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Evocando y convocando a Julio Vengoechea

Cuando en noviembre del año pasado la periodista venezolana Milagros Socorro recordó la desaparición física del artista y modisto Hernán Suárez, tres décadas atrás, reflexionó en torno a su carrera a partir de una foto del grupo “Autoteatro”, que Julio Vengoechea tomó en 1980 durante las “Veladas Dada” en el Museo de Arte Contemporáneo. Una imagen dable de documentar la efervescencia cultural de aquellos años, donde la irreverencia y lo novísimo buscaron sacudir la superficie de un país viviendo sobre la cresta de la ola económica producto de la bonanza petrolera.

Muchos fueron los eventos documentados por el fotógrafo entonces en museos, galerías, desfiles de modas y performances dentro de espacios públicos y privados. Y es que para este creador la fotografía, más que un documento, fue siempre una sugerencia con el poder de reactivar y realzar el significado de una realidad como objeto encontrado, en el sentido que Marcel Duchamp le otorga, es decir, el de sacarla del estadio natural para hallarla dentro de un contexto que le es ajeno.

Este proceso se dio en Vengoechea desde lo certero de una ambigüedad que descontextualiza la imagen ubicándola en el estadio del sueño. Pero como bien apunta Roland Barthes, “la imagen es perentoria, tiene siempre la última palabra: ningún conocimiento puede contradecirla, arreglarla, sutilizarla”. De ahí que desde “Autorretrato con Fotorritmia” (1974) el color fuera la mancha extendida más allá del paisaje concreto; pues nada enciende más una ventana que una luz natural que no intente plagiar la del sol.

Sus series sobre ciudades, entendidas como esos lugares donde somos todo lo que somos y algo más; un “algo más” proveniente de nuestra fascinación ante un cuerpo de casas muy juntas, que apenas dejan entrever un retal de cielo alzándose sobre los tejados más altos, fue lo que captó el ojo de Vengoechea con una luminosidad muy personal. Nueva York, Londres, París, Roma, Haití, Bruselas, Maracaibo, entran entonces dentro de su obra como una secuencia de imágenes de lectura y luz universales y continuas.

Es la certeza de un hilo, un cordón umbilical imbricando esas ciudades, hasta perderse la identidad del espacio urbano y homogeneizarse las geografías, lo que atrae al ojo. De ahí que en la serie “La Puerta de Caracas” (1981), por ejemplo, los puntos fotografiados puedan perfectamente ser fragmentos de lugares ubicados en Cerdeña, Mikonos o Andalucía. Asimismo, las fotografías sobre Maracaibo (1980) pierden el carácter documental y anecdótico del trabajo de un Graziano Gasparini, por ejemplo, y se alzan por encima de una cotidianeidad que otorga otra dimensión a la realidad, confiriéndole la “magia” de la cual el artista mismo habló siempre.

En el interior de las casas se genera la otra zona de su obra, la que compete a los cuerpos. Si observamos la parte que transcurre del lado de afuera de la casa, exceptuando el trabajo comercial, veremos que no hay cuerpos, solo fragmentos de un torso o una espalda como únicos testigos vivos del instante apresado en la fotografía. Pero, paralelamente, se desarrolla el universo de la interioridad, haciéndonos entender la casa en su sentido bachelardiano de caja, es decir, de «necesidad de secreto, de inteligencia del escondite». Aquí encontramos los cuerpos masculinos que el objetivo escruta largamente. Volviendo a Barthes, “escrutar quiere decir explorar”. El ojo de la cámara explora el cuerpo del otro “como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de (su) deseo estuviera en el cuerpo adverso”.

Esta dualidad del cuerpo se observa a partir de la serie “Arteología” (1981) que tiene como protagonista a otro artista, también desaparecido prematuramente: Marco Antonio Ettedgui. “Comunicación de arte-de-cuerpo a través del cuerpo”. “El artista pretende reforzar el valor de una acción y cuerpo ante lo frío de un cuadro”; eran algunos de los lineamientos de “Arteología”, conceptualizados por Ettedgui, que Vengoechea hizo suyos y trasladó a sus series de “Retratos” y “Fiestas de cumpleaños” (1980) como eventos privados, desarrollados paralelamente a las series sobre desnudos para la revista gay venezolana Entendido. Igualmente, su trabajo posterior “Transformismo” (1984), donde los cuerpos perdieron su carácter lúdico, de fiesta y celebración volviéndose incisivos, mordaces y terribles a veces, espejeando los documentados por Diane Arbus, logró sacudir la complacencia de una sociedad acostumbrada a vivir con un nivel de vida similar al de las naciones desarrolladas, pero sin contar con la base industrial y financiera de los mismos. Ello, apuntaba ya hacia una caída en picada del país, que se inició con la primera devaluación de moneda, hasta entonces muy estable, en febrero de 1982.

Una lectura poco atenta, podría ubicar a los cuerpos exclusivamente en el ámbito del artificio: el sexo plantado en la flor del hombre que se desea, o su reflejo sostenido desde un espejo sobre los labios y nalgas del otro (“Desnudos”, 1981); el baño o la máscara en MAE, definitorios de la actitud “corporal” sin actuación, sin representación de “Arteología”; el juego de la interioridad en los rostros de “Retratos” y “Fiestas de cumpleaños”; la vulnerabilidad o el desamparado desritualizados, y por tanto incapacitados para seducir, del documento sobre travestis. Todos pertenecen, no obstante, al estudio de lo real deslastrado de sus connotaciones efímeras. Es lo natural sin fugacidad ni reticencias: “¿Por qué tendríamos, entonces, pudor de una fascinación tan brusca?”, se preguntaría Georges Bataille.

Lo cierto estriba en que son la tentación, la acción, lo lúdico y la desolación, respectivamente, los rasgos definitorios de esta zona de su obra, inserta en un nuevo clasicismo (desnudos), un nuevo romanticismo (MAE, retratos, fiesta), y un nuevo neorrealismo (travestis) o, quizás, más que nuevo diríamos post: la postdata de una cultura privada en la cual el espectador voyeurísticamente participa.

Esta capacidad de Vengoechea para permitirnos ahondar sin violentar lo secreto del cuerpo, proviene de la forma como elaboró sus fotografías sobre paisajes y ciudades. Ello, en base a la sugerencia: una llave provocativamente colgada de un clavo invitándonos a dar vuelta a la cerradura, un candado abierto balanceándose indolentemente de la argolla, una ventana o puerta semicerradas nos invitan a regresar al interior de las casas donde siempre ocurre todo. De igual modo, en esta porción de su obra no existen cuerpos sino insinuaciones: un retal de piel y el bolso (“Bruselas”, 1982), o la pierna suspendida de una niña buscando alcanzar la anatomía restante al final de la escalera (“Haití”, 1982), cual claves para aproximarnos al placer de la cámara ante la piel del otro.

La sensualidad homoerótica en los cuerpos de Vengoechea surge de la confluencia entre la visión barthesiana y la mirada proustiana: el ojo del adolescente entra al café y observa sin mirar, capta sin involucrarse. “Quiero enunciar la interioridad sin otorgar la intimidad”, nos dice Barthes, tendiendo entonces una red a través de la cual el fotógrafo ve y registra un fragmento: el tronco, el artista mismo abrazado a un número de Entendido, la polidimensionalidad del cuerpo de un travesti donde el rostro ocupa el primer plano.

Como en Marcel Proust, la obra germina desde el recuerdo de la ventana, que en el caso del escritor era la del coche llevándolo a la ciudad de Orleans, y desde la cual el paisaje (que no es sino el cuerpo del otro perseguido y encontrado, alcanzado y arrinconado imaginariamente; llevado por ese impulso interior que, en aquellos años a causa del sida, podía resultar mortal, tal cual fue para Vengoechea) “nos ofrece como vista entre triángulos de eso que llaman labor de malla, la fotografía de las principales obras maestras de la arquitectura de la red”.

También Julio Vengoechea poseyó la lucidez justa para precisar un segmento del enrejado, intervenir el resquicio de luz, descifrar la oscuridad que abren puertas y ventanas, y participar de lo secreto de sus personajes, conservando la distancia al retratarlos pero fundiéndose interiormente con ellos en el deseo.

La contención exterior que, como el afuera de las casas, oculta la complicidad entre el fotógrafo y su objeto, se pone al servicio del momento histórico dentro del cual fueron concebidas la mayor parte de estas series. De hecho, 1980-81 fueron años clave para el trabajo del cuerpo y el evento privado en Venezuela. Vengoechea documentó exhaustivamente ambas manifestaciones del happening, estimulado por Marco Antonio Ettedgui, entonces uno de sus líderes. “Mi ‘Arteología’ no proviene del teatro, ni de la plástica, ni del multimedia: aparece como compromiso del cuerpo-del-artista ante el público … no tiene tiempo, sino el de la memoria y el de alguna fotografía … el artista completa el cuadro con improvisación, solo o con el público: maquillan su rostro, le besan, le tocan, baila con el espectador”, registró Ettedgui.

Esta obsesión de MAE en registrar sus acciones fue asumida por Vengoechea, quien hizo suyos tales planteamientos y los incorporó a su obra, refinándolos hasta lo puntual en la serie sobre travestis donde, a diferencia de Arbus, no profana sino enuncia la profundidad de los cuerpos, aferrándolos a su propia realidad.

Julio Vengoechea entretejió, pues, con las pieles una suerte de gesta, “de afianzamiento exagerado, una copulación heroica con el mundo” diría Susan Sontag, que los libera y celebra, empinándolos por encima de lo convencional; y dando pie, entonces, con esta porción de su obra, a una épica del cuerpo surgida desde lo más hondo de una pasión, que contribuye a hacer real el sueño de Octavio Paz, es decir, cambiar la definición del hombre como un ser que trabaja, por la del hombre como un ser que desea.

En síntesis, Julio Vengoechea al igual que había hecho antes Marco Antonio Ettedgui, se desembarazó temprano de límites y emplazamientos fronterizos, alzándose por encima de las convenciones de nuestras sociedades; y generó un corpus, una obra que, volviendo a Sontag, torna verídico el mito de que el mundo existe para resolverse en una fotografía.

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