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Pedro Arturo Estrada Z.

Estética de la melancolía en Óscar González

Podría afirmarse que toda estética bebe en las fuentes de la melancolía. Es decir, que no hay estética por fuera de lo contemplativo, del reposo, del silencio, de la interioridad del espíritu que supone un refinamiento de los sentidos, del sentir. El lenguaje del arte trasciende los afanes de la existencia material, de la lucha por sobrevivir aun cuando esa lucha, esos afanes terminen también trascendiendo al final en una estética, como memoria, como evocación de la vida y el tiempo ido.

El pensar, el imaginar, el recordar, el soñar y el crear son esencialmente actos propios del ser en reposo, en recogimiento íntimo, en re-flexión serena de sí, cuyo tiempo y espacio se retraen, se apartan del curso ordinario, del flujo incesante del mundo. En esa atmósfera, en esa intimidad silenciosa y contemplativa, los grandes artistas, filósofos, poetas, soñadores, han encontrado siempre su voz única, su lenguaje y su pensamiento. Lo supo Leonardo en su trasiego y su inquietud polimórfica, lo trazó en sus misteriosos cuadros Alberto Durero entre otros muchos hasta el silencio metafísico de Giorgio de Chirico o la infinitud callada y sobrecogedora de Mark Rothko.

Óscar González nos habla de la melancolía casi sin nombrarla, porque no se menciona la soga en casa del ahorcado. Ella, la melancolía, humor oscuro, humor lento y denso, ha alimentado desde el origen su palabra y su búsqueda de la belleza. Pero, no obstante, lo ha llevado por fuerza de su volición misma al encuentro con lo luminoso, con la alegría de los sentidos, del sentir al que finalmente termina abriéndose, accediendo todo cuanto nace en la melancolía, todo cuanto crece y se fortalece en ella.

Este libro suyo, El libro del tratado de la melancolía, es sólo otro capítulo más de su gran libro, el libro o tratado que desde su juventud siempre soñó. El gran libro mallarmeano de sus sueños, de sus instantes, de sus amores, de sus soledades y contemplaciones, de sus éxtasis y sus secretas angustias, inacabable, inagotable. Por eso, el fragmento, la aparente renuncia al discurso exhaustivo, a la concatenación y cohesión temáticas que para algunos todavía es prueba de algo, prueba de supuesta maestría literaria.

Aquí sólo podemos entrever, sintetizados, sugeridos, momentos, pasajes de una intimidad que se adensa, que se acrisola en su propio fuego, en su lucidez y su locura para decir, no para comunicar, la extrañeza, el resplandor aún vivo del asombro que el devenir de la vida, incluso en su ordinariez, en su dolor y su vacío, dejan en el corazón de quien escribe, de quien en este caso, parece ir ascendiendo con el lector, escalón por escalón, párrafo a párrafo, hacia un imposible cenit donde se juntan “el sol negro de la melancolía” nervaliano y los “soles amargos” de Rimbaud.

Porque es la melancolía, sustancia generatriz del sueño, de la imago, de la poiesis lo que trasuntan estos textos, reunidos aquí -uno diría que aleatoria y transitoriamente-, sin perder esa “tensión estética” presente desde el comienzo en la escritura de O.G. : “Y él se mira a sí mismo en la noche. Tiende a buscar en la noche la simetría y el equilibrio”(III). Noche que se abrirá de todos modos a lo irregular de una luz “helicoidal” como la mirada misma de la poesía, como el mundo en disensión que a la postre, tendrá que admitir el esteta exiliado de todo orden establecido, apartado de todo conformismo.

Son múltiples las razones e inquietudes que atraviesan lo que pudiéramos llamar, motivos de “consideración” en este Libro, aunque todo gira en torno al deseo que permanece irrealizado en su propio vacío, y genera sin embargo, una tensión que se extiende más allá de lo dicho, porque es, como él mismo lo nombra, “hilo” de su teatro, de su vida, de su rebeldía, de su representación, de su estética: “Las decisiones irrevocables con las que mueve los hilos de su vida, las que son decisiones de sí mismo, que no involucran a los demás, dice él, las provoca en la medida en que ellas están relacionadas concreta y herméticamente con tres momentos y características básicas, de las que no puede liberarse ni liberarlas, que son: el interés, la necesidad y el deseo” (XI).

También está la muerte, como verdad y destino, la presencia de lo irrevocable, pero a su vez, la mixtura del instante, el devenir gozoso del momentum cuya exaltación sólo es el revés verdadero de la melancolía, misterio y revelación: “Todo lleva maravillosamente a lo mismo. No se cambia de orden pero sí de sentido. Quiero decir orden en movimiento como las hélices de la quimera. Las sensaciones de lo elemental, cayendo sobre mí. Las sensaciones de lo inasible, cayendo sobre mí” (XIX).

En tiempos de creciente desencanto y prepotencia racionalista en los que, soterrada o abiertamente se nos propone asumirnos robots felices, eficaces, curados de toda angustia, la fuente auténtica de lo que aún denominamos arte, espíritu, creación, sensibilidad, imaginación, pensar, contemplación, ensoñación o poesía sigue fluyendo. Eso lo testimonia este Libro, lo hace evidente esta nueva página especular en la que se reflejan simultáneamente los intersticios de un pensar, de una vida construida desde la soledad pero también desde la necesidad de entender, de ver, de aprehender lo real y lo maravilloso sin límites.

No es relevante definir si la escritura de este Libro del tratado de la melancolía adopta un género preciso -entre el ensayo, el apunte, el esbozo o la prosa poética- toda vez que la escritura, hoy, tiende a concentrarse como a expandirse según el impulso que la aliente, el vértigo que la atraviese, y creo, como en este caso, que sólo con que el lector lo permita, el peso o la levedad de estos textos habrá de determinar en él la experiencia verdadera que aún puede ofrecernos la palabra, o mejor, otra vez, la poesía.

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