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Luisa Etxenike

Fragmento del libro “CRUZAR EL AGUA”

Fragmento del libro “CRUZAR EL AGUA” (Nocturna Ediciones) de Luisa Etxenike

 “E noi fatti d´aria al mattino”

Salvatore Quasimodo, Antico inverno

El cordón

Sabe que ha anochecido y que a esa hora no habrá nadie en la playa. Se aparta de la barandilla, atraviesa la arena y se mete vestida en el mar. Bastarán unos pocos pasos, ha consultado la tabla de mareas. 

Avanza lentamente. Uno, dos, tres. 

El agua le llega ya a la altura del pecho, pero aún no siente el tirón. Un paso más. Entonces empieza a notar la resistencia de la correa, y se sumerge, inclinándose hacia adelante, como en una inmersión verdadera.

Siempre nadaba con los ojos cerrados. Elegía un punto en el agua, muy lejos de la orilla, e iba hacia allí, sin necesidad de mirar, guiada por la confianza en sus movimientos. Brazadas rectas, precisas como puntadas. Nadar como coser en los innumerables tejidos del mar. Según la hora del día o la estación del año o el ímpetu de la marea, el agua era un lino maleable, un tafetán crujiente, una lana arisca o cálida… Alcanzaba su meta, sin mirar; luego elegía otro punto, aún más lejano. Y llegaba hasta allí, con los ojos cerrados, apoyada en la exactitud de sus movimientos y en su “formidable” sentido de la orientación. Así lo definían sus amigas. “Irene se orienta en la vida como un hombre”, decían también entre risas. Y ahora, ¿cómo se orienta Irene por la vida? ¿Y dónde están las risas a su alrededor? ¿Y esas mujeres son amigas de quién?

Sin saber qué la impulsa, saca la cabeza del agua para seguir respirando. Una inspiración profunda, como si le importara. Vuelve a hundirse. Bajo el agua permanece lo más quieta posible. No quiere hacer ningún gesto que recuerde a aquellos: brazos y piernas fiables; cuerpo de brújula. Alcanzaba su meta, cada vez, sin necesidad de mirar.

Pone ahora la mano en la hebilla del cinturón. Bastan los dedos para deshacer la atadura. Los animales cortan el cordón de los recién nacidos con los dientes. Pero es para que vivan. Libera la correa de la púa… Pero no sigue. Necesita más aire e, incomprensiblemente, vuelve a sacar la cabeza del agua, y respira. 

Y se levanta y devuelve la correa a la hebilla y la aprieta. Y se gira para sujetar bien el cordón y tensarlo. 

Y así, agarrada a esa tensión como a un pasamanos, sale del mar, atraviesa la playa, alcanza la barandilla del paseo donde ha atado el segundo cinturón, lo libera; recoge el bastón e inicia el camino de vuelta a casa.

Hoy tampoco se ha soltado para irse mar adentro. No entiende por qué, no sabe qué la saca del agua. Pero tiene que ser la rabia, una emoción altiva que no deja morir.

Contar 

A la señora le gusta que le cuente historias. Se lo pidió desde el principio.

-Tráeme la calle, Manuela- le dijo-, cuéntamela.

Ahora ya no tiene que pedírselo. Manuela va de un cuarto a otro, haciendo los trabajos de casa, pero a cada tanto vuelve al salón para irle contando: sucesos, cosas prácticas, los trámites para esto y lo otro, las compras, los planes de los fines de semana; y retratos también de las personas que va conociendo. Pero de Andoni aún no le ha hablado.

A la señora le gustan las descripciones con muchos detalles. Quiere que le cuente con precisión cómo es todo el mundo, pero le basta con saber lo de fuera, no pregunta indiscreciones;  le basta con el físico y la ropa que llevan. La ropa le importa mucho. 

A Manuela contar le gusta. Le parece que contar, mientras hace las tareas domésticas, le da más importancia a su trabajo, y otra categoría; lo eleva de lo puramente manual. Y que eso es como un adelanto  de las profesiones que va a tener en el futuro. No sabe aún cuáles, sólo que serán distintas a trabajar simplemente con las manos.  Cada historia que cuenta es como un paso que la acerca a ese día en que su profesión será una mezcla de trabajo con las manos y con el pensamiento. 

Pero también le gusta contar por otra razón. Contar la ayuda a verse mejor por dentro. Porque para contar hay que ordenar las cosas, colocar delante lo que tiene más sentido, y arrinconar lo que no vale tanto, lo que ya no tiene que valer. Contar es como hacerse la limpieza por dentro, poniendo aquí, guardando allá, tirando algunas cosas definitivamente. Contar es ponerse una asistenta por dentro que lo deja todo limpio y como es debido, piensa Manuela, y eso la hace sonreír. A lo mejor se lo va a decir con esas mismas palabras a las compañeras del grupo del relato del viaje. Contar hace bien.  

Y además, a la señora la ayuda. “Tráeme la calle, Manuela”. Tal vez a ella también le sirve para guardar por dentro lo que tiene valor y tirar lo inútil o dañino; aunque lo dañino le parezca ahora imposible de tirar. Pero algún día podrá. Y Manuela quiere ayudarla, y por eso, poco a poco, su relato se ha ido volviendo más atrevido, más profundo. Ha metido en él la mudez de Juan Camilo, por ejemplo.

-Desde que dejamos Colombia no ha dicho una palabra. El mismo día que nos marchamos el niño dejó de hablar. Mi familia, que está toda allí, cree que es por nostalgia. Que le falta todo aquello. La gente de aquí también lo piensa. Creen que no habla porque quiere volver. Pero yo no lo creo.

-¿Qué crees tú?

-No sé, pero nostalgia no. Juan Camilo es demasiado curioso para eso.

Irene quiere preguntarle cómo la curiosidad cura de la nostalgia, pero Manuela ya se ha ido a seguir con los trabajos de la casa. Siempre es igual, Manuela no se está quieta; entra y sale del salón varias veces. Irene imagina que hace lo mismo en el resto de las habitaciones, y le gusta esa manera de trabajar, como a saltos, que imprime un ritmo vivo, imprevisible a su relato. Sólo hay vida en lo imprevisible,  porque sólo ahí hay libertad; lo que se sabe de antemano encadena. Pero eso quiere quitárselo de la cabeza y espera impaciente a que vuelva Manuela y siga con su historia. Manuela es una artista de la reanudación, piensa Irene, y que por eso sería una excelente costurera. Interrumpe su relato cuando sale del salón y lo recupera,  cuando vuelve a entrar, exactamente donde lo había dejado.

-Demasiado curioso para vivir hacia atrás. Así que esa mudez no viene de la nostalgia. Además llamamos a la abuela y a Elías a menudo. 

– ¿Entonces?

– Lo que yo creo es que Juan Camilo sigue como metido aún en el avión, suspendido sobre algo que todavía es nada, que no es tierra firme. Como si no hubiera encontrado aún la manera de aterrizar aquí y de ponerse a andar en nuestra nueva vida. Pero ya la encontrará. No le empujo, actúo con él como si no pasara nada. Me aguanto la impaciencia que me da el que ande todo el día escribiendo en la pizarrita. No quiero que vea mi preocupación. De todas maneras la doctora me ha dicho que no es nada orgánico, que la garganta, los oídos y todo eso lo tiene bien; y que a veces les pasa a los niños emigrantes; que se arreglará solo, de repente. Aunque Juan Camilo está tardando mucho, cerca de un año ya. Con el psicólogo dibuja, pero a mí los dibujos que hace con él no me gustan, por eso no los cuelgo en el cuarto. Me dan intranquilidad esos dibujos de animales gordos, deformados, y de personas raquíticas y como vacías. Yo hago que todo parezca normal para darle confianza. Confianza es lo que se necesita para aterrizar… 

Pero vuelve a marcharse. Irene oye cómo abre la puerta corredera que da a la terraza y sale.

La voz escondida

No hablar es mejor.  Así la gente no le hace preguntas. Antes, cuando no le conocían sí le preguntaban, ahora ya no. Casi todo el mundo ha dejado, poco a poco, de dirigirse a él. Es mejor. Así no hay que prepararse para mentir. Mentir está mal, se lo han enseñado. También Elías le dijo muchas veces que mentir es malo. Entonces tiene que pensar que aquel hombre nunca le mintió, que lo que le decía era siempre verdadero. 

Su madre le cuenta a todo el mundo que él saca buenas notas en el colegio. La gente le suele contestar, como si lo dudara:

– ¿Puede un niño sacar buenas notas sin hablar? ¿Cómo es posible? ¿Y los ejercicios?

Pero eso también es verdad. Un niño no necesita la voz para sacar buenas notas. Él hace todos los deberes por escrito; presenta más trabajos escritos que sus compañeros de clase. Escribe todo el tiempo. Escribir es igual que tener voz, porque la voz está hecha sobre todo de palabras.

Aunque la voz también se forma con gritos, risa y el ruido del llanto. Desde que está en esta ciudad tampoco ha reído ni llorado. A veces tiene miedo de que se le olvide todo eso; no las palabras que se pueden poner por escrito, sino lo otro. Tiene miedo de no saber más tarde, algún día, poner la voz para el llanto o la risa; no volver a oír esos sonidos con su propia voz.

Le asusta eso, pero tiene que callarse, esconder la voz, porque no quiere mentir. Mentir es malo, también Elías se lo enseñó. Y la verdad no puede decirla. Callar una parte de algo no es lo mismo que mentir. Pero eso él no sabría hacerlo; si le hicieran algunas preguntas, él no sabría callar esa parte, no sabría cómo defender el silencio de esa parte dentro de su voz. Por eso prefiere el silencio completo, todo en silencio. 

Decir sólo la mitad de algo tampoco es mentir. Por eso sabe que su madre no miente, que cuando no le dijo aquello no mintió. Pero él no lo conseguiría.

En la consulta del psicólogo siempre piensa en los otros niños, porque al médico le importa mucho cómo se lleva con los demás.

-Bien- escribe en la pizarra.

Y luego tiene que escribir muchas veces “no”, porque el doctor siempre  le pregunta, de muchas maneras diferentes, si sus compañeros de clase le hacen daño. Cada vez que viene a la consulta, le pregunta de muchas maneras distintas si alguien le hace daño.

Y él vuelve a negar en la pizarra, porque sabe que el doctor le está preguntando por un daño de ahora, y no es mentir. 

Siempre le pregunta también por el miedo. No le pide que le cuente sus miedos sino que le hable del miedo “en general”. 

Él podría escribir, en general, sobre ese temor a olvidar cómo se ríe o se llora con sonido. Pero no lo hace; no quiere hablarle al médico de esas cosas. Ni de que los otros niños lloran y ríen sin problema. Los oye cada día en el patio del colegio mientras juegan. 

A su madre sus amigos no le preguntan si un niño puede jugar sin sonidos. Pero sí puede. 

Que juega con sus compañeros también se lo ha escrito al psicólogo muchas veces en la pizarra…sí, sí, sí. O ha respondido asintiendo con la cabeza…sí, sí, sí. Cada vez que viene a la consulta le pregunta de muchas maneras distintas si juega en el colegio o en el parque.

-Se puede jugar en silencio- escribe en su pizarra.

Y el médico anota algo en su cuaderno. Y luego mira en su dirección, pero no a él. La mirada le pasa rozando y se va más lejos. Hacia un punto que Juan Camilo no alcanza a ver. Y además el niño piensa que ese punto no está en la habitación, sino fuera y a una gran distancia. Como si el médico estuviera soltando los ojos, liberándolos… Como cuando se mira al cielo o al mar. 

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