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Goya en Burdeos, Saura en Madrid

¿Qué hacer frente al desmoronamiento de un país, cuando se es testigo de los engaños, las rencillas, la corrupción, la avaricia y las ansias de poder; cuando todo lo que se hace destruye, quiebra, fragmenta a una sociedad que se pretende civilizada?

Aquella es una pregunta que puede surgir viendo Goya en Burdeos (Carlos Saura, 1999). Saura obtuvo un premio Goya cuando ¡Ay, Carmela! (1990) ganó mejor película, director, guion y actores. Desde entonces el director de Goya no recibió más goyas.

 

Rembrandt y la carne

La película cuenta la fase final de la vida de Goya, el sufrimiento del pintor por la llegada de la guerra a su país, y con ella sus pesadillas, sus demonios, y la mirada sobre su vida desde la vejez, la sordera y el dolor. Goya fue, a su pesar, uno de los testigos más cercanos de la destrucción de un país que se hundía en la ignorancia y el hambre, una monarquía decadente, la inquisición y las traiciones internas y externas. La invasión francesa a España dejaría tras de sí solo muerte. ¿Cómo ver desde dentro el despedazamiento de España, el pico de horror y sufrimiento de quienes estaban allí entre mercenarios y crueles oportunistas? Saura lo narra estéticamente  desde las entrañas de lo humano, desde la tierra, el suelo, la carne: con el cuadro El buey desollado (1655) de Rembrandt presenta la historia de España durante las guerras napoleónicas y con ella, la historia de quien enfermó vaticinando y denunciando las atrocidades a su alrededor.  

Así comienza Goya en Burdeos: con una escena que reproduce el cuadro de Rembrandt. Un largo plano que inicia en el suelo y muestra la sangre y cabeza del buey, que luego vemos siendo elevado lentamente y quedar suspendido. El buey cuelga desollado, alzado, abierto. A medida que nos acercamos vemos las vísceras escurrirse y con un fundido transformarse en el rostro del anciano y enfermo Francisco de Goya, el actor Francisco Raba, de maravillosa y cadenciosa voz, de interpretación impecable. Y entendemos cómo a la carne, como dice Hélène Cixous, la llamamos así porque queremos olvidar la muerte.

Desde su enfermedad y justo antes de su exilio, cuenta Saura que Goya se encontró en Madrid en la Quinta del Sordo, pintando de noche en las paredes del comedor, a la luz de las velas, y mientras, su obra ilustrada con la presencia romántica de la naturaleza, con tormentas fortísimas que despertaban a su hija Rosarito, quien aparece con intermitencia para ponerse en el lugar nuestro, de escucha, de pretender que no conocemos la historia que se nos ha contado ya decenas de veces. Goya recuerda entonces cómo se quedó sordo, su complicado ascenso hacia la Corte de Carlos IV, sus retratos, litografías, sus famosos Caprichos y Desastres de la guerra, y su relación con la Duquesa de Alba (la provocativa Maribel Verdú), su único amor, arrebatada de su vida al ser envenenada por la reina, y quien reaparece en los recuerdos, sueños y alucinaciones del pintor, vestida de negro como la parca, revelándose en escenas oníricas como una figura oscura y acompañada siempre por la misma música. A esto siguió el exilio en Burdeos, Francia —hogar de los invasores enemigos— y la certeza de que moriría dejando su país en condiciones deplorables.

 

Autorretrato

Saura y el maestro Vittorio Storaro, dúo maravilloso, presentan esta obra de arte contando la historia de España desde su música, teatro, pintura, danza, entrañas, como las del carnero que cuelga al inicio de la película. La puesta en escena es teatral, la composición de los encuadres es pictórica —la luz, mágica—, toda la película es una pintura en movimiento. La música y la danza se unen en el flamenco y el baile de la jota, típico aragonés, lugar que además vio nacer al pintor. Todas las artes encuentran su lugar en esta película sin opacarse, hermosas por sí solas y en conjunto al mismo tiempo. Un espectáculo visual hipnotizante.

Emile d’Erlanger, el barón enamorado de la obra de Francisco de Goya, salvó tras la muerte del artista las Pinturas negras de las paredes que iban ser demolidas en la Quinta del Sordo y las hizo montar sobre telas. Compró la vieja casa y se llevó las telas a París para regalarlas al Louvre. Los mejores críticos y expertos, entregados en alabanzas al Impresionismo, no vieron en ellas más que la expresión de una fealdad monótona, y el barón, indignado, regresó a Madrid y donó los cuadros al Museo del Prado. Tal vez, como dice el autor francés Jean-François Chabrun, se haya requerido de un francés para devastar España, y de otro para salvar una de las series de cuadros más importantes de la historia del arte.

La película Goya en Burdeos es todas las artes combinadas en armonía, sin dejar de ser cinematográfica ni por un instante: el sueño de un grupo de franceses que quisieron hacer del cine un arte intentando asemejarlo a las otras artes, hecho realidad —con propiedad, ingenio y belleza— por un español y un italiano.

¿Qué hacer frente al desmoronamiento de un país, cuando se es testigo de los engaños, las rencillas, la corrupción, la avaricia y las ansias de poder; cuando todo lo que se hace destruye, quiebra, fragmenta a una sociedad que se pretende civilizada? El Goya de Saura recurrió a sus maestros: Rembrandt, Velásquez, y la naturaleza. Y dijo ya agotado, en su lecho de muerte, algo que a pesar nuestro resuena con cercanía: “Qué época más siniestra nos ha tocado vivir. Yo hubiera querido otra cosa para mi país. Pero la ignorancia, las intrigas y las corruptelas se adueñaron de todo”.

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