis padres, que fueron citados a hablar con la directora. No tengo idea de qué pasó en esa reunión, pero sé que al año siguiente, a mi hermana la cambiaron de colegio.
Ante mis ojos, mi hermana me pasó como 200 metros y, sin proponérselo, me hizo sentir vergüenza por haber sido tan soldada, por haber incurrido en el juramento fácil en lugar de, como ella, proteger mi palabra de la mentira o, al menos, de la frivolidad. Me impactó muchísimo la seriedad con la que había afrontado la situación y su fina intuición acerca de que las palabras que proferimos hacen algo con nosotros marca un antes y un después en mi vida.
Eran años terribles esos, en los que la masculinidad y el nacionalismo se pasaban la estafeta aunque hicieran de cuenta de que cada uno venía a arreglar lo que el anterior había hecho –o deshecho. Tantas atrocidades cometidas en nombre de la patria y de esa águila guerrera, a la que le cantábamos todos los 20 de junio o en otras fechas en las que nos hacían formarnos alrededor del mástil, después de haber marchado tomando distancia y guardando un completo silencio que dramáticamente sería quebrado por la púa rasposa sobre el disco. A la señal de la profesora de música, o tal vez de la directora o de alguna maestra de turno, todo el colegio irrumpía:
Alta en el cielo un águila guerrera,
audaz se eleva en vuelo triunfal,
azul un ala del color del cielo,
azul un ala del color del mar.
Hoy imagino que le cantábamos a ella, a mi hermana, alta y flameante, transformada en heroína, haciéndole resistencia con su cuerpo de nena de nueve años al mandato de la obediencia y la sumisión respaldado por uniformes y botas, venias y tanques, y pronto también por aviones sobrevolando el río y alejándose de la costa para poder arrojar otros cuerpos al agua. Ni ella ni yo sabíamos nada de todo eso en ese momento, pero su negativa desnaturalizó el amor a un pedazo de género que era tanto más que un pedazo de género. En un sentido literal, mi hermana hizo bandera de la bandera, pero también, en el sentido figurado de la expresión, hizo bandera de la desobediencia debida: el deber de desobedecer que tenemos los seres humanos, el deber de romper la cadena de mando cuando la conciencia nos los indica.
Es claro que su acción no puede considerarse política en el sentido más corriente del término. No había en ella un fin determinado, ni un intento de cambiar el estado de las cosas. Mi hermana solo había reflexionado acerca del significado del acto de jurar la bandera y le estaba siendo fiel a su propia conciencia. Pero puedo asegurar que tuvo una suerte de potencialidad política en el sentido que le da el filósofo Jacques Rancière. Parafraseándolo con cierta libertad, la negativa de mi hermana desplazó a la bandera del lugar que le había sido asignado y modificó mi concepción de lo que era posible hacer ante el orden establecido. Es muy probable que yo no haya sido la única que se sintió transformada por su accionar.
Esto no quita que cada cuatro años, cuando llega el momento del Mundial de fútbol, desempolve los dos símbolos patrios que poseo y que guardo en un cajón de mi casa, en Gotemburgo, donde vivo hace ya muchos años. Sí, cada cuatro años me pongo la camiseta, empuño la banderita que me regaló mi sobrino y me junto con otros argentinos en algún bar de esta ciudad del Norte a gritar los goles de Argentina, a enojarnos con el árbitro de turno o a despotricar contra los medios suecos que mundial tras mundial repiten que los brasileños bailan el futbol mientras los argentinos juegan defensivo. También son formas de hacer bandera, pienso, de gritar una suerte de orgullo del lugar del que venimos y que, nos guste o no, nos ha formado de tantas maneras. Pero año tras año, si Argentina queda afuera, no dudo en pasarme a la hinchada uruguaya, chilena o, incluso, lo que solo días antes parecería un imposible, a la brasileña. Hay formas de hacer bandera latinoamericana también, un sentimiento que se extiende más allá de las fronteras nacionales.
Los suecos usan la bandera como símbolo de festejo o de alegría, y no solo en los mundiales o en la Eurocopa. Además, la bandera sueca en forma de gallardete, es parte de la utilería indispensable en los paisajes idílicos de los archipiélagos o de las casitas de verano junto a lagos o bosques. Marcada por mi historia y la del país en el que crecí, todavía me cuesta entender del todo el patriotismo sueco –que existe, sí, aunque muchos suecos lo nieguen–, y más aún relacionarme afectivamente con esta bandera. O al menos esto último era lo que creía cuando empecé a escribir este texto.
La bandera azul y amarilla nos acompaña en los cumpleaños y en los fines de año en los colegios. La comida que te sirven en el hospital después de haber tenido un bebé viene decorada con una banderita sueca. Días después del nacimiento de mi primera hija, amigos de la familia nos trajeron de regalo un mástil con bandera sueca en miniatura. Me quedé pensando en ese regalo. Ante mis ojos, más que una bandera sueca era un gran signo de pregunta. ¿Qué me estaban queriendo decir? ¿Estaban negando la parte argentina de mi hija? ¿O simplemente nos estaban regalando un símbolo de alegría y celebración?
Con todo esto, en Suecia no hay ni himno a la bandera ni día de la bandera. Quizás sea el privilegio de lo que nunca fue disputado: la bandera sueca tiene más de 500 años y el reino de Suecia tiene siglos de poderío. Si bien lo que se considera territorio sueco ha cambiado a lo largo de los años, estamos en un país que no sufre una guerra hace doscientos años. Cuando yo llegué a Suecia, en 1988, no había día patrio. El día nacional sueco, el 6 de junio, se empezó a festejar hace unos años y si le preguntas a la gente qué es lo que se celebra, nadie te sabe contestar. Entre nuestros vecinos noruegos, que con un enorme despliegue de alegría festejan su día nacional el 17 de mayo, todos saben que están celebrando la ruptura de la unión con Suecia, es decir, su independencia.
Pero no todo es alegría y celebración en torno a la bandera sueca. Hay grupos neonazis y de extrema derecha que se la quieren apropiar para representar a una Suecia rubia y armónica, con casitas de madera pintadas de ese típico color rojo oxidado, todavía no manchada por personas de «culturas distantes e incompatibles con la sueca». En esa imagen arcádica de Suecia siempre es verano y así, la extrema derecha no sólo busca apropiarse de la bandera, sino de algo mucho más incrustado en la identidad sueca.
Es que, en el imaginario nacional, la bandera sueca flamea en un escenario de días soleados, pasto verde, niños descalzos con canastitas que desbordan de arándanos. Es esto, el verano sueco cuando se muestra en su mejor esplendor, lo que los suecos aprenden a amar por sobre todas las cosas. Al final del año escolar, cuando en los patios de los colegios alrededor del país, engalanados en los colores de la bandera, se reúnen chicos, maestros y padres, lo que se canta es una canción al verano.
Aquellas semanas de verano en las que nos pasamos invocando la llegada del sol y del calor, luciendo nuestras piernas con shorts y piel de gallina –porque no hacen más de 15 grados de calor–, haciendo picnics bajo la llovizna, repitiéndonos los unos a los otros que “no hay mal tiempo sino solo mala ropa” (Det finns inget dåligt väder, bara dåliga kläder), mis amigos suecos invocan veranos mejores, los de la infancia, esos que eran más largos, más soleados, más calurosos. Por eso será que cuando las nubes y el viento se toman un descanso y el sol nos regala tres o cuatro días de olas de calor de 28-30 grados, la felicidad no tiene nombre. Y mientras algunos se quejan del calor, otros nos recordamos en voz alta y con gran decisión: “no hay nada como el verano sueco”. Así lo sentimos esos gloriosos y escasos días. Y ahora que lo pienso, ¿no es esta también una forma de hacer bandera?