Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Habitar la violencia

Vengo de barrio bajo. Y por barrio me refiero a una zona urbana que hoy tiene más de un millón de habitantes, pero así son los números mexicanos. Aunque nací en la capital mi papá decidió que era mejor vivir en casa propia -la de mi abuela- y nos mudamos al municipio de Nezahualcóyotl, al oriente de la ciudad, en el Estado de México.

A la familia de mi mamá no le gustó nada la mudanza porque el lugar a donde íbamos tenía mala fama, por inseguro y porque se encontraba fuera de la capital en una parte de la ciudad en “crecimiento”, lo que se expresaba en sus calles sin pavimentar y problemas de abastecimiento de servicios como luz y agua en algunas colonias.

Durante mi niñez a papá lo asaltaban tan continuamente que para nosotros era normal. En alguna ocasión nos reímos porque papá había llegado a casa descalzo luego de haber sufrido un robo y en otra oportunidad los hijos de los vecinos intentaron asaltarnos con una pistola de agua a mi hermano y a mí.

En la tienda de la mitad de la calle alguna vez vi cuando pesaban una bolsa con polvo blanco, “es un kilo”, decía el dueño de la tienda, “¿completo?”, le preguntó el vecino. “Sí, completo”, respondió en tendero. Años más tarde hubo una persecución policiaca y uno de los vecinos murió justo frente a mi casa. Pese al acontecimiento, el resto de los colonos respetaban la manifestación de fuerza que ejercían esos vecinos en la zona, no por miedo, sino por seguridad: “Nos cuidan, si gracias a ellos no entra nadie a robar a la calle”, me dijo la señora de las quesadillas una vez.

En la primaria mis compañeros tenían problemas típicos de las villas miseria, que van de los maltratos psicológicos a los abusos sexuales. En la escuela, el hermano de un compañero amenazó con una navaja a otros para que les dieran su dinero del recreo, sólo tenía 10 años, pero luego de eso nadie quería estar cerca de él. Dejó la escuela, igual que su hermano mayor.

A los 17 salí de Neza. Mi ingreso a la Universidad y la mala relación con mi padre me obligaron, sobre todo lo segundo. Habité varios lugares como típica estudiante foránea de universidad. En 2011 llegué a habitar un departamento en el barrio frente a Ciudad Universitaria al sur de la ciudad. Una zona que en la década de los setenta llegaron a invadir cientos de familias en una sola noche, para habitar sobre piedra volcánica y que años más tarde se formalizó.

El departamento eran dos cuartos habilitados con salida propia, pero todo arcaico. Un cuarto hacía las veces de cocina, sala y comedor al mismo tiempo, pero era ideal porque quedaba a cinco minutos de Ciudad Universitaria y para mis clases de 7 de la mañana fue una gran opción. Poco tiempo después de llegar ahí, nos sorprendió la visita de la policía. Investigaban un homicidio y entraron al departamento a tomar muestras del piso, del baño, de las paredes. Buscaban sangre o huellas o algo que les permitiera encontrar culpable al chico que vivía ahí antes que yo.

Esa misma tarde, luego de googlear, me di cuenta que habitaba en el departamento de la última persona que había visto con vida a Adriana Morlett, una estudiante de Arquitectura de la UNAM que había sido asesinada en 2010. Quedé un poco inquieta. El anterior inquilino de mi departamento era sospechoso de homicidio de una chica de mi edad, pero la justicia no había podido comprobar nada. A la fecha no hay nadie detenido por el asesinato.

De la colonia Ajusco frente a Ciudad Universitaria me mudé a la Narvarte, una colonia en la zona centro-sur de la ciudad donde habita gente de clase media, hasta hace unos años podría haber sido catalogada como tranquila, sin embargo, en julio de 2015, un multihomicidio cimbró a la ciudad y a los colonos. El asesinato de un periodista, una activista y otras tres personas incluidas una trabajadora doméstica, acabó con la tranquilidad de la zona y comenzó a debatirse sobre el ingreso de un tipo de violencia que se había mantenido “alejado” de la capital del país. Aunque ciertamente sólo no se había hecho patente en una colonia de clase media y es por eso que ahora importaba más.

El asesinato de estas cinco personas y la forma en que se llevó a cabo el homicidio comenzó a hacer más visible la violencia que ya se había hecho presente en la ciudad, pero que no se manifestaba con rigor porque atacaba a sus clases bajas que importaban poco o nada para los medios de comunicación y las autoridades. Los siguientes meses otros casos se volverían emblemáticos también, hasta llegar al feminicidio de Lesvy, una joven que fue hallada con signos de tortura en una cabina telefónica dentro de Ciudad Universitaria. Diversas irregularidades marcaron el caso que aunque mediático, no terminó por resolverse con claridad.

Esta realidad es apenas una pincelada de lo que sucede en la ciudad. El aumento de los feminicidios en el Estado de México ha dado cuenta de lo endeble que es ser mujer en la periferia de la metrópoli, el crecimiento de la inseguridad en las calles y la opacidad con la que las autoridades manejan los casos hacen que habitar esta urbe sea un acto de suerte.

Los datos que se expresan en la ciudad sobre asaltos, feminicidios y asesinatos es abrumadora así como la experiencia de mujeres jóvenes, a veces niñas en la periferia de la ciudad. El problema está en que habitamos con más o menos una normalidad que se manifiesta en la continuidad de habitar la ciudad. Porque es normal que te asalten, es normal que mueran mujeres violentadas por algún conocido, es normal la corrupción revestida de burocracia, es normal que la ciudad se inunde cada año por las lluvias, también que aparezcan socavones en pleno centro de la ciudad y que la culpa sea de nadie. Es normal. Y ese es el problema.

Hey you,
¿nos brindas un café?