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Exilio, inmigración y desplazamiento en la luz de la nostalgia

Tu fruta me sabe a cumbia.

Cumbia, cumbia de mi playa

Armando Hernández

Cuando se habla sobre la dignidad que engendran los sueños y los recuerdos, ambos cataclismos tienen en común algo que nos deja desnudos frente al ser y la suerte, y es la nostalgia. Los inmigrantes y los exiliados sí que saben de esto. Sin embargo, el exilio y la inmigración difieren en que el primero tiene un carácter más definido de duelo frente a las raíces y, en ciertos casos, se guía bajo una sed de olvido; mientras que la segunda tiene una proyección más definida y trae una presencia más íntima con ese ideario aciago de la esperanza. Isabel Allende nos da luces al respecto cuando afirma que: “El exiliado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas; el inmigrante mira hacia el futuro, dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance”.

Países como Colombia, acostumbrados a la guerra y en los que el realismo mágico entona con el absurdo, tienen un tercer concepto, el desplazamiento forzado, que lleva en su vértebra la sistemática infidelidad de una patria y, a diferencia de los otros dos elementos, tiene un reducido margen de decisión, por no negarlo, hacia el nuevo destino. En cualquiera de los casos, estar lejos de su origen, paradójicamente, nos acerca más a él. Las viejas costumbres se sienten en ráfagas más encendidas cuando estamos fuera.

Ser colombiano no es fácil, Borges bien lo dijo, debemos llevar a cuestas la mirada suspicaz de algunos policías y funcionarios de inmigración por el simple hecho de tener esta nacionalidad. En Bolivia, tierra del aire más puro que he respirado y donde nace gran parte de nuestra sangre indígena, por ejemplo, solo es a nosotros a quienes exigen certificado de antecedentes judiciales y de vacuna contra la fiebre amarilla para acceder a ese país tan amado, y el mensaje que nos dejan las autoridades del ámbito, indirectamente, y no temo pecar de hiperbólico, es que somos los colombianos los únicos que podemos representar una amenaza. Muchos medios, en su “sano” ejercicio del entretenimiento se han encargado de hacer la sagrada tarea de estigmatización. Es común recibir los chistecitos sobre Pablo Escobar y el narcotráfico, como si nuestras víctimas fueran personajes de comedia. Y esto no implica tapar el sol con un dedo frente a nuestras realidades.

Todo antojo que surge se mide en los devaluados pesos colombianos y en países como Ecuador todo nos parece costoso y vemos la imposibilidad de recibir alguna ayudita desde Colombia. Se convierte entonces en una maravillosa oportunidad conseguir un trabajo con un salario mínimo de 386 dólares, más de un millón de pesos colombianos, y regresar a la comarca luego de menear el colchón, sin mirar el impuesto que ya se ratificó y consta de que, para poder salir con más de tres salarios mínimos mensuales en efectivo, se debe pagar un tributo al estado ecuatoriano. Ni qué hablar de la dificultad por arrendar un departamento, en vista de la rechinada imagen negativa que cargamos. Lastimosamente, aunque son más los buenos, los pocos malos son muy malos, y hacen ver malos a los buenos. Me disculpan la polarización.

Retomando los conceptos, vemos entonces cómo nos enfrentamos a retos constantes frente a la cerrazón de algunos países que tienen leyes estrictas frente a los inmigrantes, es cuando referimos la pregunta por la identidad y cuáles son nuestras raíces. El fallecido escritor Günter Grass justifica que: “Europa no debería tener tanto miedo de la inmigración: todas las grandes culturas surgieron a partir de formas de mestizaje”. Lástima que a poderosos como Donald Trump les cueste entenderlo.

Cuando escucho alguna cumbia, me hablan del fútbol y del café, del sinnúmero de escritores, del Joe, de Fernando Botero y de Nairoman, es inevitable la cálida fogosidad en los ojos y empiezo a hablar con apelativos tanto reales como cariñosos acerca del terruño. Y siempre que me hablan de las narconovelas, les recuerdo a la Gaviota y los invito a tomarse un tintico realmente imaginario de esos que saben dar en la vereda Bonilla de El Peñol. Es ineludible llevar en los pasos el vicio de las montañas y el zarandeo del mapalé. Es por esto que elegiría, cuantas veces se diera, volver a nacer en este loco pedazo de trópico, más allá de que hay innegables realidades que me avergüenzan y no quiero empezar con el rosario.

Ahora apuntamos a lo que menciona Kavafis: “No hallarás otra tierra, ni otra mar. La ciudad irá en ti siempre”. Solo queda caminar con las llagas de lo que fuimos, el realismo de lo que somos y la iluminación de lo que queremos ser. Mientras esperamos volver, que nos sirvan un aguardiente, un aguardiente de caña, de las cañas de mis valles y el anís de mis montañas.

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