Se dice a la hora de hacer alcabala de alguna de las palabras que más se han utilizado durante el año que fenece que postáctico, en los países sajones y posverdad, en los latinos son dos de las más utilizadas como novedad. Pero uno que también anda con el oído abierto para saber por donde sopla el viento cree que no se puede dejar fuera de una trilogía la palabra emprendedores, así en plural.
Los tiempos que corren y sobre todo los que se avecinan van a ser complicados desde el punto de vista laboral. Si alguna vez se tuvo a menos decir de alguien que era un autodidacta, ahora es lo que se lleva. El que es capaz después de haber aprendido algo por sí mismo que no se enseña ni en las escuelas ni en los libros –o más bien por haberlo aprendido y olvidado en la escuela o en los libros- y se empeña en sacar su vida adelante por sí mismo sin depender de otros, o al menos, libre de lo que significan unas vinculaciones salariales con una empresa o con un consorcio, es alguien en mejor disposición para encarar el futuro. Eso se dice de momento, pero que no vaya a creerse que esto es nuevo. Se venía haciendo al menos desde que en la década de los cincuenta se puso en circulación la palabra confort, como se sabe derivada del inglés. O sea que en el fondo todos terminamos siendo autodidactas de algo y emprendedores por necesidad.
¿Ejemplos? Pues voy a referirme a uno que personalmente me llamó mucho la atención. Y de manera especial cuando sabiendo quién era el hombre, un buen día en Londres y en la calle de la Media Luna, en el bar del hotel del mismo nombre, alguien me dijo que quien acababa de entrar era, nada más y nada menos, que Jonathan Clowes. “Es uno de los tres agentes literarios más importantes de Inglaterra,”me informó el ocasional informador.
Jonathan Clowes murió la semana pasada y esta nota es un tributo de admiración al emprendedor que fue en un oficio tan laberíntico como ése de agente literario. Solamente una vez, cuando le preguntaron -se lo preguntó un tal Len Deighton en una fiesta, que cuál era su ocupación, respondió sin serlo todavía, que era un agente literario. Len Deighton acababa de concluir la carrera de arte en la Escuela Imperial de Arte en Londres y se dedicaba al diseño gráfico. Clowes quien se caracterizó siempre por su manera de saber escuchar, interrumpió la conversación para decir al joven al que acababa de conocer. “Pues, si voy a serte franco a ti lo que te va es la creación literaria y no el diseño”.
-¿Dime una cosa, lo de agente literario es a tiempo completo o es un hobby? Porque tengo una obra de ficción que no encuentro como darle salida, replicó Deighton.
Días después en las escaleras que daban acceso a la vivienda de Jonathan Clowes, éste encontró el manuscrito de la obra de Deighton, titulado The Ipcress File.
Clowes tomó el manuscrito y se lo entregó a un agente literario que conocía y lo vendió.
Y ahí comenzó todo.
Hizo de Len Deighton el autor que ha venido a ser y Clowes se convirtió, con la mudanza de los días, en lo que me dijo aquel informador ocasional cuando entró en el bar del Hotel de la Media Luna: Tal vez es el agente más perspicaz que ha habido en Inglaterra.
¿Que cómo lo ha logrado? “Pues sencillamente combinando el negocio propiamente dicho con la ayuda estética que le prestó a los escritores. En general, los agentes literarios suelen tener una de estas dos cualidades, pero es difícil reunir la dos en una sola persona”.
Por los días en que se encontró con Deighton, Clowes era miembro activo del partido comunista por despecho más que por convicción. Antes –ese antes hay que trasladarlo a su abandono a los 15 años de la escuela por la sencilla razón que no lograba aprobar ninguna de las asignaturas- había vivido un tanto al desgaire, robando fruta en los mercados al aire libre para alimentarse, como un vulgar robaperas. Luego vino la guerra y él se negó a participar en esa y en las que vinieron, es decir, se negó a enrolarse en el ejército británico y eso le costó la cárcel, convirtiéndose en un jailbird, en un ave carcelaria. Pero fue en esos tres breves periodos de cárcel cuando comenzó a leer los clásicos en las bibliotecas carcelarias, horrorizado por ignorarlo todo. Esa lectura le trajo a más de conocimientos, refinamiento y modales. De todas maneras, su atuendo fue el que la izquierda suele llevar unos días sí y otros también en Inglaterra: cuello tortuga y saco de pana en el invierno y en época de calor, camisa abierta, y siempre con elegancia no ficticia, ropa casual. Cuenta Doris Lessing, la escritora a la que Clowes llevó al Premio Nobel, que éste solamente se anudó una corbata al cuello la noche de la cena en la que celebraron el otorgamiento del Nobel
Clowes proporcionó a las imprentas libros que luego se convirtieron en películas. Editó a algunos de los escritores de mayor talla en el Reino Unido e hizo de la profesión de agente literario una forma de trabajo que le convirtió en un dechado de emprendedor y encumbró, al mismo tiempo, a la profesión de agente literario a lo que hoy ha venido a ser como actividad laboral.
Murió, como dije, la semana pasada. Años atrás había abandonado el negocio, cuando los médicos, con la aparición de los primeros síntomas de Alzheimer, le recomendaron otro clima y descanso. Eligió el Sur de Francia donde falleció a los 85 años. La empresa sigue, de todas maneras, en manos de su hija y de la esposa.
En la prensa inglesa no ha habido diario, por insignificante que sea, que no haya registrado como una irreparable pérdida la desaparición de Jonatham Clowes, causando con su ausencia del mundo de las agencias literarias un extraño sentimiento de manquedad.-