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George Steiner y el fracaso del logos

A los casi noventa y un años, falleció en Cambridge (Reino Unido), el pasado 3 de febrero, el filósofo, crítico y teórico literario francés George Steiner. El impacto de sus tesis en el pensamiento contemporáneo, especialmente europeo y norteamericano, es innegable, al punto de que resulta casi imposible leer a los grandes pensadores y críticos contemporáneos sin que el apellido Steiner aparezca en sus páginas, bien para defender sus postulados, bien para contrariarlos.

Aunque pudo huir de Francia y del nazismo a sus tempranos once años, Steiner fue un testigo de excepción del siglo de la Shoá. La cuestión del Holocausto marcó profundamente su manera de entender la cultura moderna. Su honesta sensibilidad le bastó para comprender —tan profundamente como si la hubiese experimentado de primera mano— la tragedia del exterminio nazi; también las implicaciones que esta tendría, durante la segunda mitad del siglo, en el fracaso del logos —entendido en sus dos acepciones: ‘palabra’ y ‘razón’— como contenedor civilizatorio de la barbarie.

En Los logócratas, por ejemplo, Steiner reflexiona sobre un origen teológico y trascendente del lenguaje, según el cual «el hombre no es el amo del lenguaje, sino su esclavo».[1] Quizás por ello daría comienzo a uno de sus libros capitales con aquella frase tan poco ortodoxa en un crítico: «La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor».[2] Para Steiner, la crítica no era el simple acto de explicar la obra literaria, sino el problema ontológico —palabra que en su entrevista póstuma calificaría de «pomposa»— de vivir dicha obra:

Al terminar de leer una obra no somos los mismos que cuando la empezamos […]. Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores.[3]

Steiner, como crítico, era de los más exigentes, pues planteaba a bocajarro que la labor del crítico no era distinguir entre buenas y malas obras, sino entre las buenas y las mejores, con lo cual quedaba reservado para el estudio profundo de las obras maestras.

Al respecto, la intuición de Steiner sobre la tragedia final de Tolstoi, esto es, la conceptualización de Guerra y paz y Ana Karenina, por su autor, como una muestra de arte malo, en el sentido de que «habían sido escritas en un tono y eran leídas en otro»,[4] me parece que abre un espectro de análisis crítico con el cual estamos en deuda, y que nos permitiría comprender más profundamente otros fenómenos menos universales como, por ejemplo, el del poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre, sobre el cual se suele despachar con extremada ligereza el asunto de la poca aceptación de su obra entre sus lectores de entonces cuando se la califica de extemporánea por adelantada a su tiempo.

Steiner no fue solo un teórico y crítico literario, y un filósofo. Fue, además y por sobre todo, un pedagogo, faceta poco realzada por estos días de merecido homenaje. En Lecciones de los maestros, él pasa revista a los grandes maestros de Occidente, varios de los cuales ni siquiera hablaron o fundaron escuelas pedagógicas, pero que dieron testimonio de su pedagogía.

La mente, siempre aguda y brillante, de Steiner iba, sin embargo, más allá de los clásicos enfoques de la didáctica moderna, y veía en la relación maestro-discípulo una tríada de factores que él resolvía de un modo un tanto hegeliano: 1) el poder docente sobre el discípulo, 2) la sedición discente contra el maestro y 3) el amor recíproco entre maestro y discípulo (¿valdría decir la dilección socrático-platónica?) como síntesis de los anteriores.

Debo confesar que siempre me interpelará el inicio de Lecciones de los maestros: «Después de pasar más de medio siglo dedicado a la enseñanza […], me siento cada vez más inseguro en cuanto a la legitimidad, en cuanto a las verdades subyacentes a esta “profesión”».[5] Las razones por la que el maestro francés entrecomillaba la palabra profesión son muy largas de explicar aquí, pero tienen que ver con su incomodidad respecto del origen trascendente y teológico que él le atribuía al lenguaje (que, como dijimos, desarrolló en Los logócratas). En lo personal, y ahora que apenas he cumplido treinta años en la docencia, me pregunto también cuánto de legítimo tiene lo que hacemos en un aula de clases.

Steiner también fue un narrador excelente, aspecto que quizá fue opacado por su descomunal producción teórico-crítica. En Las profundidades del mar, pone voz ficcional a su tesis del logos usurpado, entre otros intereses académicos. Por cierto que la fuerza telúrica de algunos pasajes del relato «El traslado de A. H. a San Cristóbal» me recuerda a Horacio Quiroga. Un grupo de cazadores judíos encuentran a un posible Adolf Hitler en la selva amazónica, ya nonagenario; al no conseguir superar la adversidad selvática para llevarlo a San Cristóbal y entregarlo, deciden juzgarlo allí mismo ignorando la advertencia del jefe del grupo en Tel Aviv, Emmanuel Lieber: «Si le dejáis hablar os engañará y escapará. O encontrará una muerte fácil. Su lengua no tiene igual».[6] Al final se cierne sobre ellos la tragedia.

Este es el gran tema de Steiner: el fracaso del logos. Quizá en ningún otro libro esté mejor explicado que en Lenguaje y silencio. Fue la obra por la que conocí al filósofo francovienés, y la que más me ha impactado. Este fracaso comienza con lo que Steiner llama el abandono de la palabra y que sintetiza así:

Hasta aquí he argumentado que hasta el siglo XVII la esfera del lenguaje abrazaba casi la totalidad de la experiencia y de la realidad; hoy su ámbito es mucho más estrecho. Ya no se articula con todas las modalidades principales de la acción, el pensamiento y la sensibilidad, ni tiene que ver con todas ellas […]. El mundo de las palabras se ha encogido.[7]

Steiner se refiere no a la reducción léxica, sino al avance de otros lenguajes no verbales y sublenguajes —la mayoría de ellos, códigos científicos—, con los cuales la sociedad se estaría expresando. Hay, sin embargo, otro aspecto concomitante con este —que guarda relación con el reclamo wittgensteiniano sobre la imposibilidad discursiva respecto de la ética/estética— y es el del lenguaje usurpado por la barbarie.

Para Wittgenstein, era imposible construir una «proposición» cuyo referente fuera la ética o la estética (ambas categorías casi idénticas para el filósofo del lenguaje); por tanto, dicha imposibilidad del lenguaje se resolvía en un silencio ante aquello de lo cual nada puede decirse. Sospecho que Steiner trasvasó este planteamiento a la ausencia de la ética/estética que él asumía como propia de la barbarie.[8] Así, del abandono de la palabra pasamos, según el maestro francovienés, a la traición de la palabra:

En otra parte he tratado de mostrar, al referirme a la situación del idioma alemán bajo el nazismo, lo que la bestialidad y la mentira política pueden hacer con un lenguaje cuando este se ha separado de las raíces de la vida moral y emocional, cuando se ha osificado con los clichés, las definiciones acríticas, las palabras inútiles. Sin embargo, lo que le aconteció al alemán está aconteciendo por doquier de modo menos espectacular.[9]

Quedó, pues, al final, la crueldad nazi ataviada con un lenguaje que la justifica; la evidencia del estupro perpetrado contra la dignidad del logos. Y Steiner se pregunta qué hicieron las universidades y centros del pensamiento en aquella Alemania por evitarlo. Casi nada. Pocas veces ha habido mayor concubinato entre una profusión tal de palabras/razón y la barbarie. Steiner lo dirá en una frase lapidaria: «Lo inefable fue hecho palabra una y otra vez durante doce años».[10] Y mientras esto pasaba, nos advierte, éramos disminuidos en nuestra humanidad (quizás en el sentido de la Meditación XVII de John Donne). Y mientras esto pasaba, nos advierte, guardábamos silencio, pero no el silencio del poeta que anticipa la revelación fulgurante, sino el silencio infértil del lenguaje de las tinieblas… muy lejos del silencio elegido de Wittgenstein; muy cerca del fracaso del logos.


[1] George Steiner, Los logócratas, trad. de María Cóndor (Madrid: Siruela, 2017), sección 1. http://bit.ly/2ve5JeS

[2] George Steiner, Tolstoi o Dostoievsky, 2.ª ed., trad. de Agustí Bartra (Madrid: Siruela, 2002), 13.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd., 287.

[5] George Steiner, Lecciones de los maestros, trad. de María Cóndor (Madrid: Siruela, 2016), 11.

[6] George Steiner, En lo profundo del mar, trad. de Daniel Gascón (Madrid: Siruela, 2016), sección 6. http://bit.ly/2OAoaRS

[7] George Steiner, Lenguaje y silencio, 2.ª ed., trad. de Miguel Ultorio (Barcelona: Gedisa, 2006), 41.

[8] En algún lugar ya he discutido sobre este asunto discrepando de que la barbarie no tenga una ética/estética propias, si bien diferentes y cuestionables, en conflicto con las éticas/estéticas de la civilización.

[9] Ibíd., 43.

[10] Ibíd., 120.


Jerónimo Alayón Gómez: Poeta, narrador y ensayista. Editor independiente y corrector textual – https://jeronimo-alayon.com.ve/

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