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Fucho, ¿tu sirbaste?

Suena un silbido. Es el novio venezolano llamando a su novia venezolana que va caminando un poco más adelante con la amiga irlandesa, por alguna calle de Londres. La irlandesa, de novio venezolano también, se sorprendió al ver que no era únicamente su novio el que le silbaba por llamarla.

– Que divertido como ustedes se silban los unos a los otros.

– Ah… ¿ustedes no se silban?

Vuelve a sonar el silbido del novio que insiste en que su novia venezolana se acerque a ver lo que exhiben en una vitrina.

– Pero espera un momento… ¡No me lo puedo creer! ¿Es que cada silbido es distinto?

– ¡Claro! El silbido de mi papá no se parece en nada al que mi tío usa para llamar a mis primos y a mi tía, y el de mi novio es como más cantaíto…  ¿Cómo es el de tu novio?

Y la irlandesa se puso a silbar.

La maravilla de las culturas cuando se encuentran en la curiosidad y el respeto, no se compara a ningún permiso de residencia ni visa alguna. Es allí donde verdaderamente se establecen pertenencias, espacios de convivencia y el afecto necesario para el buen vivir. Quiero decir que la medida del bienestar del que hace vida lejos de su casa, no son los papeles que otorgan al emigrante el derecho a permanecer. Es que la gente del país que lo acoge no condicione su aceptación del emigrante, a la imitación que él esfuerce de la cultura del país que lo acoge. Sino que lo respete en su diversidad y más aun, que se nutra de ella. Al tiempo que indefectiblemente el emigrante se adapta y beneficia de las diferencias culturales de su nuevo lugar. Y todos felices y contentos. Un detallazo a considerar como no de importancia menor, en días en que los desplazamientos humanos son masivos y cada vez más complicados en los términos en que se establecen la aceptación y el rechazo.

La belleza de la irlandesa silbándole al novio venezolano frente a la venezolana que nunca se había percatado de que eso de silbarse era específico de su cultura, es un evento que nos ilustra una esperanza, a escala humana, de lo que puede ser la vía para encontrar una solución a los problemas que confronta actualmente la humanidad que se mueve por encontrar mejores condiciones de vida.

La clave está en la escala humana. A nivel de la relación entre las personas. Y si a relaciones se refiere pues no es de sorprenderse que, como es bien sabido, la mejor manera de integrarse, es enamorándose. Porque ahí sí es verdad que la convivencia de las dos culturas que se confronta entre sábanas, no tiene disimulo. A la hora de las tibiezas, somos lo que somos estemos donde estemos. Digan lo que digan las leyes, los antropólogos, o la policía de emigración. Y como se trata de un asunto tan orgánico como las necesidades vitales, las pertenencias culturales terminan emergiendo a pesar de todas las contenciones y pretensiones. Y es tan bello que sea así… Porque eso es lo que permite que siempre haya una forma de darle la vuelta, de conseguir el acomodo, de ejercerse en libertad, aunque parezca lo contrario.

Valga la ilustración del chiste margariteño:

Llega un antropólogo musiú a hacer un estudio de los ritos amatorios en la Isla de Margarita. En una ranchería de pescadores, en un aposento bien aireado donde colgaban dos chinchorros, el nórdico antropólogo que entrevistaba a Fucho, grabador en mano, quiso saber cómo era la cosa a la hora del amor:

– Pero si duermen en esas hamacas separadas… ¿cómo hacen cuando quieren hacer el amor?

A Fucho le impresionó la pregunta ante lo que para él era evidencia:

– Yo le silbo.

– ¿Usted le silba?

– Sí. Yo le silbo y ella viene.

El antropólogo congestionado en su feminismo de primer mundo siempre lineal, reaccionó en el acto, militante.

– Pero… ¿y cuando es ella la que quiere?

Y la mujer de Fucho, que pasaba por ahí como quien no quiere la cosa, le contestó al paso:

– Yo le pregunto, Fucho, ¿tú silbaste?

Cosas de las culturas y sus silbidos, y el milagro de la diversidad que hace de la vida una ricura.

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