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Eunice, peregrina: La hija del agua de Juan Carlos Olivas

se cubrían de lujosos cadáveres
los párpados de las muchachas
y el alba cercenada
soñaba con obispos y medusas
Eunice Odio

Evocar a una persona a través de las letras, acercándose lo más que se pueda a su totalidad, hueso a hueso, con sus contradicciones, a las nebulosas de la mente, es un trabajo de aliento largo. Así lo confirma uno de los últimos versos de La hija del agua (Amargord Ediciones, 2018): “no es fácil reconstruir el paso de la hiedra,/ ni el vuelo de una oropéndola en la tarde”.

Olivas es un poeta turrialbeño que ha ido acumulando distinciones los últimos años, tales como el Premio Internacional Rubén Darío, el UNA-Palabra y el Paralelo Cero. En este volumen, busca evocar a un mito olvidado (o por lo menos no lo suficiente recordado), Eunice Odio, en lo que denomina Un expediente, es decir, una documentación esporádica de su trayectoria, no una biografía.

Odio fue una poeta costarricense, aunque siempre peregrinando, que acabó sus días en el mismo destino que los artistas costarricenses del siglo XX, como Chavela Vargas y Yolanda Oreamuno: México. Su obra no solo abarcó versos, sino también la crítica, la narrativa breve, las reseñas que la llevaron a colaborar con algunas de las revistas más distintivas de su momento. Sin embargo, fue poco aclamada en su propio país y sus críticas a la izquierda en el México de los sesenta afectaron su posible canonización.

En ciento cincuenta y siete páginas, Olivas logra evocar a una Eunice verbal, las huellas de los exilios como “fósiles que crecen adentro de la tierra”, la Eunice en acuarelas ultramarinas por Caraballo en la portada. Lo hace con recortes que son apenas evidencias de que existió, a través de una memoria rencorosa, “un escorpión que agita su veneno en la memoria”.

¿Por qué el rencor? La tragedia reside en que la “luz es poca cosa y no alimenta”, es decir, ser poeta no es suficiente ni para que Eunice se aleje de la pobreza, ni la perdición de los vicios (“al vino…entregas ya tu vida”) ni la salva de los dolores del espíritu (“la llaga milenaria…”). No es el mito de la artista del hambre o la bohemia romántica, sino la lupa de un expediente sobre la poeta de El tránsito de fuego, sobre las condiciones de vida infrahumanas y como la creación artística no es un salvoconducto al escapismo.  

Se hace una síntesis sobre la condición de Eunice: “un ala vegetal atada al mundo”, que se puede ir descomponiendo. El ala es, por supuesto, el tópico de la poesía como elevación (los elegidos, las musas de Tracia, el espíritu santo), pero, esta ala estática, es solo la posibilidad. Lo vegetal parece querer inyectarle savia orgánica, unir al reino de los vivos a un fantasma metafísico. Atada al mundo no es la decepción de lo mundano, sino la aceptación de la creación poética como una especie de tara que encontramos en un verso anterior: “aquella vida que al fin quedó truncada y sólo fue capaz de generar poesía”.

El expediente también parece ser una búsqueda, no de la reconstrucción de Odio sino ella misma buscando a que afianzarse. Primero, la peregrinación que empieza con la huida y luego remarca la ubicación geográfica (El Salvador, Nicaragua, Guatemala, New York, México). Es una persona extraviada, que se niega a volver a la patria pero no sabe escoger una tutelar.

También busca el ritual del bautizo, la necesidad de ser determinada, que aparece en repetidas ocasiones: “sabe que cada lluvia es un bautizo”, “los tatuajes del viento” y “un animal bautizara la nieve con su sangre”. Pero en estas tres ocasiones se nota una identidad incompleta, que muere y renace con la inconstancia de la estaciones, con lo insubstancial del viento y lo efímero del agua que cae y se derrite. Sus poemas son fuego, su vida es agua. Igual que en sus peregrinaciones eternas, no puede encontrar la salvación.

La sección más atractiva es Diez días muerta, donde Eunice habla en su propia voz epistolar dirigiéndose a figuras como Lezama Lima, al fúnebre Joaquín Pasos o su hermana de infortunio Yolanda Oreamuno. Es tanto su despojo que, dirigiéndose a Miguel Ángel Asturias, el Nobel que ella nunca será, asegura no tener que legarle. Una antítesis al Testamento de otoño de Neruda.

En el último poema, A manera de lápida, encontramos un epitafio de mártir, “ABRO LA CERRADURA DE LAS COSAS Y TODAS SE ME ENTREGAN INTACTAS Y SALVADAS PARA SIEMPRE”. Su vida fue la de encontrarle espacio a lo que le rodeaba en la cuasi—inmortalidad de la escritura, dejando de lado, con un fervor monástico (es comparada a una sacerdotisa, a una médium), la posibilidad de vivir para sí misma.

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