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Etiam si omnes, ego non

El peor momento de una dictadura es cuando esta se reconoce a sí misma. Eso fue lo que hizo la fiscal Luisa Ortega el pasado 31 de marzo. El venezolano ha sido un golpe de Estado maestro, no cabe duda –y quien lo dude, subestima ingenuamente el tutelaje castrista–. Comenzó hace mucho, cuando Chávez desmontó la institucionalidad del Estado, cuando borró el lindero que debía separar a un Poder de otro, especialmente el Judicial y el Ciudadano.

Con el advenimiento del Congreso en manos de la oposición, hubo necesidad de pasar a otra fase, la del golpe articulado entre poderes, comenzando con el Electoral y el Judicial. Aquel infartó la soberanía popular residente en el voto, en tanto que este asfixió las competencias legislativas y contraloras del Parlamento. Las sentencias 156 y 157 de la Sala Constitucional solo fueron la guinda de la tarta. Era el momento, por fin, de formalizar el nuevo estatus. Cuando la fiscal denuncia la ruptura del hilo constitucional y no oficia de seguidas la apertura de una investigación, no denuncia, anuncia dicha ruptura. De hecho, ella conforma parte del Consejo Moral Republicano que más tarde se negaría a calificar de grave la falta de los magistrados. En ese marco situacional, no sorprende la inhabilitación de Capriles –ni las que habrán de venir–: viene a constituir la articulación del Poder Ciudadano en el golpe de Estado.

El peor momento de una dictadura es cuando esta se reconoce a sí misma. El anuncio de la fiscal es un negro presagio. Frente a él, algunos políticos desorientados aplaudían… su propia desgracia. Lo que viene es la catábasis, el descenso al Hades socialista, sin retorno de Eurídice. La historia no es una maestra muy condescendiente. No fueron buenos los años que siguieron al reconocimiento de sí como régimen totalitario del nazismo, fascismo y comunismo. Allí están las páginas que dan cuenta de la Checa y del Terror Rojo tras la disolución de la Asamblea por parte de Lenin en 1918. Todavía la oposición venezolana no logra ver el parentesco que hay entre la OLP y el terror de masas leninista. Y allí también quedan las páginas sobre el Hitler de 1933 y la catábasis alemana que siguió a la Ley Habilitante de aquel año.

Para quienes se enardecen criticando la torpeza opositora, tan real como la consagración autocrática del chavismo, quizá sorprenda saber que no dista mucho de la fisonomía que en su día tuvieron la oposición a Lenin, Hitler o Castro. Los mismos errores en tiempos diversos. ¿Cómo puede suceder esto? Quizá por aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Desconcertaría saber cuántas veces los políticos opositores a Hitler se presentaron ante la policía y los jueces nazis para «dejar testimonio» de los atropellos, un testimonio que se hizo humo en los campos de exterminio…

El peor momento de una dictadura es cuando esta se reconoce a sí misma. Personalmente estoy muy preocupado por lo que veo en el horizonte del país en el que nací, porque el pasado no nos alcance nueva y fatalmente en el futuro. También muy entristecido, pues no sé si quede poco o nada por hacer para evitar la catábasis final.

Últimamente me asalta con frecuencia una imagen terrible. Voy a los comercios donde habitualmente me surto de víveres, y miro a las personas con las que siempre converso, esas por las que siento un cariño añejo. Las miro y me pregunto: ¿Qué será de ellas, dónde estarán en cinco años? Y pienso en que alguien se hizo esa misma pregunta mirando a la pequeña Ana Frank en las calles del Ámsterdam de 1940. No merecíamos este horror, pero el horror se hizo merecer por aquellos muchos que, irresponsablemente, lo eligieron.

Me fortalece, por estos días, recordar la historia de Johannes Fest, narrada por su propio hijo, Joachim Fest. La del padre inconmovible en sus principios, que enseñaba a sus hijos, en medio del espanto, el valor de memorizar un poema de Schiller. La del hijo salvado de la barbarie que supo entender la trompeta final de Fidelio: «Nunca hay que perder la fe en la señal de la trompeta, ni siquiera hoy». Y lo decía en el hoy de una Alemania nazi. La del padre incorrupto, que cuando todos pactaban con la depravación, enseñaba a sus hijos a escribir bien en latín: «Etiam si omnes, ego non»… Aunque todos participen, ¡yo no!

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