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carlos noyola

Expertos inexpertos

En El ocaso de los ídolos, Nietzsche asegura que no hay correlación entre el consenso de los sabios y la veracidad de las cosas sobre las que versa su acuerdo. Aunque tomada en forma estrictamente literal la sentencia puede llevar a conclusiones peligrosas (exempli gratia, todo es relativo, el conocimiento es imposible), la iconoclasia de Nietzsche da un mensaje importante: hay que someter los juicios de los expertos a un riguroso examen crítico, antes de tomarlos por máximas.

El 14 de septiembre de 2001, Paul Krugman -uno de los economistas más famosos en el mundo occidental- escribió en el New York Times sobre los atentados terroristas acaecidos tres días antes. En su columna, el futuro premio nobel concluía que “los ataques terroristas podrían incluso ser buenos para la economía” (1). El argumento de Krugman es que, por un lado, la caída de las torres en Manhattan incrementó la demanda de edificios, así que el ataque se traduce en un incremento en la inversión privada. Por otro lado, el ataque hacía posible que se implementaran “medidas sensatas” para enfrentar la desaceleración económica que vivía EU en ese momento: los legisladores llevaban semanas sin ponerse de acuerdo sobre un incremento temporal del gasto público, pero ahora, dada la gravedad de las circunstancias, tendrían que aprobarlo. No conforme con esto, Krugman aseveraba que “si las personas salen a comprar más agua embotellada y alimentos enlatados estimularán la economía”. 

El texto de Krugman es un monumento a la ignorancia. Sus recomendaciones son opuestas a los principios económicos básicos, y el mejor ejemplo del tipo de argumentos contra los que la economía busca ser antídoto. El primer concepto nuevo en la carrera de todo economista es el costo de oportunidad. Nada es gratis, pero los costos más importantes no son los billetes con muchos ceros, sino las alternativas. El tiempo que uno pierde viendo memes en Facebook es una oportunidad tirada a la basura para aprender qué es un aneurisma o para hacer ejercicio; el costo de un día de desempleo para un albañil es la pared (o las) que pudo haber construido; el costo de estas líneas es el gran poema que pude haber escrito en lugar de esto (there is no such thing as a free meal, dicen en inglés). El concepto es fundamental porque resume lo que se espera de un economista: que vea más allá de lo que tiene enfrente, que sea capaz de dilucidar los costos ocultos que la mayoría no percibe, que piense en términos de resultados, no de intenciones.

Cierto, el ataque terrorista provocó que se tuvieran que construir nuevas oficinas, pero los recursos necesarios para ello cuestan: de no haber ocurrido el atentado, se podrían haber usado para construir escuelas, hospitales, casas para personas que lo necesitaban, y un largo etcétera. Si siguiéramos el razonamiento de Krugman, como tirar dos edificios aumenta la inversión el siguiente paso debiera ser tirar todos los edificios de Nueva York, o todavía mejor: ¡imaginen el incremento en la actividad económica de México si volamos el Distrito Federal, completito! Seguro así el país se convertirá en potencia. De acuerdo con Krugman, entonces, los japoneses que vivieron en la década de 1940 deben agradecer a EU esas dos bendiciones que fueron Hiroshima y Nagasaki, ¡cuánto crecimiento económico! Por supuesto que Krugman no diría eso, pero así de falaz es su argumento, aunque sea incapaz de verlo cuando se trata de dos torres en Manhattan.

Lo mismo con el agua y la comida en latas. El aumento en el consumo de esos productos, luego del ataque, se dará a expensas del consumo de otros productos, de forma que el supuesto estímulo a la economía es falso. Los ciudadanos dejarán de disfrutar un libro, un café, carne, ropa nueva; dejarán de ir al cine o de ahorrar para comprar alimentos no perecederos, porque tienen miedo del desabasto que un posible conflicto armado causaría. La sociedad está peor porque en tiempos de tranquilidad los ciudadanos no hubieran elegido eso, la emergencia los obligó. Pero Krugman parece creer que los recursos que la gente usó para comprar más comida no se hubieran usado para otra cosa, o que cayeron del cielo y la demanda de ningún otro producto -o servicio- se verá afectada. El caso de Krugman exhorta a cuestionar el énfasis de los posgrados: ¿para qué queremos expertos en los detalles que son ignorantes en lo esencial?

Finalmente, el premio nobel aboga en su texto por un incremento en el gasto público para aliviar la desaceleración. Desde finales de la década de los setenta, investigadores como Robert Lucas, Thomas Sargent y Edward Gramlich han aportado evidencia de que la política keynesiana es, en el mejor de los casos, inútil (cuando no perniciosa). Las evaluaciones más recientes sobre el efecto de las políticas keynesianas de la primera década de este siglo (como la de John B. Taylor) corroboran las críticas pasadas. Incluso las investigaciones que han reportado hallazgos positivos muestran que el impacto es menor al esperado. Además, el costo es tan alto que el beneficio de los efectos se vuelve cuestionable. Y aunque algunos siguen empeñados -como Krugman- en afirmar que romper sillas y luego contratar gente para arreglarlas mejorará el bienestar de los individuos, hay razones de peso para dudarlo.

La primera es que -como dije antes- no existe la gratuidad. Alguien tiene que pagar el incremento en el gasto público. Las opciones son limitadas: se paga con impuestos más altos en el futuro, con inflación (si el gobierno opta por imprimir dinero) o con mayores niveles de deuda pública. En el primer caso pagarán las siguientes generaciones (sin tener la culpa), en los otros dos los ciudadanos que supuestamente deberían beneficiarse acabarán pagando el precio de la inestabilidad económica y una moneda depreciada. Empero, un error común de los hacedores de política pública es subestimar la astucia de los peatones. Si las personas se dan cuenta de que alguien tendrá que pagar ese gasto extra en el futuro, preferirán ahorrar más y no se dará el esperado estímulo a la demanda (esas personas, además, tienen memoria, así que recordarán el incremento pasado en el gasto durante la recesión y cualquier estímulo futuro por el lado del gasto tampoco funcionará). 

Como las personas sí se dan cuenta, los economistas han estudiado el fenómeno durante muchos años, tantos que lo han bautizado: equivalencia ricardiana. En las licenciaturas de economía se enseña durante el primer año y se repite a lo largo de las siguientes materias. Más que no entender ideas fundamentales, la ineptitud del columnista del Times hace pensar que no asistía a clases.

Paul Krugman es uno de los tantos expertos inexpertos con doctorado y cubículo de profesor. Sin embargo, el investigador sandio promedio no pasa de engañar a unos cuantos jóvenes cándidos. Sus trabajos no evaden los filtros de las publicaciones especializadas, en el peor de los mundos logra colar una investigación que nadie lee. 

No ocurre lo mismo con aquellos que lideran la opinión pública desde medios de comunicación masiva. Bryan L. Bonner -profesor en la escuela de negocios de la Universidad de Utah-, luego de hacer experimentos con grupos de personas que tienen que tomar decisiones (en un contexto empresarial), para saber qué determina que un miembro tenga más influencia que otro, encontró que cuando los participantes de un grupo no tienen información relevante sobre el tema antes de enfrentarse a la toma de decisiones tienden a asumir la confianza en sí mismo como una señal de conocimiento, y permiten que quienes muestran confianza influyan más en la decisión. Las palabras de un economista con doctorado del MIT y premio nobel tienen mucho poder cuando se publican en uno de los periódicos más importantes del mundo.

Claro que Krugman ha contribuido notablemente a la economía (por eso el premio nórdico en 2008), pero su texto del 2001 muestra, al menos, que ser investigador en cierta ciencia ni siquiera garantiza que uno pueda hablar con fluidez de cualquier área dentro de ella. Paul Krugman sabe mucho de comercio internacional y sus implicaciones en un mercado global integrado, mas obviamente no de política fiscal. Francisco Segovia me dijo alguna vez que los doctorados no eliminan la ceguera mental. Yo le agrego que tampoco los premios nobel, y Nietzsche estaría de acuerdo, aunque él y Francisco lo dirían sin eufemismos…


 (1) La traducción del inglés de todas las partes citadas del texto de Krugman es mía.

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