¡Ah, los años noventa del siglo XX!
¡Eran otros tiempos! Tiempos acaso más inocentes… tiempos oscuros, sin duda –aunque la oscuridad, en aquellos tiempos, aún no se había apropiado de todo–, pero con resplandores ilusionantes. Ilusionantes, entre otras cosas, porque en gran parte de los casos los resplandores acabaron por ser sólo eso, ilusiones, incluso cuando cambiaron el discurso de manera altamente significativa y, sin embargo, tan, tan diferente a lo que pensábamos, esperábamos o intuíamos antes del fin de siglo que igual, famosamente, acabó siendo una puta mierda (y no lo digo yo, sino que lo decía, con palabras más bonitas, Ana Belén en “Yo también nací en el ’53”).
Así, Kurt Cobain hizo mucho por la libertad y por la igualdad al vestirse de mujer, al expulsar a sus fans homófobos de los conciertos de Nirvana y al hacer que media generación X cantara eso de que “everyone is gay”… pero hoy, pese a los históricos avances del movimiento por la igualdad sexual, tenemos el backlash de quienes deploran la inexistente “ideología de género” y están dispuestos a matar (normalmente no a morir) para impedir que las cosas en las camas ajenas sucedan como al fin y al cabo qué les importa que puedan suceder, además de que tenemos a Trump. En los noventa, tuvimos The Battle in Seattle y hoy tenemos “battles” en cada lugar en el que se reúnan los mandatarios de los países más ricos, que de tan siniestros ya de verdad parecen Illuminati, de modo que hasta la protesta anti-globalización se ha devaluado y se ha hecho gestual, performática, trasfondo habitual y necesario –¡casi atracción turística!– de los cónclaves decisivos para la matriz de dominación actual… además de que hoy, pase lo que pase en dichos cónclaves, estamos peor porque tenemos a Trump. En 1998 hubo un presidente norteamericano que estuvo a punto de ser destituido por un lío de faldas que involucraba una infidelidad y una mentira intrascendente, así como un cierto grado de abuso de poder, pero no asalto sexual ni violencia ni temas propiamente políticos ni, mucho menos, de interés nacional o mundial. Actualmente, tenemos a Trump.
Musicalmente, hay muchos momentos en los que los noventa del siglo XX se inician: en América Latina, Canción animal, de Soda Stereo (1990), y Puta’s Fever, de Mano Negra (1989), pueden representar los comienzos de líneas distintas y aún, ambas, vigentes; en el mundo del rap, Straight Outta Compton, de N.W.A. (1991), marca toda la década posterior y resuena hasta el día de hoy; el Nevermind, de Nirvana (1991), es el hito de consenso en el plano de la música rock (y pop), tanto clásica como alternativa; etc. Pero el álbum I Do Not Want What I Haven’t Got, de Sinéad O’Connor (1990), es uno digno también de figurar en esa lista selecta, más que nada por contener el mega hit, histórico por donde se lo vea o se lo escuche, que es “Nothing Compares 2 U”. Con ese disco, efectivamente, y sobre todo con ese single, O’Connor se convirtió de golpe en una favorita de las masas y, para los incautos, en una princesita baladista à la Celine Dion.
Nada más lejos de la verdad, no obstante: la belleza de la cantante, en el patriarcado, parecía indicar vacuidad, pero en el caso de O’Connor se trataba realmente de la belleza de una artista de la clase trabajadora, de las calles duras del viejo Dublín, que había sufrido en carne propia no sólo los estragos de la pobreza sino también el abuso psicológico y físico de los orfanatos católicos de Irlanda, cosa que la había templado hasta el punto de convertirla en una mujer de opiniones fuertes… demasiado fuertes para el contexto ochentero y noventero, cínico pero aún no finisecular o hipster. Algo de eso se anunciaba, por supuesto, en su cabeza rapada: aún hoy, como vemos en la recepción mediática de la figura icónica de Emma González, la calva en una mujer produce extrañeza y un desconcierto rayano en la incomodidad. En los años noventa del veinte, cuando la cabeza rapada se asociaba todavía al movimiento skinhead (aunque, en el contexto irlandés, no era necesariamente de derechas), el efecto era mayor aún. O’Connor era el ángel alternativo, ligeramente agresivo, que cantaba sin embargo canciones de amor, en una lectura convencional de la época.
Imagen que ella misma se encargó de dinamitar en una noche memorable de octubre de 1992 en la que, en vivo y en directo, y en el programa Saturday Night Live (SNL) para más inri –uno de los más influyentes artefactos culturales de Estados Unidos en los últimos 40 años–, al que había sido invitada para hacer las veces de amable proveedora de un sano entremés musical, O’Connor decidió, quién sabe por qué exactamente, cantar una canción relativa al racismo, al colonialismo, al abuso infantil y al mal ontológico, eterno, de la dominación, así como romper frente a la cámara, al tiempo mismo de gritar la palabra “evil”, una foto del Papa Juan Pablo II, con todo el desdén que su expresivísima cara (acordémonos del video de “Nothing Compares 2 U”: esta mujer tiene mundos enteros, en su cara) podía revelar.
El subalterno no puede hablar pero puede, a veces, cantar. El tema que canta la irlandesa O’Connor en este video estremecedor es una versión a capella de una canción legendaria de un hijo subversivo de otra colonia británica: me refiero al imprescindible corte “War”, de Bob Marley (1976), postcolonial hero y el verdadero mariguana man.
Es de por sí notable esa solidaridad entre Dublín y Kingston que se forja en esta genealogía improbable, así como el hecho de que O’Connor haya tenido los ovarios para, en 1992, ¡en tiempos inocentes!, aunque de Rodney King, cantar ante millones de personas, live from New York!, que “Until the philosophy / which holds one race superior / and another inferior / is finally / and permanently / discredited and abandoned / EVERYWHERE IS WAR”. Que haya introducido por su cuenta y riesgo un verso de su propia cosecha sobre abuso sexual infantil por parte de miembros de la Iglesia Católica, tema que hace 25 años no era ni siquiera considerado tabú sino que era más bien desconocido (después, y parcialmente hasta nuestros días, sería considerado tabú, muy para el beneficio de las elites de dicha Iglesia), ronda el campo de lo premonitorio, de lo visionario. Que haya roto la foto del supuesto santo Su Santidad Wojtyla de aquellos tiempos es un punto político sustancial, además de que es, simplemente, punk. Genial y punk. Ya lo dijo, al fin y al cabo, La Polla Records, en su manifiesto titulado “Cara al culo” (1985): “Wojtyla, ¡muérete!”
Pero tanta valentía le costó, en los años noventa del siglo XX, la carrera a O’Connor, por lo menos en lo que el acceso al lucrativo mercado gringo (de lejos el más grande del mundo, en temas musicales) implicaba. Estados Unidos de los noventa del siglo XX no estaba preparado para estas cosas y, pese a las tendencias anti-papistas siempre –y también ahora, con el declarado anti-papista Trump– presentes en la soberbia irracionalidad yanqui de los nativistas protestantes y blancos, el público general se tomó muy a mal la protesta política, que no era arrebato, de O’Connor, y no se lo perdonó jamás.
De hecho, dos semanas después del episodio de SNL en el que la artista irlandesa incendió el mundo con su furia iconoclasta, hubo un concierto de tributo a los –por ese entonces– 30 años de carrera musical de Bob Dylan en el Madison Square Garden, nada menos, en el que participaron estrellas de la talla de George Harrison, Willie Nelson, Neil Young, Johnny Cash, Lou Reed, Eric Clapton, Eddie Vedder, Tracy Chapman (¡por fin una mujer!) y… Sinéad O’Connor, a quien, sin embargo, el público simplemente no dejó participar. En efecto, desde que O’Connor sale al escenario, presentada por Kris Kristofferson, viejo luchador de los tiempos en los que, como en los setenta del XX, a veces las estrellas de Hollywood y de Nashville eran luchadores sociales y por la libertad, el público la abuchea hasta decir basta y le impide empezar a cantar. Ella aguanta, estoicamente, y con mayor aplomo que cualquier político o futbolista que uno se pudiera imaginar (de los del día de hoy, al menos), el oprobio masivo, y espera a que los silbidos mengüen, pero no mengüan. Kristofferson sale, luego de largos, incómodos segundos del rostro digno de O’Connor que enfrenta a una multitud que la quiere linchar simbólicamente por haber osado denunciar el abuso infantil silenciado por el Vaticano, e intenta consolarla, decirle que no se deje bajonear, quizás sacarla del escenario. La banda, confundida, toca algunos acordes, hace ambages de empezar con el set correspondiente (alguna canción de Bob Dylan, en homenaje), pero O’Connor no reacciona y, en un momento, se harta, manda a sus músicos a callar y grita… no grita, no: escupe los versos de “War”, enfatizando el asunto del child abuse, subrayando su absoluto desprecio a las convenciones y a las jerarquías, enarbolando la bandera de los derechos de las minorías, o sea de las multitudes, de un mundo multipolar. Y luego se va, mirando altanera, dejando a miles de espectadores (¡a todo el Madison Square Garden!), hasta ese momento tan machitos, en silencio por la pura estupefacción… por la pura parálisis resultante de haber estado ante un acontecimiento, que nunca más en sus vidas. Kristofferson abraza a O’Connor en el camino de salida. Alcanzamos a ver que ella medio se quiebra, y llora, pero ya backstage. El show debe continuar.
O’Connor se autoinmoló en frente de toda una audiencia supuestamente liberal, supuestamente muy de avanzada, muy aficionada por cierto al born-again-Christian Bob Dylan (el ahora Premio Nobel de Literatura, también… son tiempos de Trump, sin lugar a dudas), y nunca se pudo volver a parar. Pero su victoria moral, en ese concierto y en el gran esquema de las cosas, una generación histórica después, es por goleada. Es uno de los momentos más importantes de la cultura de los noventa. Me dan escalofríos cada vez que veo este video… y lo mismo me pasa con el discurso silencioso reciente de Emma González.
Porque, hoy por hoy, Emma González, quien comparte la cabeza rapada y las grandes y subversivas ideas de O’Connor, en su cabeza (ideas de igualdad, ideas de paz, ideas de justicia… ideas subversivas en la era de Trump y en la de Obama y en la de Clinton y en la de Bush), es la que está enfrentando los abucheos y las calumnias, los insultos y el ostracismo generalizado por cantar las verdades que, a más tardar en unos años, serán verdad de verdad. No creo que el look de González tenga algo que ver con O’Connor, a nivel consciente, pero debería. Y, si no lo tiene, igual está en una larga, exquisita e indispensable tradición de mujeres que trabajan por un mundo más justo, por la supervivencia del mundo, por un mundo, para tod@s, mucho mejor.
I Do Not Want What I Haven’t Got.