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Marcelo Pisarro

Gabba Gabba Hey: la cultura dadá como pieza de museo

“El arte, la literatura, la cultura modernista —escribió el sociólogo marxista francés Henri Lefebvre en 1967, en su libro Vers le cybernanthrope, contre les technocrates—, ¿no estallaron un día de guerra porque un joven puso en el lugar justo y el momento justo un pequeño explosivo paradojalmente poderoso, dos sílabas redundantes: Da-Da?”.

Lo seducía y lo repelía. Lo llenaba de pavor. Estaba fascinado. El año podía ser 1916, en el Cabaret Voltaire, el club nocturno de Zúrich en el que los artistas, poetas y escritores Hugo Ball, Emmy Hennings, Marcel Janco, Richard Huelsenbeck, Tristan Tzara, Sophie Täuber, Hans Richter, Jean Arp y algunos otros pocos inventaron el dadá, la broma artística que torció el rumbo de las vanguardias del siglo XX. El año podía ser también 1977, en el Rainbow Theatre, la sala de conciertos londinense en la que el grupo neoyorquino de punk rock Ramones grababa un álbum en directo que se publicaría dos años más tarde bajo el título It’s Alive. Pero Lefebvre escribía en 1967. En este breve relato Lefebvre es el testigo y el narrador. Puede hacer que el tiempo avance y que retroceda. También puede hacer que el tiempo se detenga.

Un microcefálico llamado Schlitzie ocupa el escenario. Ensaya un baile caótico mientras cuatro veinteañeros, a su alrededor, crean un ruido que se mantiene suspendido en el aire gracias a las posibilidades de la electricidad, la distorsión y la amplificación. El microcefálico decodifica los signos, los convierte en música, su cuerpo dramatiza esa comprensión. Levanta un cartel. Alguien escribió tres palabras sin mucho sentido aparente: Gabba Gabba Hey. Cientos de oyentes están agolpados frente al escenario. Interpretan los signos, traducen las órdenes en gestos y los gestos se vuelven una infrecuente representación de comunidad. Alzan sus puños hacia el microcefálico, sumergidos en un frenesí contagioso, mecánico, maravilloso y estúpido, un arrebato jubiloso que bien podría ser la peor pesadilla de Theodor Adorno: ¡Gabba Gabba Hey! ¡Gabba Gabba Hey! ¡Gabba Gabba Hey! (el microcefálico se contorsiona) ¡Gabba Gabba Hey!  (la música no se detiene) ¡Gabba Gabba Hey! (los puños golpean el aire) ¡Gabba Gabba Hey! ¡Gabba Gabba Hey! ¡Gabba Gabba Hey!

Se detiene. El microcefálico deja el escenario. Los puños se abren y los brazos descansan. El baterista golpea tres veces el redoblante a modo de marca y entonces, cortesía del compositor e intérprete de soul Bobby Freeman en 1958, el cantante pregunta si quieres sujetarle la mano y bailar con él bajo la luz de la luna, si quieres bailar con él toda la noche, si quieres bailar, nena, si quieres bailar con él.

Todo esto sucedió en el ámbito de la cultura pop del siglo XX, una compleja encrucijada de símbolos, sonidos, imágenes, ideologías, tiempos, espacios, gestos, creencias y narraciones que dieron forma a la cultura del capitalismo moderno. La música fue su pieza más ajustada y deslumbrante, un artefacto imbuido de proporciones equivalentes de creatividad, paranoia, mutismo, opresión, sorpresa y obviedad. Como pieza móvil de un sistema estático, o acaso, como pieza inmóvil de un sistema dinámico, la música construyó nuevas configuraciones contemporáneas para las posibilidades futuras del pasado. Estableció categorías de apreciación estética, baluartes de legitimidad social y política, mecanismos para inventarse un pasado más valioso de lo que numerosos documentos públicos afirmaban que había sido. La música pop del siglo XX se fabricó su propio museo y pronto se mudó a vivir en él.

En la cultura pop los elementos extraños pelean con un contexto, pero el contexto, luego de un siglo de vanguardias fabricadas en serie en la línea de montaje dadaísta, bien puede ser la misma cultura pop. Las operaciones quedan a la vista; lo que desconcierta del proceso es el proceso mismo. Luego se lo aprehende, se lo banaliza, se lo olvida hasta el próximo descalabro de la historia. La música pop —objetos luminosos, complejos, jamás elementales, a veces exquisitos— es el agente perfecto para activar estos procesos de naturalización, para instituir nuevos patrones de normalidad en la vida cotidiana: mientras la canción ocupa la totalidad de los hechos sociales y uno empuña su aliento para gritarle “¡gabba gabba hey!” al microcefálico que cabriolea bajo el reflector del escenario, nada sucede. Toda posibilidad de transformación histórica se obtura. La dramatización del espectáculo de cambio se consume y experimenta como cambio en sí mismo. La música exige primero tu amor y luego el mundo; la música obtiene primero tu amor y luego el mundo. Lo que sigue es otra canción.

De pie frente a la tarima que oficiaba de escenario en el Cabaret Voltaire, en 1916, Lefebvre delimitó un linaje y lo maldijo. Escuchó la invitación del cantante en el Año Viejo de 1977: “¡Gabba gabba, te aceptamos, te aceptamos, uno de nosotros, uno de nosotros!”. Se encontró con el microcefálico Schlitzie en una sala de cine de 1932, en la proyección de Freaks, la película del director y productor Tod Browning: “¡Gooble gooble, la aceptamos, la aceptamos, una de nosotros, una de nosotros!”. Pensó en Lenin, que en la esquina del cabaret de Zúrich planificaba la revolución rusa; luego pensó en que también Lenin se había convertido en un motivo pop para estampar en remeras. Y Lefebvre entendió, así, con qué facilidad se desactivan las sílabas redundantes paradojalmente explosivas: el mundo puede estallar con una canción, pero luego vendrá otra canción.

En septiembre de 2018, en Buenos Aires y en Madrid, dos exhibiciones sin ninguna conexión formal pudieron haberse sentado a parlamentar en un terreno neutral ya sancionado por la crítica cultural, por la rutina, por las opresiones invisibles. En el Museo Reina Sofía, la exposición Dadá ruso 1914-1924 presentaba pinturas, collages, fotografías y filmes de artistas vinculados al zaum, el net net y el todismo de las etapas pre y pos revolucionarias; en el Centro Cultural Borges, en la exhibición Ramones & CBGB: Del caos a la cultura, se expuso una colección de la fotógrafa Roberta Bayley sobre la escena musical montada alrededor de la actual tienda de John Varvatos del East Village neoyorquino. Lefebvre debió haber sido el taquígrafo de esa conversación.

Hace décadas que los artefactos dadaístas (y en especial los surrealistas) se exhiben en los museos de las grandes capitales del planeta. Muchas obras, de hecho, son tan costosas que se presentan copias de las originales, aunque “las originales” no sean más que un mingitorio, una pala quitanieve y una rueda de bicicleta sobre un banquito. En las primeras décadas del siglo XX esos artefactos complejizaron los procesos epistemológicos de separación entre obras de arte y objetos de uso mundano; golpearon los límites que alejaban a la alta cultura de aquello que ni siquiera se consideraba cultura; se preguntaron qué era una obra “original” y qué estándares de valoración autorizaba o revocaba la exhibición en un museo. A nadie le sorprendía la exposición de un objeto de uso diario asumido como distante en el espacio o en el tiempo. Una vasija de cerámica africana cobraba valor porque se explicitaba el trecho que la separaba de la sociedad occidental industrial moderna, o sea, de la civilización. Pero la exposición de objetos de uso cotidiano que no estaban recubiertos por la legitimidad de la historia, las ciencias ni el exotismo, que no lo obligaban a uno a pensar: “Alguien usa esta vasija para preparar la sopa todos los días”, provocó escándalos y bataholas, y lo que siempre viene a continuación, que son prohibiciones, censuras y ocultamientos. Un siglo más tarde, replicados para mantener a resguardo los originales debido a su alto valor en el mercado, los viejos talismanes dadaístas son piezas de arte contemporáneo a los que ya nadie pretende prohibir, censurar ni ocultar. Estas piezas están a cientos de miles de kilómetros de los límites a los que antaño pisoteaban o contra los cuales rebotaban. Al no haber restricciones, no hay necesidad de reinventarse; al no existir censura, no existe la obligación de imaginar lenguajes secretos. Es la misma sensación que provocan las fotografías que Bayley tomó de todas aquellas personas, conmovedoramente jóvenes, cuando ni siquiera imaginaban que sus gestos cotidianos quedarían congelados como piezas de museo.

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