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Alex Lima
Alex Lima - ViceVersa Magazine

Fantasmas perdidos en el último puerto del Caribe

Desde los emblemáticos cuentos del Grupo de Guayaquil hasta la propuesta poscolonial de Jorge Velasco Mackenzie gran parte de la producción narrativa ecuatoriana del siglo veinte, por lo menos la que se difunde en los centros académicos de occidente, fue encasillada dentro del reducto de lo “subalterno”, de arquetipos relegados al margen de la falsa promesa del progreso. En El fin de la familia (Nana Vizcacha, 2019) el escritor guayaquileño Augusto Rodríguez pone el dedo en la llaga de la resaca de una clase media inestable dispuesta a mantener su estatus a cualquier precio.

A pesar de estar ambientada en Urdesa, un espacio semi-ficticio pero reconocible, Rodríguez apuesta por un cosmopolitismo acorde con su formación sentimental, una visión informada por la música pop rock en inglés y en castellano, así como de otros elementos culturales característicos de la generación X: el video musical, los videojuegos, el cine y las series internacionales de televisión. La literatura regional del siglo anterior ha sido suplantada por una cultura transcontinental homogeneizante (Condorito, Spiderman, Burger King, Halloween, la Copa Libertadores, Superman y Skármeta). El joven narrador de este relato se desplaza sin impedimento fronterizo alguno a la casa de su abuela en Miami, a visitar a su padre ausente en Chile, a su tío convaleciente en Houston, y como buen escritor latinoamericano sale a            encontrarse a sí mismo en el Barrio Latino de París. De igual manera, el autor proyecta un carácter menos regionalista de la ciudad de Guayaquil al resaltar que el puerto siempre ha recibido “personas de todo el Ecuador y de muchos países vecinos. Acá viven árabes, turcos, libaneses, chinos, es decir, de todas partes del mundo. El cantante Daniel Santos dijo en el año 1950: Guayaquil es el último puerto del Caribe”.

A medida que nos adentramos en la amena lectura de este relato nos transportamos a una Guayaquil que podría ser cualquier urbe de Latinoamérica. Y es precisamente ese latinoamericanismo a caballo entre una instantánea de postal y el mensaje íntimo al dorso de la tarjeta lo que nos revela este trabajo de Rodríguez, asistimos a la vida privada de una familia de clase media acomodada sin llegar a caer en la intriga telenovelesca. Lo que a primera vista se percibe como una reivindicación nostálgica de clase, se replantea como una dura crítica (desde adentro) de ese entorno marcado por las apariencias de puertas hacia afuera y el descenso hacia lo más ruin de la condición humana. Por ejemplo, ante cualquier sospecha de homosexualidad o locura, varias de estas familias pudientes envían a sus hijos a “estudiar” al extranjero, puesto que es preferible el destierro antes que sufrir la “vergüenza” familiar: “se convertían en hijos sin padres, huérfanos en una tierra de nadie, hijos sin familia, hijos de la nada, hijos de mierda”.

El hilo conductor de esta superposición de viñetas es el sentimiento de pérdida, no sólo del estatus socioeconómico sino también de la inocencia de un narrador cuyo entorno inmediato se va disipando a medida que fallecen sus familiares, a medida que se va haciendo mayor. No obstante, este relato no pretende ser una novela de aprendizaje, menos aún una idealización nostálgica del pasado, se trata de un testimonio posmoderno en el que se superponen momentos indelebles de su infancia, una lista de canciones que funcionan como suerte de banda sonora del trayecto, y una serie cronológica de fotos de la casa de los abuelos que ilustran cómo el inmueble pasó de ser una casa elegante a un establecimiento comercial.

Por momentos este relato nos transporta a otra tradición no muy lejana, a la representación novelada del barrio de Miraflores en Lima. Autores como Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa, Jorge Eduardo Benavides y Victoria Guerrero Peirano han utilizado el microcosmo de Miraflores como trasfondo espacio-temporal donde inicialmente un grupo de jóvenes de diversas estancias de la clase media (incluso los venidos a menos) indagan y se ven condicionados por la realidad sociopolítica del Perú. A diferencia de los personajes de esta tradición limeña, en el relato de Rodríguez no existe un desarrollo profundo de los mismos puesto que quien narra es un joven cuyo testimonio se limita a recrear aquellos momentos traumáticos que han marcado su corta vida, particularmente situaciones de abandono y de pérdida: la del padre, de la abuela, del tío, del abuelo, del amigo, de la inocencia, de un mundo que se desmorona. Y al final el narrador se va quedando solo entre fantasmas, cosmovisión que alguna vez quedó reducida al ámbito de lo real maravilloso pero que, los que hemos crecido en esta parte del mundo aceptamos, así como asumimos que las ánimas también posan sonrientes para la foto de familia.

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