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Exilio interior

Cuando hablamos de diáspora rápidamente pensamos en quienes han cruzado la frontera hacia el extranjero. Hay, sin embargo, un exilio interior conformado por aquellos que no pudieron o no quisieron marcharse. Su éxodo es menos cuantificable porque es más discreto: no todo el que se queda está exiliado en sí mismo. Algunos han decidido cooperar con el régimen opresor. Otros, a su sombra, se frotan las manos haciendo medrar su fortuna. También hay quien calla y otorga para sobrevivir.

El exilio interior es una condición disidente. Si bien es discreto, no consiente ni calla, y a menudo paga un alto precio por ello. La intelectualidad que decide vivir la diáspora interna sabe que su escasísima libertad termina a las puertas de los servicios de inteligencia del Estado. Por tanto, su decir no pocas veces es un complejo ejercicio de prestidigitación verbal. Podríamos decir que el lenguaje simbólico es la piedra filosofal del creador que vive asediado por los lobos del autoritarismo.

No hay un exilio mejor o peor. Ambos, el exterior y el interior, son caras de un mismo infortunio: el desarraigo. Solo cambia el lugar donde cada cual asume vivirlo. Los que nos quedamos también extrañamos el país que perdimos, que nos fue arrebatado, que terminó por expulsarnos de su órbita de afectos y humanidad. Tanto en uno como en otro susurramos el réquiem por la patria.

A menudo el exilio interior viste de gris, camina quedo para no hacerse notar en demasía y siente vergüenza por lo que vamos siendo. Su voz casi nunca es potente, pero sí vertical. Como san Agustín sabe que la verdad no grita en los labios, sino que susurra en el corazón. Sus textos son, por tanto, textos del silencio. Los exiliados internos saben de memoria las imposibilidades del silencio y han aprendido a hendirlo con palabras. Una frase dicha en la ausencia de discurso puede llegar a ser una epifanía.

Toda oscuridad, sin embargo, supone ciertos peligros: la noche autocrática suele estar cundida de trampas insospechables. La construcción de un discurso disidente desde la intelectualidad que padece la opresión entraña un ejercicio tan riesgoso que con frecuencia su autor no llega a dar testimonio de sus audiencias. Otras veces sobrevive a los asedios y tiene la fortuna de escucharse a sí mismo en diversas voces. Estos son los riesgos más obvios, pero hay otros menos evidentes.

Hay otros retos que por ocultos son aun más peligrosos. Está, por ejemplo, el riesgo del cisma entre ambos exilios al asumirse uno como el más representativo. Famosa fue la rivalidad entre las dos diásporas durante la España franquista, por citar solo un caso relativamente reciente. También se halla el peligro de creer que hay un exilio más auténtico que el otro porque ha sufrido más y, en consecuencia, ha elaborado el discurso estético más autorizado.

Ambos exilios se necesitan y desean mutuamente. Quizás pocas relaciones sean más profundas y ricas que la que viven un exiliado externo y otro interno. La completitud que se alcanza al yuxtaponer visiones diversas es un logro que tiene mucho que aportar a la producción intelectual, y como en toda relación humana los reclamos son un agua ácida que terminará desecando cualquier posibilidad de retoño. Es inadmisible que el conflicto creado interesadamente por los demiurgos del horror termine permeando la fraternidad intelectual.

El exilio es una fisura existencial, sin duda, la evidencia de que el mazazo autocrático ha fracturado la integridad del tejido social. El borde externo de esa herida está llamado a dar cuenta de su extensión, en tanto que la pared interna de la misma debe hablar de su profundidad y configuración. Uno y otro exilios tienen su propio discurso y no hay modo de que se puedan usurpar mutuamente sin alcanzar grotescamente la impostación y el fingimiento. Cuando ambos se ignoran y niegan, queda una dolorosa caricatura: la herida, entonces, es apenas un trazo risible y el dolor de miles pareciera el nebuloso fondo de una triste fábula.

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