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Estafar a la realidad

Acuclillados, parecen zamuros. Picotean un trozo de carne, robado de quién sabe qué basurero, qué tiradero. Sus rostros muestran acritud y su alma se descose por el dolor, ese que muerde como una serpiente ponzoñosa. Envenenados por el odio, escupen resentimientos. Maldicen.

Un capitán tan solo come pasta sin salsa y un vaso de agua. En sus facciones hay una decepción que cala hondo, que se arraiga en sus vísceras vacías. Hay dolor, ira restañada y por qué dudarlo, impotencia.

Un niño, en Caracas, por los lados de Chacaíto, oculta su cara contra un muro roñoso, para fumar crack. Así engaña a su estómago, a su mente. Se embota para no recordar que hace días que no prueba bocado.

Son estos, rostros de una nación en ruinas, Venezuela.

Bien lo ha dicho la Conferencia Episcopal Venezolana: las elecciones presidenciales no resolverán la grave emergencia de Venezuela.

Si mañana gana Maduro, bien sea porque hizo trampas y usó todos los recursos del Estado para comprar o constreñir el voto, bien porque hubo fraude; la crisis posiblemente empeorará y la anarquía no se hará esperar, porque más años de esto serían nitroglicerina en una licuadora. Si gana un candidato opositor, quién sea este, y, en efecto, le declaran vencedor; 19 gobernadores y más de 300 alcaldes chavistas, todas las instituciones sometidas a la voluntad del Psuv y un ente ilegítimo que se arroga competencias ajenas porque tiene el poder para hacerlo, harán de su presidencia una ilusión.

El escenario más probable es pues, el de caos y anarquía. No hay modo de encontrar soluciones en el proceso electoral en sí mismo. Creerlo es una fantasía.

El triunfo de Maduro no le asegura otro mandato, como tampoco lo tiene garantizado un candidato opositor que eventualmente gane en las presidenciales. Bien sabemos, con esta gente no se puede negociar un proceso de reformas políticas y económicas. Sencillamente, no creen en un modelo distinto al que ciega y torpemente intentan imponer desde su llegada al poder en 1999. Como inquisidores, prenden fuego a todo aquel que disienta de su proyecto delirante. Y ya lo sabemos, son capaces de insurreccionarse. Ya lo hicieron. Por ello, urge un gran frente nacional que realmente pueda forzar los cambios pretendidos y asegurarlos en el tiempo. Porque de no hacerlo, y pronto, el país puede encausarse en una espiral de violencia que ni el gobierno (o parte de este) ni la oposición desean (y que, de paso, resulta contraproducente a los intereses de uno y otra).

Los demonios acechan. Aguaitan agazapados, como los carroñeros, que aguardan por los restos que el depredador ha dejado. Unas elecciones presidenciales no van a aquietarlos. Por el contrario, bien podrían ser las puertas de ese infierno que por necios nos hemos ido construyendo.

Una empleada del sector privado, que bien podría serlo del público, se desmayó en su trabajo. Se desmayó porque ya no almuerza. Y no almuerza porque no puede. No tiene con qué. Gana salario mínimo, y eso no da ni para un cartón de huevos, eso no da para vivir. Ni siquiera alcanza para sobrevivir. Su caso no es único. Lo sé, lo sabemos. Caracas y otras ciudades del interior son un proscenio de mendigos, esa corte de muertos vivientes de la que Víctor Hugo rescató a Quasimodo y Esmeralda. Pero la culpa no recae solo sobre esta desdicha que desde hace casi 20 años nos desgobierna y maleduca. Recae también sobre todos nosotros, porque, tanto como aquellos a los que endilgamos un pensamiento mágico religioso, creemos que recetas fallidas van a dar resultado.

Mientras nos canibalizamos, cada uno intenta estafar a la realidad para ver si ese día se come, si ese día se hace de unos centavos empapados con la sangre de quienes han muerto de hambre, de mengua. Por ello, más allá de unas elecciones que no van a resolver los problemas, se requiere de voluntad para imponer el cambio, para contener las ambiciones delirantes de una élite que ya solo cuida su cuello, que por torpes, se apresaron a sí mismo en este infiernillo.

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