Este año se cumplen 40 de la muerte del filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre, punta de lanza del pensamiento crítico de la posguerra francesa, moviéndose entre territorios disciplinarios que por momentos él hace confluir o no, según los casos. Sin embargo, su biografía atravesó los grandes hitos que marcaron los sucesos históricos más trascedentes del siglo XX, motivo por el cual, a mi juicio, se impone un balance de su ambicioso proyecto creador. Imposible separar de su figura, igualmente carismática, no con idénticos intereses, pero con incuestionables afinidades, a la también escritora y ensayista Simone de Beuavoir, su compañera de toda la vida.
En efecto, los escritores Jean-Paul Sartre (Francia, 1905-1980) y Simone de Beauvoir (Francia, 1908-1986), más conocidos como existencialistas franceses (pongo a un lado a Albert Camus) fueron intelectuales públicos que indudablemente sentaron las bases del impacto que tendría en adelante la palabra en el orden de lo real (no solo en Occidente). De hecho Simone de Beauvoir realizó un extenso reportaje a partir de un viaje por China, al que sumó material de investigación histórica y cultural, que tituló La larga marcha. Un ensayo sobre la China (1957). Ambos autores, en situación (término técnico de su filosofía que utilizaban con frecuencia), se posicionaban respeto de la relación entre orden establecido e impacto de lo significante, traducido en intervenciones públicas concretas de carácter discursivo (tanto ficcionales como en lo relativo al ensayo de ideas, no solo filosófico, a lo que sumo en ocasiones en contextos mediáticos). Este acontecimiento marcaría el compás de los tiempos políticos y sociales del siglo XX, al calor de lo que ellos escribieron. A partir de su palabra dinamizarían esa misma realidad porque impedirían la reproducción indefinida del estado de cosas vigente que llevaba a la cultura burguesa dominante, a naturalizar su ideología social adoptando la forma del poder hegemónico. Este era un dato ya inadmisible e inaceptable para los existencialistas (que no fueron los únicos en atacar) en virtud de lo avasallante de su poder que se internalizaba de un modo automático en los sujetos (varón y mujer), causando estragos. Era habitual la alienación que provocaba en ellos honda frustración, el modo en que cercenaba su realización, la infelicidad a la cual los condenaba, la circularidad paralizante a la que los sometía. Los confinaba a las ensoñaciones nostálgicas, a comportamientos carentes de toda creatividad y realización personal y esa misma cultura de clase resultaba arrasadora en lo relativo a la posibilidad de generar una cultura crítica. Postulaban, además, como verdades inamovibles o ideales lo inauténtico. Así, el capitalismo de por entonces fue, de modo notable, puesto en jaque a través de sus libros, de naturaleza siempre polémica, pero también muy influyente en buena parte de la sociedad francesa, en particular en cuanto fueron escritores que alcanzaron la consagración y el reconocimiento mundiales. Sartre y de Beauvoir se posicionaron, desde sus comienzos como autores incómodos, que esa sociedad repudió hasta finalmente terminar por admitirlos y hasta aclamarlos, en virtud de sus libros descollantes, de su trayectoria tramitada, como dije, en ficciones, crítica literaria y filosófica. A mi juicio eso es lo que debería ocurrir siempre entre quienes se dedican a la profesión de la literatura y la filosofía de modo idóneo y con ética profesional: mantener una actitud de alerta hacia las instituciones sociales y el poder. Impugnar todo atropello contra la libertad de acción y de expresión. Circunstancia que no siempre tiene lugar porque muchos autores y autoras eligen la asimilación exitosa cuando no exitista al sistema, con mansedumbre, sin tomar distancia de las ideologías más reaccionarias hacia la expansión de una sociedad más libre, más justa, más equitativa y naturalmente desentendiéndose de toda causa social o relativa a los DDHH. Existen escritores y escritoras perfectamente funcionales al sistema. También académicos “de gabinete” que no suelen salir al ruedo sino mantenerse tras las confortables murallas universitarias en una cofradía de pares ejerciendo en ocasiones una competencia despiadada. Y existen académicos que además de tener protagonismo en las aulas y en sus respectivos proyectos de investigación, eligen realizar intervenciones públicas demoledoras. Todo ello depende de múltiples factores. Pero en principio lo atribuyo a un cierto egoísmo o quizás falta de vocación por el bienestar del semejante por parte de quienes solo aspiran a un lugar de coronación en su carrera, obtenido mediante el triunfo fácil gracias a la aprobación de las instituciones dadoras de devoción cultural, además de por un conjunto de lectores y de un cierto periodismo cultural. Hay todo otro conjunto de escritores o pensadores (de ambos sexos) quienes, por el contrario, no hacen concesiones al orden establecido. No admiten que exista lo inequitativo entre los hombres y mujeres. Aspiran a que el bienestar sea generalizado. En definitiva, las cosas me parecen bastante sencillas. Sin una ética no puede haber una política. La ética es la que rige un universo de valores a partir del cual los sujetos (varones y mujeres) desarrollarán sus vidas y se desenvolverán en el mundo no solo de la literatura, a través de una política que defiende una determinada ideología. Sartre y Simone de Beuavoir optaron por el camino más difícil, marchar a contrapelo del mundo social y político que de otro modo los hubiera adulado.
Paralelamente, ambos dejaron una difícil herencia para los intelectuales, pensadores y escritores (mujeres y varones) que les siguieron y que debieron tomar distancia de ese legado de tan infinita riqueza, para poder definirse identitariamente, tanto en lo relativo a la ideología como a la estética, a los efectos de contornear su propio proyecto creador. Esta operación, por otra parte, no fue sencilla. La distancia histórica, a diferencia de nuestro caso, era escasa, y el proyecto existencialista era de naturaleza totalizadora además de sumamente potente y eficaz. Eso por un lado. Por el otro, dicha definición ocurrió en términos relacionales. Los proyectos creadores que vinieron por detrás, herederos o en disidencia con el existencialismo, también los tomaban como punto de referencia. En muchos casos se partió de su sistema de ideas para polemizar con ellos. Para desmarcarse de su trayectoria. En otras, en cambio, escritores e intelectuales (de ambos sexos) se plegaron a ella prosiguiendo un linaje con aportes valiosos a la Historia del pensamiento y del arte.
De la mano del existencialismo, figuras revulsivas del pasado o el presente histórico literario franceses irrumpieron en la esfera pública (el Marqués de Sade, Jean Genet) y Sartre procedió a escribir en un libro monumental una pormenorizada lectura en clave biográfica/psicoanalítica, de la vida y las condiciones de producción cultural del escritor francés Gustave Flaubert. Fue un emprendimiento monumental (rasgo que sería inherente a los existencialistas: la desmesura) que le demandó sendos gruesos tomos (en la edición en español al menos) a los fines de deslindar algunos factores identitarios del autor de Madame Bovary. Lo hizo para comprender no exactamente circunstancias meramente biográficas sino para entender de qué modo el sujeto Gustave Flaubert en virtud de su historia personal había configurado una poética singular. Con Jean Genet la operación no fue exactamente la misma, sino la de realizar un estudio sobre su dimensión más iconoclasta. Se concentró en el dramaturgo francés como figura maldita, rabiosa (incluso criminal, recordemos que fue encarcelado por delitos que no fueron graves, pero que sí lo situaron en la esfera de la clandestinidad) contra la cultura oficial francesa, que al igual que con Sade nunca supo muy bien cómo digerir a estos íconos del pensamiento salvaje en el seno de su tradición. Es más: ciertos creadores y creadoras francesas, en función de su desafiante posición respecto de la cultura oficial, procedieron a la invención de una tradición (en términos del crítico inglés Raymond Williams), sembrando de perturbación a esa sociedad aparentemente tan apacible y meridiana. Esa tradición se prolongaría hasta nuestros días.
Sumaría a esta lista de “indeseables” por parte de la cultura oficial francesa naturalmente a Arthur Rimbaud en su dimensión más escandalosa, así como al Conde de Lautréamont. Sartre y Simone de Beauvoir pensaban que era una tarea importante sacar a la luz a estas personalidades antiburguesas. Provocadoras de una insurrección en el orden social y de las condiciones de producción que las habían alumbrado. Esclarecerlas mediante estudios que fueran lecturas de sus poéticas resulta primordial. Opino lo mismo. Si un crítico se aboca al estudio de proyectos creadores confortables, funcionales al sistema: ¿de qué modo tal sociedad está en condiciones de realizar una autocrítica severa? En el caso de Jean Genet, no solo por su homosexualidad sino por lo revulsivo y por la radicalidad de su propuesta estética, particularmente de su dramaturgia.
Simone de Beauvoir, por su parte, también en sendos volúmenes interrogó la condición femenina desde una perspectiva analítica pero crítica a la vez. Abordó el modo en que para el varón la mujer era la alteridad inferiorizada devenida inmanencia (o “en-sí”, en términos de Sartre), carente de toda trascendencia, de todo proyecto con vistas a un horizonte orientado hacia un futuro de realización. La mujer estaba, por el contrario, cautiva del relato del varón que mediante mitos de la dominación o de halago la mantenía por fuera de esa situación de satisfacción, a buen resguardo de la acción, de la toma de iniciativas, de la revisión de sus estereotipos. Cuestionó los paradigmas del psicoanálisis y del materialismo histórico en el marco de los cuales la mujer era interpretativamente una figura pasiva. El sexo femenino era objeto de estudio e intervenciones invasivas por parte del varón. Ellas no habían sido históricamente sujetos activos de cambio o, en todo caso, de intercambio equitativo amoroso, no solo conyugal sino más ampliamente parental de orden prácticamente mercantil. Tampoco había sido historizada en tanto que sujeto, por una mujer, sino siempre por varones, lo que conllevaba la situación de “ser narrada” por una voz ajena.
La autora identifica, como dije, los mitos según los cuales ha sido un arquetipo inmanente de modo abnegado o bien cosificado desde el punto de vista del deseo. Las argumentaciones de Simone de Beauvoir podrían seguir ininterrumpidamente, el tratado in extenso es muy rico en ideas, relatos de casos clínicos, extractos de diarios íntimos, estudios de caso, investigaciones acerca de la sociedad según los términos en que los sujetos varón y mujer son criados en la sociedad occidental al menos, luego educados, punto de partida causal que es directamente proporcional al lugar que luego atributivamente se le asignará a cada uno en la sociedad. Pero, para ir al punto crucial, cerraría esta sumaria exposición precisamente con la frase que abriría el debate definitivo en los estudios sobre la mujer o, más ampliamente, de género: “Mujer no se nace, se deviene” (final del Tomo II, titulado “La experiencia vivida”). Un sintagma que haría correr ríos de tinta porque proponía explicar de qué modo la condición femenina en su construcción es el resultado de una serie de operaciones culturales, no digitadas por ellas, que las obligan a ocupar un lugar subalterno, condicionando su identidad, por lo general reprimiéndola. Ser mujer no consiste solamente en un dato de la biología. Simone de Beauvoir, en un gesto indudablemente subversivo, de abierta disidencia, abría la puerta a la acuñación de la categoría de género, que tendría lugar recién hacia los años ’70. Fue una precursora. Pero al mismo tiempo, si bien la mujer ha ocupado un lugar históricamente subalterno, cabía la esperanza (y la posibilidad) de que esa circunstancia pudiera ser desmontada y revertida en sus zonas inaceptables y conflictivas. Incluso en sus bases económicas. Esto es: el sexo no es destino. La maternidad no es destino. Bien se puede ser mujer sin acatar el destino de la maternidad.
La sociedad, si se dan ciertas condiciones dinámicas, está preparada (con resistencias seguramente) a cambiar sus roles, la asimetría entre el poder de la mujer y el del varón, entre la superioridad masculina a la hora de tomar las decisiones fundamentales de la Historia. En definitiva: un llamado a las mismas mujeres para transformarse en protagonistas de la Historia simbólica y material. No solo en figuras vicarias, sometidas. Ese es el motivo por el cual el trabajo tanto intelectual como de crítica tiene sentido para Simone de Beauvoir. Lo más inquietante de todo, simultáneamente, resultaba que, analógicamente, de modo similar esta idea podía ampliarse y postularse a la cultura en su acepción más amplia. Toda cultura era pasible de ser un lugar más auspicioso, dinámico y fluido para los seres humanos. Esa era una de las bases, precisamente, del proyecto (trascendente, para proseguir con sus categorías) del existencialismo. No solo una hipótesis interpretativa sino una matriz de intervención en la realidad para alertar acerca de que otro mundo alternativo es posible. El mundo no es una realidad demostrada. Es una organización pasible de ser desmontada en sus pilares que conducen a un statu quo. El segundo sexo (1949) se convirtió en el libro más influyente del siglo XX del feminismo. Fue inspirador de un movimiento que agitaría las aguas y cuyos ecos, recién hace unos pocos años, están volviéndose de naturaleza nítida y claramente visible, al menos en América Latina, en donde la desigualdad y la violencia de género resultan escandalosas.
Sartre, con su teatro, desenmascararía la hipocresía social (desde mi punto de vista con ecos no demasiado invisibles, de Guy de Maupassant) de la burguesía más reaccionaria, acudiendo a espacios cerrados claustrofóbicos en los que un grupo de personas es obligado a convivir (A puerta cerrada, 1944 y La mujerzuela respetuosa, 1946). Lo más miserable y lo más noble de la condición humana queda puesto de manifiesto. También acudió de modo elocuente a la recreación de mitos griegos (como en su pieza Las moscas, de 1943). Y Simone de Beauvoir, en diversos libros de ensayo o artículos, pondría en evidencia las astucias del pensamiento político de la derecha mediante un abordaje filosófico de sus premisas que están empapadas de un pensamiento que alimenta un tipo de acción que fomenta la exclusión. Esbozaría una ética existencialista en dos de sus libros, como corolario definitivo en Para una moral de la ambigüedad (1947). Su antecedente inmediato está en el así traducido Para qué la acción, de 1944 (una moral existencialista que era una tarea que Sartre había dejado pendiente en sus tratados, a su juicio). Simone de Beauvoir se consagraría a un estudio de la poética y del proyecto creador del intratable –para la cultura oficial francesa– del Marqués de Sade, como dije, el otro maldito de la serie iniciada por Sartre. En efecto, esta autora considera a Sade un libertino pero sin un proyecto de liberación social colectivo. Más cerca de ser causa de escándalo, de la excomunión que de la construcción de una sociedad más justa y socialmente encolumnada tras un proyecto comunitario de naturaleza libertaria.
A decir verdad, el existencialismo francés venía a decir con sus puntos de partida, en ocasiones originalísimos, en diversos trabajos teóricos y críticos que: “la esencia no precede a la existencia”. Somos lo que elegimos ser y hacer de nosotros mismos. O un proyecto trascedente o bien ese concepto tan penoso: incurrir en la inmanencia. Cosificarse, propiedad que se predica de las plantas o los objetos. De las cosas, de los seres inanimados. De los seres humanos, si bien seamos “arrojados al mundo” (un mundo al que sí, esta vez no hemos elegido llegar ni evidentemente hemos podido evitar hacerlo bajo ciertas circunstancias), depende lo que hagamos con ese contexto al que llegamos. ¿Aceptaremos el reto? ¿o nos quedaremos inmóviles, paralizados, con una vida resultado de la inercia de otras o de la propia, en relación con lo que va dictando un destino que eligen otros por nosotros? Así como Simone de Beauvoir dijo de la mujer: “La biología no es destino”, también para el caso similar vale como una propuesta a la que nos invitan los existencialistas: “ser arrojados a este mundo no es destino. Podemos modificarlo, cambiar el rumbo de nuestras vidas, cambiar a partir de su punto de llegada aunque no el de partida”. Es una filosofía de la acción y la elección. Es una filosofía, en palabras más simples, del libre albedrío, pese a ser posición teológicamente atea.
Hacia el final de su vida Simone de Beauvoir escribió el extenso libro La vejez en el que denunció abiertamente, el modo como los ancianos, en tanto que sujetos improductivos para el sistema capitalista, eran concebidos como socialmente prescindibles. Así, la sociedad procedía a discriminarlos, confinándolos en hogares, segregándolos, marginándolos y, ellos, al igual que las mujeres, eran sometidos a la inferiorización y también a la exclusión social. De modo que las novedades que hoy escuchamos como grandes innovaciones provienen de una temprana vanguardia de antaño que no manifestó cobardía en hacer públicos sus puntos de vista y enfoques acerca de fenómenos sociales acuciantes para una sociedad que, o bien los ocultaba o bien los negaba por detrás de fantasías edulcoradas presentando a los más viejos en los discursos sociales de toda naturaleza (tanto audiovisuales, gráficos, literarios, mediáticos), como figuras que encarnaban la sabiduría, instruían a los más jóvenes y llevaban una vida de grato retiro. Sin embargo, el retiro voluntario, la soledad, terminaban siendo para todos ellos un destino de inmanencia.
Si bien la principal escritora de libros autobiográficos fue Simone de Beauvoir, quien además hizo ingresar en su poética experiencias vividas (motivo por el cual debió pagar altos costos), Jean-Paul Sartre también escribió una autobiografía bellísima, Las palabras (1963), un libro no demasiado extenso en el que narra su infancia. Allí se refiere a su abuelo, a sus primeros descubrimientos librescos (precoces por cierto), a su relación con el lenguaje, a sus vínculos más primarios y al modo en que a su juicio se fue configurando definitivamente lo que sería su vocación. Este libro no carece de pinceladas líricas.
Los existencialistas, quienes fueron universitarios, graduados en la Sorbona con las máximas calificaciones, dejaron en claro sin embargo que su destino no sería el de las aulas académicas. Si bien habían estudiado Filosofía y no literatura (para luego impartir clases), siempre habían sido grandes lectores (esto puede apreciarse especialmente en las autobiografías de Simone de Beauvoir así como en distintos ensayos de ambos consagrados a la literatura de la época o a los clásicos). Y también esa formación tan sólida como contundente en humanidades y artes sería fundamental como hito para escribir libros de investigación con rigor exhaustivo o bien para sus ensayos y ficciones. También para configurar sus poéticas. Un proyecto creador, el del existencialismo que, desde dos frentes, de común acuerdo, como una Jano bifronte atacaría frontalmente el sistema capitalista patriarcal. Y, de común acuerdo también, sería el producto de largos debates entre ambos compañeros, largos viajes y amores (según sus palabras “contingentes”, frente al suyo, “necesario”), pero también de una independencia sin precedentes. En un mundo en aflicción como el nuestro, en especial el que afecta a América Latina y África, continentes hacia los cuales ellos fueron particularmente sensibles, recuperarlos como paradigmas que marcaron la Historia del pensamiento, la teoría crítica y la literatura de modo contundente y politizado, resulta primordial. Por ese mismo motivo, regresar por estos días a estos clásicos contemporáneos constituye una forma privilegiada de pensar los sucesos de nuestro tiempo. Ellos se hicieron cargo de los del suyo. Corresponde a nosotros hacer lo propio con los del nuestro. Sartre recibió el Premio Nobel de Literatura en 1964 (que rechazó). Y Simone de Beauvoir el prestigioso Premio Goncourt por su novela Los mandarines en 1954 y el Jerusalen en 1975 y el Premio Austríaco de Literatura Europea (1978).