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Flaco, pensar no hace mal

Tiempo atrás, en mis años de adolescencia, vi pintado en una pared un mensaje que quedó para siempre tatuado en mi memoria. El mensaje decía “Flaco, pensar no hace mal” y lo firmaba un tal Jota. Las letras blancas contrastaban sobre la muralla marrón oscuro del club hípico de Viña de Mar a unos 20 minutos de mi casa. Yo me cruzaba con el mensaje todos los días cuando viajaba montado en el autobús camino a la escuela. Una vez que nos acercábamos a la intersección de Los Castaños y la Avenida Valparaíso, paseaba la mirada sobre la ventanilla hasta dar con el trazado de sus letras y repetía la oración en el silencio de mi cabeza. Tal escrito no contenía una profunda significancia para otros tantos ojos que daban con el, pero en los míos, el mensaje era concluyente.

Ha habido gente en el pasado que se ha detenido a pensar, inclusive los hay hoy también, pero ya van quedando menos. Mientras más avanzan los minutos y mientras se van a acomodando en el rincón de nuestra historia los sueños de una juventud lejana, más robóticos y más metódicos nos vamos volviendo.

El régimen de trazar los senderos de nuestras vidas parecieran ser una formula, al menos en cuanto incumbe a nuestro continente, universal. El camino desde que un niño nace se obra paso a paso con una regularidad inquebrantable. El colegio, el estudio, la competencia, la sed por ser el mejor, el adiestramiento de los supuestos valores, la ley de gravedad, la historia y la geografía, etc. Resolver, intuir, criticar, improvisar, evaluar, etc. ninguna de estas palabras pertenecen al vocabulario de nuestro sistema educativo. Obedecer, memorizar, emplear métodos, seguir reglas, etc. estas palabras son las que llevan la batuta en las aulas. Una vez que el nuevo ser humano se ha curtido a cabalidad en los campos del azoramiento, se le otorgan toda clase de diplomas y se festejan con algarabía singular los logros personales de cada cual, resaltando con especial atención si acaso este ser humano promete ser el mejor entre sus pares.

Una vez terminado el ajuste de las doctrinas en universidades, después de haber dado comienzo a una de las deudas más abultadas que esclavizan al ser común de nuestros días, entra el nuevo hombre/mujer en el ferviente mercado laboral. Allí se le entrena a apaciguar las fiebres revolucionarias, a calmar la sed por un cambio, a olvidar el sentido lógico de las cosas, a evitar pensar con demasiada agudeza y a que las cosas no se mejoran pues como están funcionan.

De ahí  la vida sigue merodeando su caída al definitivo precipicio, y el que partió siendo un niño sin propósitos es ahora un hombre “de bien”. Para seguir con las formas sistematizadas de este consorcio social, el flamante hombre se encuentra con su siguiente camino naturalmente hilado en los libros de su destino, es hora de emparejarse. Se busca incesantemente  a un similar, preferentemente del sexo opuesto. Llega el día de la boda, y con él un gastadero descomunal. Pero a estas alturas cualquier gasto inmensurable es justificado en la noción de la esperada quimera, el matrimonio.  El último consagramiento eclesiástico y civil de un ser humano en sociedad. Llegan los niños y con la misma templanza se amaestran a los nuevos clientes de la vorágine mercantil a que sigan dando leña a la hoguera de esta podredumbre. Como a esas alturas ya la mayor parte del cuento está sazonado, no queda más que esperar a que llegue la vejez leyendo libros de Paulo Coelho y siguiendo dietas naturistas.

¿Y pensar? Nunca hubo tiempo para eso. Nadie se lo planteó. Nadie especuló que Newton estaba errado hasta que Einstein lo delató. Nadie pensó que la tierra era redonda, y hasta que Copérnico y Galileo lo blasfemaron. Al parecer, en nuestros días, nadie parece plantearse que nuestro sistema educativo es el comienzo de una esclavitud tan redonda como la tierra misma. Competimos en lugar de cooperar, nos separamos en lugar de mancomunarnos, nos acusamos en lugar de protegernos. La historia en las escuelas habla del descubrimiento de América refiriéndose a la invasión europea de hace cinco siglos. Descubrimiento debería ser entonces sinónimo de violencia rapaz, de violaciones inescrupulosas y de fervores idiotas por colores y dioses, fervores heredados de un pobre español enviciado por su paupérrima ignorancia. Nunca pude entender bien cómo es que se puede descubrir un territorio cuando ya de antes estaba poblado. Nadie se plantea que ese pedazo de historia de América es el que dio comienzo a la dictadura de la codicia y la explotación de la espalda de un hombre por la lujuria de otro.

En clases de ciencias nos enseñan de leyes científicas que, según ellos, son absolutas y universales. Sin embargo basta un movimiento medianamente leve del orden planetario y de las fuerzas aledañas que nos mantienen suspendidos en el espacio y todas las leyes se vuelven obsoletas. La teoría de la relatividad de Einstein no es solo un subterfugio científico que atañe a las ecuaciones gravitacionales si no un ente de la filosofía moderna, una nueva forma de observar el mundo. Nadie, sin embargo se detiene a objetar si acaso lo que nos dicen nuestros padres está bien o está mal. Pareciera ser que la relatividad tiene acotadas sus limitantes y no cabe en la mesa de una familia. Como si la verdad, la moralidad y las buenas costumbres no fueran relativas a quien las plantea. No. Nos entrenan a seguir el cauce que lleva la corriente en que todos van medio ahogados y bajo ningún punto de vista es argumentable sentarse a la orilla de la carrera a mirar pasar la vida con un cigarro de marihuana, despilfarrando las ganas del sexo sin condón. ¿Será, me pregunto, tan elocuente cuidarse toda una vida para morir de viejo derrotado por los años o será acaso una propuesta razonable vivir poco con vicios de toda índole, pero hacerlo a fondo?   

A mí me enseñaron que la universidad era el único camino y no es sino hasta ahora que caigo en el arrepentimiento profundo, sumido en la nostalgia de los sueños de libertades que nunca llegué a palpar. Preferiría estar en una playa mordiendo pescados crudos, sonriéndole a la vida y agarrando olas que me den tumbos hasta que por fin una me lleve para siempre. O talvez dejando que la panza se vuelva gorda en un bar de tufo grotesco en la Habana de mis sueños, contemplando como las arrugas en mi cara se agrietan más profundas, a esperar a que el vino tinto me perfore el hígado y cobre así su forma de hacer diezmo. Pero no lo hago  pues hay que ser cobarde, ser valiente pasó de moda.

Pensar no hace mal me decía el Jota en esa pared que aún recuerdo nítida. Si hubiese una pastilla para pensar, me gustaría comprarla. La pagaría con la sangre que me queda, aunque ya no me quede mucha, la mayoría se volvió agua, palideció.

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Claudia Peña Lang
Claudia Peña Lang
8 years ago

Que sensibilidad!!!, me parece una invitación relevante para todos, porque todos estamos incluídos.
A pensar entonces y no dejarse llevar !!!
Yo acepto la invitación.

Raúl Sepúlveda Cortés
Raúl Sepúlveda Cortés
8 years ago

Es hora de entender que la escuela es más que los colegios y que en ellos a veces hay algunos maestros, la mayor parte de las veces éstos los encontramos en los caminos a los que la vida nos lleva. Desde los colegios perpetuamos, muchas veces, lo que el sustema quiere dominar. El pensar que otra educación es posible, más humana, libre y consciente…

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