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Adrian Ferrero

Gabriel Báñez: el otro Gabriel

“No se enamoren de las palabras, enamórense del lenguaje”. “Escribir una novela es como estar enamorado”. Estas dos frases las dijo (las disparó, las detonó, aún las recuerdo como dos martillazos), Gabriel Báñez en dos noches distintas de los tempranos años noventa, en que asistía a sus talleres. “Empezar una novela es como estar enamorado”. Yo sabía perfectamente lo que era estar enamorado. Pero no sabía lo que era escribir una novela. Y la vez que la escribí, muchos años después, en 1997, fue cualquier cosa menos estar enamorado. Quizás porque fue la primera. Y, ya se sabe, la primera vez en cualquier cosa no es la mejor. Pero esa es otra historia. Lo cierto es que esa frase de Gabriel: “Escribir una novela es como estar enamorado”, la entendí estando divorciado y cuando estaba escribiendo mi tesis doctoral. Estaba en una encerrona, no sabía cómo proseguir un capítulo. Y sin proponérmelo, tuve una revelación inesperada, se abrió una puerta insospechada hacia el mundo de lo que se ignora pero se tantea en la oscuridad. Sólo faltaba seguir esa pista. Y sentí una especie de cosquilleo en el estómago, muy parecido a ese rumor sensitivo, interno, que uno experimenta en los primeros síntomas del amor, como aparecen en El amor en los tiempos del cólera (1985). Una tesis, quién lo ignora, es, bien mirada, otra forma de la narración. Constituye el relato de una pesquisa. Y es una forma de la ficción. Arborescente, extensa, por momentos angustiante, por momentos eufórica porque uno ha dado con un hallazgo inesperado que enriquece notablemente las hipótesis, por otros desalentadora. Y sentí que estaba escribiendo, en ese momento, como quien dice, “en estado de enamoramiento”. Enamorarse del lenguaje, escribir una novela es como estar enamorado. Evidentemente Gabriel era enamoradizo. Sí, definitivamente.

Tengo recuerdos entrañables de Gabriel. Con él me formé como escritor. Él me enseñó lo decisivo que era el proceso de corrección y revisión de un texto literario. Por lo tanto, me enseñó a leer mis propios textos, me enseñó a leerme. Lo que no es poco. A leerme críticamente. También, claro está, verlo a él, firme, bien plantado –frente al lenguaje y frente a sus alumnos-, nos serenaba. O al menos a mí me serenaba. La dosis justa de audacia y contundencia que alguien debe tener para ser lo que quiere ser y contagiar a otros de esa gracia.

La primera vez que lo conocí fue en la casa de su madre, donde impartía sus talleres de escritura creativa. Me hizo una entrevista. Fue gentil. Pero también severo. Sus alumnos escribían, sobre la mesa de un enorme living. Supongo que allí habrá tanteado un poco mis lecturas, mi experiencia en el oficio (o mi inexperiencia, para el caso) y, quizás, si había algún atisbo de futuro en ese primerizo tímido e inseguro aprendiz. Pero apostó a mí. Había pasado la primera prueba. No sé si le habrá gustado o no que yo estudiara Letras en la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). No me dijo nada en ese momento. Lo que sí me dijo una vez, hablando de un profesor insufrible de la Facultad que ambos conocíamos, que a mí me caía bastante mal porque había sido muy descortés conmigo siempre, fue una frase muy sabia: “No te pelees con Equis”, en un tono de ternura, casi de desdén. Como si no valiera la pena pelearse con académicos (y con ese en particular). Como si él supiera perfectamente lo que era escribir. Y que él esperaba que algún día yo también lo supiera. Que lo demás, como quien dice, es silencio.

No tengo tan presentes sus clases pero sí que se leían y se discutían mucho los textos de cada uno de los asistentes. Que todos opinábamos. Que era importante que lleváramos textos cuya iniciativa de escribirlos hubiera sido nuestra, no inducida por consignas. Y también tengo presente una vez un texto a máquina (sí, yo soy de la era de la máquina eléctrica, debidamente estudiada en las academias PITMAN en un curso de dos veces por semana muy útil por cierto) al que él le hizo subrayados y otro al que le puso el título, porque yo no daba con él.

Leímos con Gabriel a Truman Capote (¿cómo olvidar Desayuno en Tiffany’s (1958), Los adioses (1954) de Onetti o un cuento brillante de Silvina Ocampo, “La cara en la palma?), elogió Amatista (1989) y Músicos y relojeros (1971) de Alicia Steimberg, lo que por supuesto en algún momento de mi vida, muchos años más tarde, hizo que los leyera, y confirmara su olfato. También fueron dos novelas con las que yo trabajé en estudios académicos. Lecturas fechadas pero que remiten a un universo rioplatense, por un lado. Por el otro, a un cierto espíritu iconoclasta, de rebelión, de transgresión. Incluida Silvina Ocampo.

Pero regresa esa frase: “Escribir una novela es como estar enamorado”. Me resulta una síntesis perfecta, porque nadie podría objetarla. Todo el mundo sabe (bueno, o casi todo) lo que es estar enamorado. Eso ya garantiza una certeza. Y la mayoría de la gente ignora lo que es escribir una novela. Por lo que también por ese lado la definición es un acierto. Porque es engañosa, como un narrador de Faulkner, del que uno no puede fiarse del todo. Esa definición, en todo caso, era otra forma de la ficción: decía la mitad de la verdad (la más importante, pero también la más obvia) y escondía la otra mitad (la más compleja ¿en qué consistía escribir? ¿cuál era su secreto enigma?), como dicen los expertos que hace Hemingway en sus cuentos. Era una frase definitivamente conquistadora.

Gabriel fue el primero en publicar mis artículos y cuentos en el diario El Día de La Plata y, por lo tanto, me permitió ser leído. Y no me hacía demasiadas preguntas. Al principio sí, me dio libros él mismo para que reseñara. Pero eso sucedió en tres oportunidades. Luego: vía libre. Yo le llevaba lo que había escrito, él lo miraba, veía si le gustaba y lo publicaba. Confiaba en mí. Y eso fue crucial, decisivo, como quien dice, para sentirme, de una vez por todas, que podía ser escritor alguna vez, que era lo que yo necesitaba que alguien por fin me dijera. Gabriel Báñez fue quien me dijo (tácitamente, implícitamente) eso: “sos escritor, ponerte a escribir, publicá libros o artículos”.

Leí sus libros ¿cómo no iba a leerlos? Sobre todo en estos últimos años. De hecho tengo todos. Hasta el primero, Parajes, (1977, que alguien debería leer en clave de la dictadura militar argentina de por entonces) que está agotado (supongo que agotadísimo) y que hice malabarismos para conseguir una mañana de 2013 en Buenos Aires gracias al auxilio arcangélico de mi hermano Diego. No voy a hacer aquí en un retrato, por llamarlo de modo algo pomposo, en un dispositivo anodino, como el de ejercer la crítica literaria cuando estoy evocando a una persona entrañable. Pero sí me gustaría decir que Gabriel publicó en las mejores editoriales del país (Sudamericana, de la Flor, Atlántida, Mondadori, entre otras) y que ganó premios importantes. Fue traducido. Fue un caudaloso novelista y un esporádico pero brillante cuentista (fueron compilados y editados en un diminuto volumen que contiene tres de ellos, bajo el título El circo nunca muere, en 2012, con contratapa de Luis Chitarroni). Sus libros suelen ser de un humor, que hace que la realidad más cruel se vuelva desopilante. También es un humor ácido, corrosivo, que descoloca. Pero tiene encanto. Es capaz de crear pequeños universos inquietantes, como el de su novela Los chicos desaparecen (1993), que fue llevada al cine. O reírse a de la solemnidad de la instituciones literarias, como en Cultura (2006). O imaginar hipótesis fabulosas pero también descabelladas, como Paredón, paredón (1992). Miren, si parece joda, escribo esto y ya me dan ganas de salir corriendo a leerlo. No fue un escritor todo lo premiado que hubiera merecido alguien de su talla. Pero fue importante el reconocimiento que le llegó en 2008 el Premio Internacional de Novela Letra Sur por La cisura de Rolando. Es un libro que tengo releído.

Otra escena, ya fuera del contexto del taller: en su casa de Gorina, su familia presente. Fin del “ciclo lectivo”, por llamarlo de alguna manera. Asado, choripanes, los compañeros del taller, él en la parrilla, y ese aire de cierta Juvenilia que se respiraba aunque uno ya tuviera sus años. En esas reuniones sin embargo no estábamos allí para hablar de libros. Ni de los nuestros ni de los ajenos. Tampoco de la escritura. Se hablaba de la vida. Se tomaba vino. Se reía. Sobre todo se reía.

Y mucho después, ya lejos de su taller (pero no distanciados) cuando yo era otro. Trabajando de profe, fui convocado para publicar un cuento en una antología. Él me había recomendado. De modo que debo muchas cosas a Gabriel. Nada menos que mis primeras publicaciones. Un modo de leerme. Lecturas. Qué quitar y qué dejar a la hora de corregir un manuscrito. Miren si no ha sido capital en mi vida. Él logró lo que alguien que escribe es importante que sepa: que puede ser un escritor y hasta debe toda su vida luchar por superarse para ser mejor aún de lo que es. Porque un escritor, en especial, es alguien que escribe. Pero también alguien que publica. Y no me vengan con ese cuento de Salinger. O que Pessoa y Kafka dejaron valijas de libros inéditos.

Una vez me dijo: “¿Sabés Adrián qué hago yo cada fin de año y comienzo de Año nuevo? Voy a mi computadora y escribo una frase en la novela que tenga empezada en ese momento”. Es un gesto algo fetichista, preciso es decirlo, pero ¿qué gesto caprichoso en torno del acto de escribir no lo es? También, me parece, un gesto interesante. Porque ratifica esta consagración de Gabriel a un oficio que no era solamente un trabajo sino un estilo de vida. Se parece bastante a un acto de fe. Y en un Año Nuevo escribir una nueva frase en una nueva novela, garantizaba que iba a haber, digamos, no un nuevo año. El Apocalipsis no tendría lugar, profetizaba esa frase singular.

Cuando quiero voy a mi biblioteca, tomo un libro suyo y lo leo. O releo, como me pasó con su última novela, La cisura de Rolando (2008). Recientemente leí sus cuentos reunidos: bellas miniaturas de un novelista que jamás oculta su pasión por la poesía narrativa.

Pienso que Gabriel fue una verdadera isla en la ciudad de La Plata. Y este carácter insular lo evidencia la calidad de su prosa, de su trabajo y de formar gente, de trabajar como editor, como periodista. Fue un verdadero operador y gestor cultural, además de un artista. No sé por qué pero pienso, cuando pienso en Gabriel, en el otro Gabriel, Gabriel García Márquez. Había un sabor (y por momentos, por qué no decirlo, un sinsabor) que sinceramente no estoy en condiciones de discernir, porque sólo se me ocurre a mí posiblemente, y se me manifiesta en la cadencia, en el vigor, en los universos piadosos, crueles también, pero felices que crean, en las pasiones que desata el amor en las ficciones de sus personajes que mueren o matan por amor. Pero también en ellas pueden suceder sucesos violentos y hasta grotescos. En parecidas palabras puedo leer a ambos. Y a ambos los separaba mucho también. Pero también mucho los unía. Periodistas, escritores, narradores.

Gabriel era muy consciente de la mediocridad cuando la percibía. Tenía ese radar misterioso que a los talentosos les sirve para despegarse de la tontería. Pero también para detectar el talento.

La relación con Gabriel fue la de un maestro y un discípulo que, primero con sus incipientes tanteos vocacionales, él va logrando encauzar hacia un ¿oficio? ¿arte? ¿ambas cosas? que le eran muy caros. Y en este gesto generoso (que no solo tuvo conmigo, sino que fue generalizado entre quienes con él se formaron) hubo una convicción de la que nos empapó que consistía en que para escribir bien hacía falta trabajo. Trabajo de lectura. Trabajo de escritura. Trabajo de reescritura. Trabajo, por fin, de corrección. Hasta la eventual publicación. Lo que tampoco era el punto.

En mi caso, Gabriel Báñez deja muchas lecciones. Y también muchos disensos, por qué no decirlo. En no todo coincidíamos. Pero coincidíamos en muchas cosas. Creo que en la mayoría. Por ejemplo, en que a mí me gustaba leer sus libros y, por lo tanto, que fuera él quien los escribiera. Coincidimos en que a él le gustaba escribir los libros que a mí me gusta leer: esto es, coincidíamos en un gusto literario. Coincidíamos en reconocer a algunos buenos escritores en este sentido. Y eso es suficiente para mí. En que los libros que él me recomendó los leo ahora y no puedo sino evocar sus palabras. Eso, y aprender a corregir un texto, mi texto, como dije. Es, en mi caso, su mayor legado. Porque todavía, gracias a él, me sigo enamorando del lenguaje en vez de enamorarme de las palabras (que era lo que yo hacía antes de entrar a su taller, tal vez porque había comenzado escribiendo poesía). Y aprendí a pensar que escribir una novela (o una tesis, o un libro de cuentos) es como estar enamorado. La definición más perfecta del amor.

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