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España en el ojo de Pablo Pérez-Mínguez: Retratar el vértigo (Parte I)

“Recomiendo que nadie busque en estas imágenes más guiños y complicidades de las que de forma evidente muestran y transmiten; eso sí, disfrutando con el vértigo de los variados niveles estéticos con los que se va a encontrar”, sugería el fotógrafo español, en el catálogo de su retrospectiva en el Museo de América de Madrid en 2008. Probablemente para contrarrestar la intención crítica de extraer sentidos nuevos, a la realidad de las imágenes provenientes de sus cuarenta años de carrera artística. Pero dejaba abierta, sin embargo, la posibilidad de interpretarla desde el ornamento y lo vertiginoso de los cambios, que el medio y España sufrieron a partir de los años setenta, y de los cuales la revista Nueva Lente, fundada por el propio Pérez-Mínguez con la colaboración del también fotógrafo Carlos Serrano, se convirtió en tribuna desde donde crear, promover y experimentar.

“Torero-cordero” (1972) sincretiza algunas de estas apreciaciones desde la imagen de un joven con peluca y antifaz, vestido con el traje de luces mirando a la cámara, mientras sostiene un borrego en medio de un descampado cercano al aeropuerto de Barajas. Aquí la acción de aunar las evocaciones de la fiesta brava con el subtexto pastoril, en un espacio abierto pero con connotaciones tecnológicas y mecánicas, alude a los fallos del otro despegue, el económico, al arrastrar consigo los valores tradicionales y las formas pre-modernas de subsistencia. El gesto camp, proveniente de los accesorios del diestro, apunta al desenfado por venir, en un momento cuando el país vivía el ocaso del franquismo, dentro de una situación de pre-guerra mundial que “Apocalipsis” (1970) había ya apuntado, en el conjunto de hombres, mujeres y niños cubiertos de velos, túnicas y papel plata esperando, con pose de un expresionismo exagerado, la llegada del fin.

“Publicidad hueca” (1974) falsifica las premisas del género desde una valla desfondada en la carretera Madrid-Irún, a través de la cual se distingue el cielo y un campo en barbecho. Ello, como una manera de parodiar el vacío resultante de manipular el gusto del consumidor para crear una necesidad y colocar el producto publicitado. Esta operación, donde los deseos del sector que se quiere atraer se distorsionan y adulteran, se constituye en una manifestación más del arte del artificio dirigido a un ignorati tratado como cognoscenti, a fin de explotar el ansia de aparentar, derivada de las aspiraciones atávicas enraizadas en el país pobre, y aún frescas en el subconsciente nacional.

“Cecilia camuflada” (1975), juega lúdicamente con los conceptos de mimetización y diferenciación, que el ícono artístico tiene antes las cámaras y frente a la cámara, aprovechando la vulnerabilidad de la cantante recostada tomando el sol, con la mano a modo de antifaz tapándole el rostro. El estampado del “bañador prestado” que lleva puesto, queda igualmente enmascarado por las flores de la colchoneta y la vegetación inclinándose sobre ella, hasta conjurar un jardín artificial donde el intenso blanco de la piel contrasta con la flora en que se ha convertido su figura. El conjunto botánico germinando desde la imagen, se enriquece con el sentimentalismo subyacente, producto de la desaparición física de Cecilia el verano siguiente, a causa de un accidente automovilístico por esas carreteras de España.

“Edificio Metrópolis” (1975) y “Por la calle de Alcalá” (1976) recuperan, desde el camp, los símbolos dictatoriales durante la transición democrática, representados por la estatua de Ganimedes con el brazo en alto simulando el saludo fascista, junto al ave Fénix coronando el edificio Metrópolis, y el yugo y las flechas falangistas sobre la fachada de un inmueble de la calle de Alcalá. El nubarrón que enmarca el conjunto mitológico de la primera imagen, “anunciaba el tránsito del Movimiento a la Movida” que estallaría poco después, inyectándole a la ciudad una energía artística nueva, de la cual Pérez-Mínguez participaría plenamente. La segunda imagen, contrasta el título del popular cuplé con la violencia del emblema de la Falange, desplazando hacia lo grotesco, lo sublime de la tonadilla de la revista musical “Las Leandras” dedicada —frenesí del desparpajo— a Celia Gámez, quien se haría famosa durante los años duros del franquismo, por sus amores con altos dignatarios del régimen y por la canción “Ya hemos pasao”, que buscó descalificar el “No pasarán” republicano.

Las fotos más conocidas del artista, son las de los primeros años ochenta, y documentan a la mayor parte de los protagonistas de la Movida desde el hiperreal y la desmesura. “Radio Futura” (1980), “Alaska” (1980), “Divina May” (1982), “Fany: agente secreto” (1982), “Pedro Drag” (1983) se revisten ahora de la nostalgia, producto de un momento cuando el país empezó a abrirse con una libertad inusitada, tras décadas de represión y años de transición, robándole Madrid a Barcelona el papel protagónico en la formación de los grupos, tendencias y estilos, que marcarían aquel período y alterarían la imagen de España ante el mundo.

La carga icónica de los rostros, el protagonismo de accesorios y complementos, la densidad del maquillaje, el desenfado contenido en trajes y gestos, las estudiadas poses se inscriben en la mística que envolvió la trayectoria vital y artística de cada uno como creador, voyeur, inspirador o productor de experiencias novedosas fuera del marco institucional. Ello, les permitió expresarse desde una desenvoltura que fertilizaría los contenidos artísticos y promovería un culto del underground donde comulgaría la nueva generación, ávida por sacudirse las frustraciones, traumas y miedos de sus mayores.

El irrespeto hacia la autoridad, la reverberación del Pop y el Punk neoyorkino o londinense, los usos de un eclecticismo puesto a incorporar los ismos extraídos de las vanguardias anteriores, la propagación de comportamientos foráneos combinándolos con los ritos, prácticas y gustos netamente castizos, que caracterizaron las expresiones de la época, hicieron del kitsch su mejor tatuaje, a fin de huir del conformismo dominante y poder preservar la vitalidad de los procesos.

“Nada es más irrelevante que la comodidad. La comodidad suele debilitar, quitarle la vida a la experiencia”, apunta agudamente el artista y cineasta Peter Brook. Y es de esta premisa de donde los partícipes de la Movida se hacen en las imágenes que les eternizan. Los pliegues de una seña, un mohín, el desafío de las miradas quedan encapsulados desde el blanco y negro o el tecnicolor fotográfico, cual fotogramas de un film que, como los del Almodóvar anterior a Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), rechazan el facilismo, los compromisos con lo establecido, lo incólume de las instituciones y el temor a lo distinto y espurio.

Producidos y escenificados fundamentalmente en el estudio de Pérez-Mínguez, los retratos de aquellos años se nutren de la divina aura que envolvía el lugar, cual simulación de la Factory de Andy Warhol, haciendo las veces de laboratorio, no solo de revelado sino de revelación. Ideas, proyectos, happenings, celebraciones se cocinaron en el espacio, sirviendo además de refugio donde iban llegando protagonistas, musas y fans, que en muchos casos quedarían atrapados por el lente del fotógrafo.

“Radio Futura” nos presenta a los integrantes del grupo en tiempos de su primer álbum, “Música moderna”, como un ramillete de rostros encuadrados sobre un fondo negro. El alto contraste hace que los cuerpos parezcan emerger de la oscuridad, constituyéndose la composición en alegoría del éxito, sin precedentes dentro del rock español, alcanzado por el conjunto a partir de aquel disco. La disposición de las figuras, donde caras y manos se tocan en serie, alude a la comunión artística y al alto nivel de complicidad existente entonces, cuando las amistades y consorcios creativos se forjaban con vertiginosa velocidad, y con la misma celeridad se disolvían. De allí la importancia del registro de Pérez-Mínguez en la reconstrucción de un período irrepetible, no solo por la calidad y diversidad de las obras surgidas, sino por el renacimiento creativo que vivía el país, donde el optimismo y la impresión de ruptura con el pasado bullía en el ambiente, pese a la crisis económica y el desempleo existentes.

“Alaska”, recoge a la cantante de cumpleaños, en pose vamp sobre un sofá de Casa Costus, donde unos días después Almodóvar empezaría a filmar algunas escenas de su primer largometraje, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), con Alaska en el papel de Bom. El look gótico con toques punk de la actriz queda realzado por el exceso del entorno, donde los cuadros hiperrealistas del dúo, conformado por los anfitriones Juan y Enrique, se disponen junto a los ángeles, santos, objetos pop y botellas de licores sobre una mesa-espejo. El kitsch de la mise-en-scène, actúa como subtexto de los proyectos realizados por el colectivo, que incluyeron, además de filmaciones, libros fotográficos, catálogos, portadas de discos y obras de arte.

La polinización creativa resultante, permea igualmente los retratos “Divina May”, “Fany: agente secreto” y “Pedro drag”. El primero, nos muestra a una musa de la Movida, entre el glamour y el punk, semidesnuda y mirando con desfachatez a la cámara. Los labios furiosamente rojos y apenas entreabiertos, los ojos entrecerrados y fuertemente delineados, el arcoíris de colores en el cabello y el barroquismo de las joyas, transforman a la muchacha en un maniquí puesto a exhibir parte del muestrario de signos que identificaban entonces a muchos integrantes de la Movida, y a sus seguidores reclutados entre el contingente de jóvenes llegando desde todas partes de la Península a la capital, a fin de escapar al convencionalismo de sus hogares y subvertir el estatus quo.

“Fany: agente secreto” compila las distintas personas de Fabio de Miguel como Fany, Pathy Diphusa y Fabio McNamara, en un período álgido de su participación dentro del dúo “Almodóvar-McNamara” y su actuación en el segundo largometraje del director, Laberinto de pasiones (1982). Sobre fondo azul eléctrico, un Fabio ultra maquillado en pose castigadora, vestido de cuero negro y zapatos rojos de tacón, apunta al espectador con una pistola, caricaturizando a las agentes secretos de las teleseries del pop como The Avengers y Get Smart.

“Pedro Drag”, por su parte, mimetiza el kitsch del cineasta, travestido de maruja con perlas al cuello y aretes multicolor, durante el concierto junto a Fabio y Alaska en la sala Rock-Ola la nochevieja de 1983. Se sintetiza así la relación imagen(aria) del trío con Pérez-Mínguez, al tiempo de evidenciar “las últimas tracas de la famosa Movida”, de la cuales la expresión entre incomodidad y hastío de Pedro, resulta ser el mejor exponente al tratar de definir este período, tal cual él mismo haría unos años después: “Con la palabra ‘movida’ no sé bien a qué se refieren. Es un término que nosotros nunca aceptamos. Es difícil hablar de ello, porque nunca nos hemos reconocido en su definición. Lo de la ‘movida’ es una creación de los medios de información. Pero hay algo cierto: se puede hablar de la gente que trabajamos en Madrid haciendo cosas muy modernas en unos años muy determinados, 1977-1982. Los años de la UCD, que han sido los grandes años de Madrid, cuando la ciudad era libre de verdad”.  

Desde mediados de aquella década, también el fotógrafo altera los lineamientos de sus imágenes pero sin perder la saturación del color y “el lenguaje del absurdo, y el sentido del humor”, como constantes. “El esclavo enjaulado” (1986), “Catedral de Cuenca” (1987), “La mano de Dios” (1989), “Eva al desnudo” (1989), “San Expedito” (1999), “La Verónica” (2000) y “San Sebastián” (2003) reciclan, desde el “todavía más” barthesiano, el melodrama místico partiendo de diversas perspectivas. Homoerotismo, expresionismo, feminismo, hiperrealismo se imbrican en el entramado de las representaciones, intensificando el simbolismo de la iconografía religiosa, a caballo entre lo sagrado y lo profano, y manteniendo esa relación “precaria, incierta y desigualmente completa” con su objeto, que lo fecunda y enaltece, a fin de poderlo encontrar en los más variados contextos: la Factory del artista, una catedral, la Casa de Campo de Madrid o un muro en Santa Cruz de Tenerife. La circulación del kitsch se intensifica aquí desde la histerización de decorados, sets, ornamentos y ropajes vistiendo o desvistiendo al modelo, en una operación donde lo aparentemente superficial, oculta una intención muy clara de conmover las bases de la sociedad tradicional española, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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