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Fuera de lugar

Un hombre alto, moreno y fornido, en sus sesenta largos, sacude una gruesa tela que imita la piel de un animal, cercano a las puertas de una galería de arte del Lower East Side de Manhattan. Su gesto más que decidido, enérgico, me llama la atención. Lo miro más, buscando el detalle, alguna explicación, tratando de adivinar su historia. Mi curiosidad lo alerta en el acto y me dispara atinado, un vistazo severo, casi amenazante. Bajo la mirada con estupor y apuro el paso, a pocos metros me guarecí en una venta de helado, sin pensarlo dos veces… los helados nunca se piensan dos veces. Es fácil sentirse a salvo detrás de un cono relleno con dos bolas de chocolate amargo, es fácil olvidar todo el alrededor por un rato, hasta la puntica de la barquilla, que es cuando descubro a través de la ventana que el hombre sigue en lo mismo. Cuánto dura un helado, ¿15 minutos? sacudiendo aquella manta espesa, con más que eficacia, con una urgencia rítmica inquietante. Aquel gesto repetido sin cansancio, un mantra, un exorcismo, ¿qué sería lo que sacudía con tanto esmero, que quería sacarse de encima? Libre de estar preso en su obsesión, en plena calle, un domingo de cielo azul de Octubre esplendoroso, encadenado a un mismo gesto, su rabia contenida en los músculos erectos de sus brazos de hombre fuerte debatiéndose a sacudones. ¿Qué sería lo que lo llevó hasta allí, tan lejos? ¿Una culpa, una mentira, una traición, un no poder más con lo que estaba pasando… ahora vive en otro tiempo distinto al de los paseantes que pasan sin mirarlo, él tampoco los mira, ocupado como está, tan lejos, tan cerca, su tristeza.

Llego a la terraza donde me encuentro con amigas entrañables, una joven tambaleándose trata de recuperar el equilibrio agarrándose de la baranda que nos separa de la calle, al tiempo que rechaza el brazo que le tiende el hombre que camina a su lado, con algún mejor equilibrio que ella. En su gestual estrambótica en el esfuerzo por mantenerse de pie, pierde el control de su cartera que se voltea, un labial cae en la acera, ella lo persigue como puede, se inclina a recogerlo, su minifalda cede, fuera de lugar, él trata de ayudarla, ella le lanza un manotón ofendida, quiere que la deje en paz, y el labial, vuelve a rodar por la acera, ella repite el gesto de recuperarlo, garabatea algunas palabras de sonido violento, ¿es que él la está acosando? No es fácil entender lo que sucede, sigo la escena por un rato, que a los pocos metros se repite, el labial en la acera, ella inclinándose para recogerlo, con mucho esfuerzo recupera la verticalidad, él a su lado la mira con la impotencia del que no puede salir de un mal sueño, la mirada nublada de alcohol, paso a paso, pocos metros, el labial vuelve a caer en la acera, ¡por tercera vez! Y es entonces cuando reconozco mi morbo, que es lo que me induce a seguir mirando, la indolencia donde se asienta lo que me entretiene del escándalo ajeno, desde el confort de la terraza donde sorbo una margarita con orgulloso control, y me avergüenzo. ¿A cuántas margaritas de distancia está la superioridad que me permite el juicio moral? Me desentiendo de la historia de la pareja intoxicada por eludir el desagrado que me produce haberme descubierto juzgándolos. Al término de la margarita, la ida al baño de rigor. El hombre de la mujer del labial en la acera, estaba parado frente al baño de damas, su mirada hipnotizada, depositada en la puerta cerrada del baño. Dentro del baño, la joven del labial, hacía pipí con la puerta del cubículo abierta, sus cosas derramadas sobre el piso tan sucio como es de esperar en cualquier baño de cualquiera de los restaurantes populares aledaños a Union Square. Su expresión mostraba el esfuerzo que hacía por recuperar el contacto con la realidad de ese justo momento, ese lugar, como enfrentada a un abismo inconmensurable. Su borrachera había cedido algún espacio a la angustia de reconocerse no capaz de hacerse responsable de sí misma y sus cosas… trataba de levantarse con desesperación, le pregunté si necesitaba ayuda, quiso sonreír al decirme que no, agradecida, pero su sonrisa tampoco estaba ya mas bajo su control. De salida, pocos minutos después, la encontré ya de pie, descansando recostada de la puerta de su cubículo, su mirada hecha trizas por el esfuerzo, la falda desplazada de tanto meneo, su vientre al descubierto, aunando nuevas fuerzas, para poder asumir el nuevo reto: acceder a la puerta del baño y salir. Un reto de una innegable contundencia física cuando se ha bebido más allá del cuerpo, más allá de lo que nos pasa, lejos de lo que nos duele y mortifica… No hubiera querido yo estar en su lugar, de nuevo, tan lejos y tan cerca de donde estábamos.

De vuelta a la casa, el camión de Fedex, atrás el de Amazon, descargan decenas de cajas para repartir puerta por puerta, en mi edificio. Dentro de las cajas de todos los tamaños, lo que antes llenaba los anaqueles de tantas tiendas ahora cerradas. A tanta gente le basta con la foto, aunque no se parezcan a la modelo, se arriesgan, sin ver ni tocar y sobre todo sin que nadie los vea. Y eso tiene sus ventajas, sin duda: no tienes que lidiar con la vendedora de mala cara y mal pagada que te habla sin mirarte en la tienda. Tampoco tienes que hacer la cola frente a los probadores, ni caes en la tentación de compararte con la de adelante que está mas delgada, ni con las de atrás que son mas jóvenes… Pero tampoco te sucede lo que sucede cuando te miras frente al gran espejo, a las afueras del probador, con el vestido nuevo puesto antes de decidir comprarlo: el milagro, la ocasión perfecta, en la compañía perfecta, la conversación perfecta, con esa cara sonreída o seductora, interesada o interesante que pones siempre que te ves al espejo, el vestido nuevo es también perfecto, tu cuerpo se ve perfecto, crees que lo vas a comprar… Tanto es así, que la mujer del probador de al lado que sale a verse también en el gran espejo donde suceden todas las maravillas que vienen con los vestidos nuevos justo antes de comprarlos, te dice que te queda bello lo que llevas puesto, generosa y cómplice, sin esperar nada a cambio, una desconocida que se comporta como tu mejor amiga por un instante. Si lo compras por Internet, es mucho más expedito, sí, te llega por correo sin los riesgos que conlleva la interacción con otros. Sin tener que salir a la calle siquiera, sin sentir frío ni calor. Y si no te sirve no importa, lo devuelves y no tienes que pagar por el envío. Es tan fácil, sin pena ni gloria, sin que nadie te vea, callada frente al espejo de la soledad de tu casa, que el vestido nuevo no hace milagros.

Son múltiples las posibilidades que te permiten no estar donde estás, no conectar, no tener que ser… cada quien escoge la suya. Somos libres de estar presos, en el aislamiento, en la intoxicación, en la locura… Así, fuera de lugar pareciera mas fácil vivir en soledad… o viceversaErramos el camino, por no enfrentar la responsabilidad de la lidia con los otros, con los que compartimos el lugar, sin pensar que es allí donde reside el bienestar de vivir en sociedad.

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