En un estudio pequeño, cálido y perfumado, que difícilmente recibe a más de quince personas de las que vienen a deslastrarse de lo que les pesa o duele o porque quieren estirarse y llegar más lejos, ofrecen clases de yoga, todos los días de la semana a varias horas del día. Con un módico precio paquete puedes ir todos los días según te acomode el horario, y aunque puedes coincidir en ocasiones con la misma maestra, cada clase es una sorpresa. No solo porque sucede en el tono de la voz y ritmo particular de cada maestra, sino porque la secuencia nunca es igual ni que se trate de las mismas posiciones. Tampoco los que asisten son siempre los mismos, la energía es siempre distinta, y siempre buena, de suerte que es muy posible lograr poner el cuerpo en conexión con los distintos lugares del alma, la conciencia y la salud, si te lo tomas en serio. Las maestras, todas de hermosa juventud y fácil sonrisa, esgrimen sin estorbo su inocente generosidad. Y sucede de manera evidente que nunca somos los mismos desconocidos al salir de la clase de yoga. Y para colmo, el estudio queda a pocas cuadras de mi casa.
Al principio acudíamos pocas mujeres de todas las edades y proveniencias, pero ahora se ha regado la voz y se llena de gente. Entre esas gentes nuevas ahora asisten también varones, de todas las edades y proveniencias como corresponde a una ciudad como Nueva York. Por eso he podido notar que los varones más jóvenes ocupan más espacio. Es más, ocupan un espacio enorme, y no porque son más grandes sino porque respiran más fuerte, suenan más, y despiden una energía que se despliega varios centímetros más allá de su cuerpo y su estera o mat, como comúnmente se le llama en el español que se habla por aquí.
Me atrevo a generalizar en relación a que los hombres jóvenes que asisten a mi estudio de yoga, son una presencia que difícilmente se aquieta ni aun cuando se relajan, buscan su espacio cada vez mas allá, con un apetito competitivo se esfuerzan hasta el extremo, y llenan el lugar con una ambición para la que parecieran estar programados. Debo decir también que, aunque pueden llegar a resultar fastidiosos, conmueven y se respetan.
Pero ayer el que era joven varón era el profesor. Y esta historia se torció. Mi amiga y vecina con la que frecuentemente voy a las clases, tardaba en llegar y me pidió que le reservara un puesto. Le dispuse un mat al lado del mío. Al poco rato llegó una mujer joven de carterita muy buena imitación Chanel y belleza peso pluma de modelo, que me preguntó si ese mat a mi lado estaba disponible. Una pregunta rara, de verdad ¿podía ella pensar que ese mat estaba allí puesto esperando a que ella lo usara? ¿O esta era su primera clase de yoga en la vida? Le dije que el mat era de una amiga que estaba por volver.
Empecé a esperar a mi vecina con más apuro entonces, el mat que reservaba su puesto, ahora puesto en evidencia, además la clase ya iba a comenzar. La joven en cuestión se hizo de un mat, como todos los demás, y se detuvo entonces justo al lado del mat reservado a mi vecina, como sin saber qué hacer. Su gesto superó mi capacidad de concentración a pesar de que tenía los ojos cerrados, pude sentir su malacrianza, pero me mantuve quieta. Ella al ver que no lograba perturbarme, me pidió que, si por favor podía rodar el mat a un lado, para ella poner el suyo justo donde estaba el de mi vecina. Confieso que me costó contener el disgusto. Rodé el mat de la discordia, aunque también le indiqué los muchos otros sitios que aun libres podían servirle para ubicar su mat.
Pasaron aun unos minutos más y mi vecina que no llegaba, como para darme tiempo de sentirme avergonzada por mi intolerancia. Mi incomodidad se volvió urgencia cuando entró el profesor, mi vecina aún ausente, su mat vacío a mi lado. Antes de lograr concentrarme en eso de limpiar mi mente, me puse a pensar en que iba a tener que pedirle disculpas a la joven fastidiosa por haber reservado un espacio sin necesidad.
El profesor tenía una voz bien templada, sus gestos seguros, su ritmo indiscutido, empezó la clase bien. Y al cabo de unos minutos entró mi vecina y se incorporó rápida a la secuencia de movimientos. Me sentí aliviada y pude por fin concentrarme en lo mío. Hasta que escuché la voz del profesor susurrando cerca. Luego de nuevo y de nuevo otra vez, alinea tu rodilla, pon tus hombros paralelos, abre las caderas… la que abrió los ojos fui yo para entender que el profesor estaba corrigiendo la posición del meñique de la joven de la carterita Chanel. ¡Ese era el nivel de detalle! Esmeros que se prolongaron por toda la hora de clase.
De pronto, mi vecina irrumpió en llanto. Un llanto que conozco, de esos llantos guardados, tan honesto como inevitable. Sus lágrimas provenían del vientre, ella abierta de yoga, ya no le podía negar el espacio al dolor que clamaba por salir de su útero herido después de la pérdida. Mi vecina, felizmente casada y con muchas ganas de hacer familia, luego de su segundo embarazo, venía de sufrir una segunda pérdida. Pude sentir claramente su quebranto y pensé que le hacía bien llorar a mares. Ella incluso se levantó a buscar unos pañuelos desechables para reparar la humedad de su desconsuelo. Era imposible no notar su conmoción, aunque no era cuestión de corregir ni acompañarla, sí era cuestión de honrarla. Pero el profesor estaba demasiado ocupado en corregirle la dirección del cuello a la joven ya mentada.
Una de dos: o todas las demás asistentes éramos unas yogis profesionales o éramos invisibles y despreciables a los ojos del profesor. Me sentí ofendida. Irrespetada. No estábamos siendo tratadas con justicia. Al comentarlo con mi vecina, me corroboró con creces la situación desagradable ocurrida en clase, a pesar de que ella estaba tomada por sus propias tribulaciones, luego de ya recuperada su calma.
El disgusto insospechadamente me acompañó un día después de modo que alcanzó a tener espacio en estas líneas. Y aun más. Porque lo que sigue ocurrió después de estos primeros párrafos. Volví al estudio por mi clase, y la maestra resultó ser extraordinaria, amorosa, un enunciado viviente de lo que promueve la práctica del yoga, creas o no en espiritualidades venidas de lejos, lo que sí es cierto es que cuando se da desde el corazón, el corazón que recibe, lo sabe. Y eso ocurre en las relaciones amorosas, en la relación entre actores y espectadores, en las familias, las oficinas, los gobiernos… Salimos tan contentas de la clase. Mi vecina me invitó a que le hablara a la maestra que es además quien coordina el estudio, de mi disgusto del día anterior. Quise evitarlo por resguardar el bienestar que sentía, pero insistió y le conté lo que había sucedido con el profesor. Mi vecina completó el cuento con aun más detalles de los que yo había percibido. La maestra acusó recibo.
Justo después me empecé a sentir mal. Traté de entender de dónde provenía mi malestar, pensé en las veces en que yo había estado en el lugar de la joven de la carterita imitación Chanel, y recordé las veces que pude escapar de la responsabilidad de ser cómplice de una injusticia a cambio de un halago fácil y la pensé a ella también culpable… Al llegar a mi casa me sentía aun peor, invadida por el desagrado de haber tenido que hablar mal de alguien, pues haciéndolo siembre uno se arriesga a ser puesto en duda, pensando en las consecuencias que eso podría acarrear en cuanto a la dulce simpatía con la que siempre me he sentido recibida en el estudio… Hasta que logré entender que ese desagrado estaba hecho de la misma cobardía de la que están hechos los silencios que terminan por volverse asidero de todos los maltratos. Es justamente ese dejar pasar por evitar el conflicto, lo que alimenta la injusticia y la hace crecer hasta niveles monstruosos. Y aunque no es ese el caso del desliz básico y tonto del profesor de yoga, es en los pequeños detalles donde se siembra la fortaleza con que se pueden luego asumir las grandes cosas. ¡No se dejen, que para luego es tarde!