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Adrian Ferrero

Habla el Quijote: de la lucidez a la charlatanería

Cierta vez, en donde funcionaba la carrera de Letras en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, en la cual me gradué como Dr. en Letras, siendo por entonces todavía un estudiante, en una charla fugaz con un empleado de la fotocopiadora (sí, ya los libros habían pasado a la historia) al preguntarme a qué carrera pertenecía para buscar en sus archivos las correspondientes referencias y al escuchar que era de Letras me dijo: “Los que estudian esa carrera se vuelven todos locos”. La afirmación, formulada en términos tan categóricos, no dejó de resultarme chocante. Pero las cosas quedaron ahí. Naturalmente que mientras regresaba a mi casa cavilé en torno del simplismo de su razonamiento. En lo limitado de su inteligencia. En sus prejuicios. En que razonar y problematizar para muchas personas siempre tiene un costo, porque suponen ir contra el pensamiento cristalizado y naturalizado, que es el que mantiene la asimilación más exitosa a una sociedad. El que aglutina sus zonas más atomizadas o que corren el peligro de estarlo en cualquier momento. Y es el pensamiento que evita toda anomalía. Toda problematización al estado de cosas vigente. También el más cómodo. El menos exigente. Pensé también que conocía a montones de personas con enfermedades psiquiátricas quienes cursaban otras carreras, incluso la de Psicología, que pertenecía a mi misma Universidad. Simultáneamente, las había a montones de Letras que no las padecían (de modo que su verdad de perogrullo quedaba refutada de plano). Hasta en la carrera de Medicina, en la especialidad de Psiquiatría, sabía que había o había habido personas con trastornos de la personalidad, entre muchos otros.

Pero puestos a pensar seriamente, esta afirmación da cuenta de una aseveración que he escuchado de otros labios, por lo general de personas poco instruidas y que suelen estar poco interesadas en estarlo. Esto es: están demasiado seguras de que el estado natural de la condición humana es la tontería o la frivolidad sin darse cuenta de en qué consisten, esto es, dejándose conducir por ellas. Suponen que la “racionalidad instrumental”, como la han denominado los miembros de la Escuela de Frankfurt, alemanes con sede en EE.UU., exiliados por el nazismo (excepción hecha de Walter Benjamin, quien huyendo de este grupo criminal se suicidó en Port Bou), quienes la estudiaron a fondo, es la propia del capitalismo, y es la que también resulta aglutinante de una ingeniería social que por autopreservación procede por exclusión del distinto pero, sobre todo, por reificación de las relaciones humanas. Por su deshumanización, dicho groseramente en una palabra.

Se trata de síntomas sociales complejos, claro está, que en esta apretada publicación sería imposible desarrollar y esclarecer para hacerles justicia, y aún así no se la haría, porque hay mentalidades por lo general poco progresistas, con poco sentido de apertura, que juzgan o prejuzgan (mejor) las enfermedades no a la luz de lo que son sino de sus síntomas bajo la forma de lo temido. Entiendo que por el terror de contraerlas. Bajo estas circunstancias, son vistas como una amenaza y no como un fenómeno que simplemente le acontece a un sujeto, tal como una enfermedad orgánica, unas cataratas en los ojos, una anemia, alguna clase de virus, una hepatitis. Así, en caso de padecer una enfermedad psiquiátrica, por propiedad transitiva ese sujeto se vuelve alguien de quien, se espera, como mínimo, una potencial amenaza y el despliegue de mecanismos de defensa entra a funcionar en el orden de lo social de inmediato. Corresponde ahuyentar o apartarse de ese sujeto indeseable o peligroso, capaz de atentar contra la integridad ajena. Corre, la persona, el riesgo de ser víctima o bien de un ataque o bien de alguna conducta fuera de control que pueda ser detectada como una acción agresiva. Pero, sobre todo, amedrenta. Provoca fobias. Pavor. Probablemente del mismo modo que lo hacen las minorías sexuales en un sentido no tan distinto después de todo. Citaré otro caso más cercano: las discapacidades, o bien las personas con retraso mental (que provocan más lástima y conmiseración que fobia. En verdad se cosifica al sujeto, al punto de ofender o descorazonar a sus familiares, en particular los más cercanos), la ceguera, la hipoacusia, la parálisis de los miembros, entre otros. No obstante, aun así exponen a los sujetos a una realidad poco deseada para lo que sería su propia identidad o la de los suyos.

El pueblo judío sabe mucho de estas cosas, por motivos muy distintos pero en directa relación con la exclusión. Así como otras etnias o grupos religiosos que también fueron perseguidos más que temidos y también confinados por ser lo inadmisible, lo socialmente inaceptable. En el caso de los judíos representaban lo invasivo, lo portador de lo sucio, de una cierta clase de pensamiento, de prácticas como la usura, el atributo de ser tacaños y pertenecer a una “raza” (no ya a la condición humana, de naturaleza ética), con un ensañamiento y un estigma que volvía necesario suprimirlos mediante trágicos y criminales genocidios, con fusilamientos en masa, cámaras de gas, muerte por hambruna o de frío, enfermedades, etc. Crímenes que requirieron ya terminado ese régimen, como es sabido, la intervención de Órganos Internacionales de la Justicia para su sanción universal.

La filósofa, especializada en ciencias políticas Hannah Arendt escribió un brillante libro, Eichmann en Jerusalén (1963), en el que narra, en carácter de testigo presencial, según una variante genérica testimonial, el juicio al personaje más deleznable del nazismo luego del propio Hitler, también en orden jerárquico Eliminados de modo cruento, los judíos atravesaron y siguen atravesando aún la discriminación de buena parte de la sociedad por parecidos o similares prejuicios. En efecto, el pueblo judío era “la sangre impura”, todo lo contrario de la “raza aria”, superior, limpia, rubia, esbelta, como esos patéticos lugares comunes en los que aún se sigue sosteniendo de modo indefendible que por portación de apellido o posesión de una cierta clase de sangre (real, tradicional, heredera de una familia profesionalmente exitosa, digamos) automáticamente hay derechos adquiridos y privilegios. Nada importan los méritos de estudioso esfuerzo o de trabajo por los que alguien se haya esmerado. Tampoco su honestidad tanto en lo relativo a la intelectual como a la virtuosa. Menos aún sus capacidades. Tampoco sus modales, que suelen ser pésimos en el caso de quienes discriminan. Hasta donde me ha tocado frecuentarlos o a buena parte del gremio de los abogados (una carrera liberal con prestigios frente al resto, al igual que la de Medicina o como la de Economía, al menos en la ciudad de La Plata, donde resido, en Argentina), a quienes por añadidura uno debe dirigirse bajo el apelativo de “Dr.” sin haberse doctorado sino ostentando tan solo un mero título de grado. En tanto yo para que me nombren de ese modo debí diplomarme en dos carreras de grado además cursar seminarios y defender y aprobar mi tesis doctoral. Puede tratarse de gente inmoral, de gente indeseable, indecente, de personas ideológicamente macabras, pero si esto permanece bajo un cierto manto del orden del secreto o del silencio, sus garantías se mantienen incólumes. Digamos que la profesión es el sostén de un cierto lustre o aval. Además de una buena parte de impunidad.

Resido en una ciudad donde nadie podría tomarse seriamente que existe la nobleza. No obstante, me ha tocado compartir reuniones, cenas familiares o fiestas, con personas que están efectivamente convencidas de que la portación de apellido es sinónimo de auténtico privilegio, sin haber realizado aporte alguno a una disciplina, a la comunidad o acaso a un arte. Y en caso de que tal cosa hubiera tenido lugar, muchos de ellos en mi ciudad con jactancia lo exhiben con una soberbia penosa. Estos privilegios sociales los invisten inmediatamente de beneficios respecto de a quienes consideran sus inferiores pero no sus pares de la condición humana, esto es, éticamente considerada en tanto que definitoria del semejante. Los peores ejemplares de este fresco social de la condición humana, como me lo señaló sagazmente una amiga de mis padres y amiga mía, son los que carecen de dinero o lo han dilapidado. Porque viven de sus glorias pasadas, de lo aparencial, de casas o autos de lujo que deben mantener a costa de deudas o hipotecas. O bien lo hacen luego de vender sus alhajas, joyas, relojes de oro. Acaso los objetos más antiguos y ricos de la familia pasan a otras manos para poder solventar un estilo de vida que resulta insostenible de mantener a los ojos de una clase a la que hace rato han dejado de pertenecer. Y aun así tal estilo de vida tiene un límite acotado. Pasarán, tarde o temprano, a formar parte de ese grupo al que no estaban dispuestos a pertenecer. Tienen la más profunda convicción de que tanto de hecho como de un supuesto derecho gozan de beneficios sociales. Y por otra parte que no tienen ninguna clase de aptitud, oficio o arte para integrarse a nuevas. Suelen ser despectivos, despreciativos y desdeñosos, además de descalificar al prójimo no considerado como un semejante.

Pero para no dar un rodeo que pueda distraer del tema inicial de las presentes reflexiones, está la idea instalada de que el poeta es alguien “que pierde el juicio” (con todas las acepciones jurídicas que esta frase axiológicamente connota de modo negativo, además de las psicológicas o psiquiátricas que naturalmente la acompañan) y que quien se dedica a estudiar o consumir libros (como le ha ocurrido a nuestro entrañable y célebre Don Quijote con las panzadas que se daba de sus novelas de caballería) confundirá molinos de viento con gigantes y a una campesina con una refinada doncella por la cual realizaría toda una serie de hazañas (o que él considera como tales). Tales sacrificios o pruebas para conquistar sus favores en principio sin embargo son prueba de fidelidad, lo que no es poco. Hay allí un potente señalamiento de Miguel de Cervantes Saavedra, el autor del clásico más importante de la lengua española, editado por la Real Academia Española como el libro más relevante de nuestra lengua, su referente más nítido. Y Cervantes ya vislumbró esta verdad incontestable a comienzos del siglos XVII, esto es, en la etapa de la Ilustración, en el sentido de detectar ciertos males sociales (sobre todo) y ponerlos en evidencia, valiéndose de los recursos literarios del humor y la parodia. Esto no conviene dejarlo pasar. Y es efectivamente la convicción que se tenía ya desde sus tiempos de que ser un sujeto letrado o acentuar esa cualidad intelectualmente calificada conducía como consecuencia inexorable a la pérdida de la razón y convalidaba la condición de alienado o loco.

Se trata de lugares comunes, prejuicios verdaderamente lastimosos, tan naturalizados que la gente los considera o tabú para afrontar o bien los descalifica ligeramente tanto de modo jocoso, malicioso o bien con conmiseración sin reconocer sus implicancias ligadas o bien al dolor o bien a la expulsión de la comunidad desde el comportamiento de la discriminación o el estigma. A la larga por supuesto que esto suele resultar contraproducente porque cuando a quien efectivamente ejerce la exclusión le acontece el padecer o atravesar la dolorosa circunstancia de las tramas del sufrimiento ligadas a la enfermedad psiquiátrica, o acaso a alguno de sus familiares o amigos más entrañables les sucede que suelen quedar expuestos a un padecimiento doble, cuádruple, quíntuple. El propio, el que suponen que la sociedad les atribuye o las inviste y el que efectivamente la sociedad les propina, que no suele ser precisamente el más elegante ni el más favorable, aún para los que de más conquistados triunfos podían jactarse, que por lo general caen en desgracia así como pierden su (en principio) ganado renombre. En efecto, la caída en desgracia producto de un padecimiento psiquiátrico arrastra el descrédito social y arrasa con el descrédito. Lo que, bien visto, resulta un disparate. Está el sufrimiento destructivo que se padece y el que la alteridad inflige hacia el prójimo. En ocasiones investida de una existencia imaginaria, se supone les otorgará. Por último, la abierta exclusión social que, como vimos, no es padecimiento exclusivo de la enfermedad psiquiátrica sino de otros grupos. El chisme insidioso y dañino, lesivo y perjudicial atormenta tanto desde el orden de lo imaginario como desde la amenaza letal por propagación de información confidencial pero al mismo tiempo por desinformación o acaso dato deformante inconducente producto de lo que las voces han echado a rodar. La sociedad reacciona con el repudio o, como dije, el apartamiento dejando a ese sujeto a su suerte o en la más completa soledad desde el punto de vista de la socialización. Haciéndoles el vacío. La ignorancia respecto de la enfermedad psiquiátrica se suele mantener bajo la más estricta confidencialidad producto de una mal atribuida vergüenza. Cunde el ocultamiento, el pudor más absoluto, la hipocresía, lo que suele conducir más tarde o más temprano a un colapso peor aún que el originario por el que se estaba atravesando, producto de la enfermedad mental, que se ve agravada a causa de todas estas hipótesis que se manejan en la mente.

Quien estudia está formado e informado más que volverse loco. Piensa, acude a la reflexión, cavila, medita. Es un individuo que está capacitado. Posee los conocimientos y posee una formación acerca de una disciplina a partir de la cual decodificar la información o los datos de las realidad empírica de modo certero. Está provisto de recursos y herramientas para interpretar el mundo que lo rodea con discernimiento, para pensar con amplitud el universo social y la sociocultura, de hacerlo desprejuiciadamente, sin contradicciones en los mejores casos (es de desear), más que actuar de modo irracional, supersticioso o atribuir a esa dificultad que debe afrontar una persona de perder la razón como una maldición o como un castigo producto de los tratos con el demonio, al peor estilo medievalista. De modo que como expectativa conviene que cada uno sea un individuo que piense sin condicionamientos sociales sino ejerza el pensamiento crítico y lo haga de modo responsable. Sabe que lo que le sucedió al Quijote, no necesariamente tiene por qué ocurrirle a él. Muy por el contrario, conocerá en qué consiste el pensamiento confusional o las alucinaciones. Sabe en qué consiste el principio de realidad porque día a día lo pone en práctica. Será capaz de detectar algún síntoma y de inmediato actuar en consonancia para evitar algún mal mayor tanto en él como en un ser querido. Sabrá contener a alguien en esas condiciones. Prestará especial atención a esas circunstancias. Estudiará lo que le sucedió al Quijote en detalle, en sus dos tomos, que son muy largos pero muy provechosos de leer. Observa conductas. Detecta otras. Está atento a ellas y a los usos del lenguaje. Hace astillas preconceptos, en lugar de incorporarlos como verdades recibidas. Suele ser comprensivo (si de veras estamos hablando de estudiosos formados, informados y de humanistas, además de hombres o mujeres letrados, más cultos y de sólidos conocimientos conviene esperar de ellos que en varias disciplinas, no solo las Letras y los pongan en práctica a la hora de interpretar la sociocultura) y suele ser una persona más solidaria. Esto me han enseñado a mí mis estudios. Mis más grandes maestros universitarios. Mis lecturas (no solo del Quijote sino los instructivos trabajos que el filósofo Michel Foucault le consagró a la enfermedad mental en Francia durante el siglo XX). También en mi familia, que es gente decente, honrada y que se caracteriza por haberse formado e impartido la educación universitaria y la erudición, tuve acceso afortunadamente a un nivel de apertura descomunal para apreciar las distintas dimensiones del universo simbólico y material, lo que nunca dejaré de agradecerles a ambos padres y a mi hermano, quien por propiedad transitiva también la heredó, junto a quien hemos debatido multitud de temas, entre ellos este. Tales principios e ideas los he puesto a prueba en lo concreto en el día a día. Y les puedo asegurar que ha resultado ser de naturaleza mucho más útil y satisfactoria considerar al prójimo como semejante, que descalificarlo y dejarlo librado a su suerte por un simple chisme cuya fuente ni siquiera ha sido verificada o es de dudosa veracidad. Y en tal caso, aun así no me merece ni media palabra. Por el contrario, los estudios nos permiten ser, nada más y nada menos, que menos ignorantes, más comprensivos, más comprometidos con la sociedad, evitar el sufrimiento destructivo y ser más libres. La literatura, si la entendemos tal como de modo genuino ha sido concebida en sus orígenes, según su naturaleza ligada a la libertad de expresión, de realización y de potenciación de la imaginación por los grandes creadores, los grandes pensadores e incluso los científicos (porque para ser científico y crear hace falta disponer de imaginación) de la Historia del mundo, también lo hace. De otro modo deviene mera pose o cualidad errónea cuando no banal. Impostura. Defecto o abyecta condición. Lo demás suele ser charlatanería, ruido, verborragia, inexactitud. La más completa desaprensión hacia el semejante. Lean ese libro maravilloso cuya Primera parte fue publicada en 1605, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Y luego en 1615, con la aparición de la así titulada Segunda Parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Ninguna de ambas tiene desperdicio. Ambas son extensas en estos tiempos de prisas. Pero leyéndolas se aprende. Uno se divierte en tanto conjuga inteligencia, atención a un talento formidable con intensidad creativa. Cada tomo les dirá algo nuevo y algo distinto. Algo nuevo respecto de esta historia urdida por tramas del dolor que van de la más abierta maldad, la perfidia, con el matiz de la malicia hasta el más desdichado e inoportuno comentario. O, rescatemos la otra dimensión, la de la rigurosidad y los saberes. La solidaridad, la comprensión y la contención. En fin, se trata de separar, como siempre, a las personas que ejercen la reflexión de otras que ejercen el pensamiento irreflexivo, irracional o supersticioso. Estos últimos quienes, víctimas de su propia ingenuidad, también, creyendo estar avisados de las cosas del mundo, caen más tarde o más temprano en su propia trampa. La celada que ellos mismos le pretendieron tender a su prójimo tarde o temprano regresa como un boomerang tan doloroso como imposible de detener en su propio sufrimiento incalculable.

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