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Luis Roncayolo

Francés, no ruso, se habla en la Corte de la Zarina

“Al discutir sobre las acciones de Alejandro o Napoleón, no podemos decir que sean buenas o malas. Si sus acciones no persuaden a alguien, la ausencia de persuasión no se debe sino a una disparidad entre las acciones mismas y una visión cerrada de lo que constituye el bien de la humanidad.”

Tolstoi, La Guerra y la Paz

En la ciudad alemana de Dresden hay un largo mural que narra la entrada triunfal de todos los miembros de la dinastía alemana de Wettin en la historia de Sajonia, y de aquella palaciega ciudad. Treintaicinco gobernantes sajones son representados a caballo cual conquistadores romanos enfilados para la guerra, desde el primer ancestro del siglo doce hasta el último miembro de la estirpe, a principios del siglo veinte. En esos ocho siglos de gloria se encuentra Frederick Augustus de perfil, sombrero napoleónico emplumado, el caballo a paso elegante con la pata delantera levantada. Se trata del que fue el primer rey de Sajonia (sus antepasados habían ostentado el título menor de príncipes-electores), coronado por intervención de Napoleón Bonaparte después de la paz de Tilsit en 1806, nombrado poco después Gran Duque de Varsovia por el mismo benefactor cuando éste redactara la primera constitución para el restaurado estado polaco. Frederick Augustus era entonces soberano de un estado mixto de súbditos alemanes luteranos y eslavos católicos, la maniobra de Napoleón para tenerlo de contrapeso tanto de la monarquía militarista de Prusia, como del vasto imperio euroasiático del zar de todas las Rusias.

Llama la atención que el mural de Fürstenzug figure una magna procesión de altos dignatarios entrando a la ciudad, pues en mayo de 1812, el rey Frederick Augustus hospedó en Dresden a casi todos los soberanos de la Europa continental, que por varios días disfrutaron de espléndidos banquetes, bailes, recepciones y espectáculos de teatros, todo pagado del presupuesto del emperador de Francia. Allí estuvieron los reyes de Prusia, Bavaria, Württemberg, Nápoles y Westfalia, y demás príncipes, duques y mariscales. Allí también estuvo Francisco, emperador de Austria y suegro de Napoleón. A pesar de que Bonaparte era al mismo tiempo anfitrión y huésped principal, su entrada a la ciudad en un centenar de carruajes se hizo esperar. Un testigo de la Conferencia de Dresden nos cuenta que “cuando estaba presente, Napoleón era la figura principal del grupo; cuando ausente, todos los ojos se posaban sobre la puerta esperando su entrada,” (Horne 1841, 169) La conferencia parecía más bien una enorme reunión de sociedad, un despliegue de lujo en el palacio barroco de Zwinger, en el castillo renacentista de Dresden, caminatas por la amplia Terraza de Brühl, conocida popularmente como “el balcón de Europa.” Los críticos señalan que fue un espectáculo de adulación hacia el emperador francés; los analistas, que un acto propagandístico de parte de Napoleón para enviar el siguiente mensaje a su enemigo, el zar Alejandro: toda Europa permanece unida y preparada para castigar a Rusia si osa desafiar el orden europeo (Wilson 1860: 6).

La Conferencia de Dresden fue la antesala a la invasión de Rusia por parte del ejército napoleónico, cuyo tamaño era el más grande de la historia de Europa desde que Xerxes, rey de Persia, atacara Grecia en el siglo cinco antes de Cristo. La Grande Armée de Napoleón no sólo se componía de soldados franceses, sino también de alemanes, austríacos, prusos, suizos, polacos, lituanos, italianos, croatas, españoles y portugueses. Desde la perspectiva de los rusos, se trataba de una invasión de toda Europa occidental en su contra, invasión que llegaría a Moscú y resultaría en el incendio y destrucción de la capital histórica del imperio de los zares. Tolstoi reflexionó en el primer epílogo de La Guerra y la Paz que “la característica esencial de lo ocurrido en Europa a comienzos del siglo diecinueve fue el movimiento masivo de pueblos europeos con fines militares primero desde occidente hacia el oriente, y luego del oriente hacia el occidente” (Briggs, 2005: 1263). El movimiento ruso contra Europa fue en respuesta a la agresión europea contra Rusia, y de esta dialéctica nace la geopolítica rusofóbica que prevalece en nuestros días, que consiste en no querer entender ni aceptar las motivaciones rusas, y que tiene su inicio oficial en la Conferencia de Dresden de 1812.

Bonaparte había desarrollado ideas rusofóbicas desde la paz de Tilsit, donde tuvo por primera vez una visión romántica de un pueblo eslavo noble, pero esclavizado y brutalizado por la autocracia de los zares, y el deseo paternalista de liberarlos mediante las ideas europeas de la Ilustración (Wilson 1860: 1-2), la justificación ideológica de gran parte del imperialismo europeo de los siglos diecinueve y veinte. Hacia 1812, estaba convencido de que Rusia representaba una amenaza para la seguridad del sistema continental europeo, y debía ser invadida por la fuerza combinada de todos los estados de Europa, a pesar de que la única falta explícita del zar Alejandro a la paz de Tilsit fuera romper el bloqueo comercial que Napoleón había impuesto contra Inglaterra. Quizás las garantías que Alejandro le pedía de no restablecer al reino de Polonia llevaron a Napoleón a concluir que la intención del zar era ocupar Polonia, y Francia debía actuar primero para impedirlo (Ibid: 3).

El sueño napoleónico era reconstruir en espíritu al imperio romano, pero la apelación de Moscú a Constantinopla estorbaba esa visión, pues, si Napoleón buscaba refundar la Roma de Octavio Augusto, la de los zares era sin duda la Roma de Septimio Severo (Lefebvre 1969: 206). El arzobispo Dufour de Pradt, confesor de Napoleón, llegó a afirmar que Rusia estaba constituida despótica y asiáticamente… Europa debía unirse, y mientras [Rusia] se cerrara las puertas, Europa debía cooperar en ilegalizar toda participación en los asuntos rusos (Neumann 2002: 133). Con esta opinión en mente y rodeado de aduladores en la Conferencia de Dresden, el emperador envió a la corte del zar un ultimátum cuyas condiciones eran humillantes: abdicar su soberanía sobre San Petersburgo para crear un país independiente que bloqueara el acceso de Rusia al mar Báltico. Napoleón sabía que Alejandro no aceptaría partir y repartir su propio país, porque atentaba contra el honor y la seguridad de Rusia, lo cual le dio a Napoléon el pretexto que buscaba para invadirla y devastarla. El recuerdo histórico de estos acontecimientos quedaría marcado en la idiosincrasia rusa como manzana de discordia, token de desconfianza, y motivo para obras maestras como la Obertura 1812 de Tchaikovsky.

Rusia jugó un papel central en la derrota de Napoleón, sus ejércitos ocupan París, y “después de las últimas guerras de 1815 Alejandro se encuentra en la cúspide del poder humano. ¿Y para qué lo usa? (…) reconociendo la mezquindad de este espejismo de poder, le da la espalda y se lo entrega a viles criaturas, hombres a los que desprecia,” (Briggs 2005: 1269) concluye Tolstoi su retrato de aquel zar controversial, y nos recuerda el prejuicio que los rusos empezaban a cultivar sobre los líderes occidentales, por el auge de la rusofobia en los años previos a la Guerra de Crimea de 1853.

En las cuatro décadas que median entre el fin del primer imperio francés y 1853, muchos cambios socioeconómicos transforman la manera de hacer política en Europa. Uno de los más notables es el auge de la prensa y el periodismo, que catapultó a la fama al que quizás sea el primer político moderno por su hábil uso y manipulación de la opinión pública a través de los periódicos: Lord Palmerston, Secretario de Exteriores de Inglaterra. Liberal, radical e imperialista, Palmerston se hizo eco de la indignación en la opinión inglesa durante la represión ruso-austríaca contra el movimiento independentista húngaro en 1849 (Martin 1924: 54). Estos acontecimientos le permitieron usar a la prensa para explotar el moralismo protestante de los ingleses, convencerlos de abandonar su tradicional aislacionismo, y redirigir su política hacia el militarismo e intervencionismo en Oriente. Su enemigo predilecto era Rusia.

Sin embargo, la opinión en Inglaterra estaba dividida. Con bandos convencidos de que el enemigo a temer era la Francia de Napoleón III, y el desprecio que tenían hacia los turcos musulmanes, sorprende ver el cambio en los primeros meses de 1853, la antesala de la invasión rusa contra el imperio Otomano. Periódicos como el Morning Post y el Morning Chronicle comienzan a retratar a Napoleón III como campeón del liberalismo europeo por tomar la iniciativa, y representan a los turcos como víctimas inocentes de la agresión rusa. El Daily News planteaba la guerra como una amenaza a la supervivencia de Europa: “adiós a todo aquello como libertad de credo, de expresión, de prensa y mercado.” De pronto los turcos, de bárbaros paganos pasan a ser héroes impulsadores de reformas liberales sólo por el hecho de que el zar Nicolás planeaba marchar sobre Constantinopla y liberar a los cristianos griegos del yugo musulmán (Ibid: 113). “La sola mención del nombre del sultán bastaba para inspirar aplausos tumultuosos” (Figes 2012: 239). Los periódicos y políticos que no se suman, y adoptan una postura más ambivalente inclinada al pacifismo, son tachados de prorrusos traidores a Inglaterra. El periódico de mayor prestigio, The Times, es atacado visceralmente por todo el entorno mediático por expresar opiniones de prudencia, y acusado de “ser escrito en inglés, pero es lo único que de inglés tiene. En lo tocante a Rusia, es completamente ruso” (Martin: 115). El amarillista Morning Advertiser llega al punto de pedir el encarcelamiento y ejecución de los que piden diplomacia en vez de intervención (Ibid: 236-237). Es un escándalo.

Del otro lado del Canal, la prensa francesa es igual de beligerante. Una intervención francesa contra Rusia es presentada como una “cruzada de la civilización contra la barbarie,” de la pluma de rusófobos como Gustave Doré. L’Impartial alegaba que “el zar Nicolás se parece a Atila,” e insistía que “pensar otra cosa es anular todas las ideas de orden y justicia. Falsedad en política y falsedad en religión: eso es lo que Rusia representa.” Otro, Union franc-comtoise: “Si permitimos que los rusos se apoderen de Turquía, pronto veremos cómo los cosacos nos imponen la herejía griega; Europa no sólo perderá su libertad sino también su religión.” Otro, Spectateur de Dijon: “Sabemos que San Petersburgo sueña con imponer una autocracia religiosa en Occidente,” dando credibilidad a la falsificación titulada Testamento de Pedro el Grande, que atribuye a Rusia la intención de conquistar Europa. La prensa francesa justifica la decisión de Napoleón III de enviar una flota al Bósforo en apoyo a Turquía, bajo el prejuicio de que Rusia es un país bárbaro, y su gobernante un déspota oriental (Figes 2012: 240-242).

Los ingleses titubean, pero luego lo apoyan, y en 1854 ambas potencias le declaran la guerra al zar Nicolás. Los objetivos de esta alianza improvisada no son claros, pero Palmerston dirige un memorándum al gabinete inglés en el que detalla su aspiración de partir y repartir los territorios de Rusia en diferentes estados: Finlandia pasaría a ser de Suecia; los actuales países bálticos pasarían a ser de Prusia; Polonia sería declarada independiente y ampliada como estado de contención; la actual Moldavia y partes de la actual Ucrania pasarían a Austria; Crimea y Georgia pasarían a Turquía y Circasia sería declarada independiente. Palmerston soñaba con consolidar un frente europeo unido, al prometer el reparto de Rusia entre los ganadores, ambición cercana a la de Bonaparte durante la Conferencia de Dresden cuatro décadas antes. El objetivo era similar: alejar a Rusia de los mares y aislarla en lo profundo de los bosques y las estepas de Asia.

La Guerra de Crimea –que realmente no se luchó sólo en Crimea, sino también a orillas del Danubio, en el norte de Anatolia y en el Cáucaso, pero la historia le ha dado ese nombre porque las potencias occidentales lucharon sólo en Crimea– resultó en la derrota de Rusia luego de un largo asedio contra la ciudad de Sebastopol por parte de lo ejércitos combinados de Francia e Inglaterra. La importancia de este puerto para Rusia no se puede subestimar, ya que es la base de operaciones de su flota del Mar Negro que le permite comunicarse con todo el comercio del Mediterráneo. Aunque Rusia no se repartió entre varios países como Palmerton aspiraba, sufrió un revés del cual no se recuperaría sino décadas después, derrotando a Turquía en guerras subsecuentes en las que a los occidentales ya no les interesó participar. De su intervención en 1854 quedó el recuerdo. Tolstoi, testigo presencial de la guerra, la describe en El Sitio de Sebastopol: “con igual ardor viene a converger de diferentes partes del mundo, sobre aquel sitio fatal, una multitud de razas heterogéneas y movida por los más contradictorios apetitos. La pólvora y la sangre no consiguen resolver una cuestión que los diplomáticos no supieron zanjar” (Tolstoi 2015: 44).

El sueño de Palmerston de una Rusia dividida no se cumpliría sino hasta 1991, año que terminaría por disolver a la Unión Soviética, la versión moderna del antiguo imperio de los zares, por causas que tienen más que ver con las deficiencias del modelo socioeconómico soviético que por un acto de voluntad del pueblo ruso. En 2014, Rusia recuperaría por la fuerza la península de Crimea, y aseguraría su control del estratégico puerto de Sebastopol, donde luchó contra ingleses y franceses siglo y medio antes. Recientemente, ha optado por tomar medidas mucho más drásticas contra Ucrania, uno de los países que hasta hace no mucho era parte del imperio de los zares. La respuesta tanto de los gobiernos como de los medios europeos es consistente con la actitud de sus antecesores, durante la Conferencia de Dresden. Se enfilan a la guerra como lo hacen los soberanos de Sajonia en el mural que los inmortaliza en aquella palaciega ciudad, cuyo nombre, irónicamente, es de origen eslavo.


Bibliografía

  • Figes, Orlando, Crimea La Primera Gran Guerra, traducción de Mirta Rosenberg (Bueno Aires, 2012).
  • Tolstoi, Lev, Lo que Yo Pienso de la Guerra, traducción de Emilia Pardo Bazán (España 2015).
  • Tolstoy, Leo, War and Peace, traducido por Anthony Briggs (Nueva York 2005).
  • Wilson, Robert Thomas, Sir, Narrative of events during the Invasion of Russia by Napoleon Bonaparte, and the Retreat of the French Army, 1812 (Londres 1860).
  • Martin, Kingsley, The Triumph of Lord Palmerston (Londres 1963)
  • Horne, Richard Henry, The History of Napoleon (Londres 1841)
  • Lefebvre, Georges, Napoleon: from Tilsit to Waterloo, 1807-1815 (Nueva York 1969)
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