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Adrian Ferrero

Escribir poesía: ese todopoderoso oficio contra el tiempo

La presente antología poética de la argentina Inés Aráoz (San Miguel de Tucumán, Argentina, 1945), Barcos y catedrales (Antología poética, 1971-2011), publicada en 2012, elige poemas de 11 libros comprendidos en un tiempo histórico que abarca unos 40 años. Durante esa etapa, la Argentina conoció un golpe de Estado dramático, una etapa neoliberal que se fue acentuando hasta límites feroces, y una nueva etapa democrática.

El presente libro, con Selección y Prólogo de María Julia de Ruschi despliega una poética que evidentemente está vinculada a lecturas diversas, momentos de la biografía de la poeta que en numerosos paratextos o bien en los poemas mismos quedan plasmados y también dan la pauta de una mirada sobre ese mismo tiempo que va inscribiéndose tanto en el cuerpo como en la subjetividad de modos muy dispares. Diera la impresión de que en la medida en que avanza la vida el tiempo devastara de modo arrasador al cuerpo y se recelara de un futuro que ya no avizora, motivo por el cual el yo lírico femenino entra en un cierto estado de zozobra que no llega a la desesperación pero que sí la inquieta. El paso del tiempo sí inquieta a este yo lírico demasiado gozoso de la vida, de la poesía misma, del escribir (porque en ocasiones el yo lírico coincide con la circunstancia de ser una escritora). En efecto, una zona potente del poemario lo constituyen una serie de reflexiones en torno del lenguaje, de la escritura, del oficio de poeta (lo que le confiere poder por sobre otros mortales: la potestad de crear). Cito un ejemplo de su poema “PIENSA RÍA”:

PIENSA RÍA:

“Es un mundo, pareciera, no para poetas que en fracciones
de segundos consumen la eternidad (…)”

En efecto, el poeta diera la impresión (en virtud de estos versos) de ser todopoderoso. De ser el dueño del universo porque es el dueño del lenguaje, es el dueño de la palabra. El hálito verbal “consume la eternidad”. Pareciera casi una barbaridad hablar de eternidad refiriéndonos a un o una mortal. Lo cierto es que, en efecto, el lenguaje más que tener tanto poder sobre la realidad, a mi juicio es capaz de crear un universo (lo que es muy distinto) de naturaleza perenne o, de existencia como mínimo perdurable. Un universo del cual la poeta dicta las leyes que lo regirán, que serán las que lo gobiernen. Y por lo tanto el poeta es un Creador. El poeta es una suerte de Hacedor que con la palabra inaugura luego de un silencio un sonido o un ruido (no lo sabemos), una música quizás, una melodía que queda inscripta en el poema, merced a los cuales la temporalidad puede ser manipulada a su antojo hasta el punto de ser “consumida”, como bien afirma el verso citado. Esta Creación metaforiza naturalmente una suerte de Génesis en el que no me detendré porque es un tema sobre el que ya ha sido particularmente estudiado. Mi propósito es otro. Por otra parte, el verso asegura que los poetas consumen “en segundos la eternidad”. Esto es: logran condensar en apenas fragmentos de un minuto la temporalidad que no tiene ni comienzo ni conoce fin. El poeta o la poeta, en segundos incendian esa eternidad hasta efectivamente “consumirla”. Si la consumen, la humillan. Porque poseen la potestad de hacerla fuego. Esa materia incandescente, devenida pura fogosidad (metáfora a la que vuelve Inés Aráoz, la del fuego y la de las llamas), aplasta y humilla al universo entero. Por lo tanto, a quien lo ha creado. El poeta es literalmente omnipotente cuando toma su lapicera, su máquina de escribir o su computadora. El poeta o la poeta, son quienes deshacen lo que parecía inmarcesible e indestructible. O inexistente. Incapaz de tener lugar, de existir. De ser concebido. Esta circunstancia fuerza las condiciones según las cuales se desenvuelven las leyes del universo en virtud de esa acción que es una acción, un “know how”. Una destreza, pero también una inspiración, algo que acontece porque el poeta la genera y la consuma, pero también porque le es dada. De modo que hay allí una suerte de paradoja. El poeta o la poeta consumen la eternidad, tienen poder sobre ella. Pero al mismo tiempo, quien les otorga esa suerte de don ha de ser una entidad suprasensible. El poeta o la poeta humillan al tiempo. Pero ¿no será acaso esa reacción la de un yo lírico desesperado porque el yo lírico la calcine a ella misma? De modo que compensativamente, prácticamente de modo vengativo el yo lírico se cobra su revancha. Será, también, quien haga y deshaga un tiempo que en verdad tendrá la última palabra.

Y como para confirmar estas hipótesis que estoy arriesgando, llegan estos versos que ponen en contigüidad la relación entre la palabra y la sustancia angélica:

“(…) No todos podemos amasar el pan. Aún cuando lo comamos,
la sustancia de los ángeles es la única que podría colmarnos.
Amasar la palabra es otra cosa. Quizás sea el modo de
recuperar la sustancia angélica”.

Ser poeta (“amasar la palabra”) es en verdad no ser un yo lírico desafiante, soberbio, sino un yo lírico que amasando la palabra artesanalmente restituye para sí la condición angélica. Este atributo angélico vuelve al poeta o la poeta un ser que se separa del resto de los mortales para entrar en el universo creativo, que es autónomo. Pero como lo haría alguien desde el oficio más humilde (que también remite al orden de lo religioso por la ostia y los panes bíblicos). Alguien que amasa las palabras ya no es alguien todopoderoso que las consume como una flama hasta agotarla. Aquí asistimos a un giro del punto de vista. El poeta o la poeta son humildes, están consagrados a un trabajo noble pero que, si bien los relaciona de modo directo con lo divino, no evita que sigan siendo humanos. Amasando el pan les será concedida su condición angélica. Aquí, nuevamente la cosmovisión remite al universo católico (en principio), en el cual hay eternidad y hay ángeles. Quizás el yo lírico haya recapacitado para no devenir un ángel caído, lo que sería penoso para cualquiera. Aún para un ser inmortal. Ser un ángel obliga a una serie de mandatos, de obligaciones, de virtudes, de una suerte de perfección que el poeta no siempre está a la altura de alcanzar porque es un mortal. Pero es perfectamente capaz de crear.

El poema titulado, justamente, “POEMA” nuevamente insiste en el poder de las palabras. Se acude otra vez a la muerte, se la caza como si se cazara una palabra. La palabra no tiene parangón con otra cosa más que con un extremo poder sobre la condición humana y hasta con la condición de lo celeste. Ingresamos al orden de lo celestial. La palabra es ahora el contenido abordado por este poema que hasta permite en una estructura en abismo que escribamos sobre ella. Que la reescribamos. Nos permite, ella sí todopoderosa pese a ser una entidad significante, la aptitud de que especularmente regresemos sobre su poética para hacerla hablar de sí misma. La palabra, en todo caso, entonces, es la todopoderosa. Leamos:

“He cazado a la muerte
como si fuera una palabra nueva
La he rodeado, inquirido y bientratado
Hasta he escrito sobre ella
–vida es la palabra que he usado–
Y me ufano
de contemplar a cada instante
su aleteo furioso
en mi corazón”.

La palabra tiene o posee un aleteo furioso. Ese aleteo furioso en el corazón del yo lírico puede estallar en ira, independizarse del yo lírico y disponer de su suerte de temperamento con total impunidad y potestad. La palabra entonces, el lenguaje está cargado de emocionalidades, no es juiciosa, sino que se deja llevar por una emocionalidad tempestuosa, puede ser brutal, impiadosa e inmisericorde. Ahora bien: ¿por qué habría de serlo? Eso lo ignoramos. Pertenece al orden del misterio en el seno mismo de la poética de Inés Aráoz.

Hay también en el poemario una serie (no demasiado extensa pero sí muy intensa) de poemas eróticos. Muy sutiles, por cierto, pero que dan la pauta de que se trata de un yo lírico femenino que goza del cuerpo, que goza de la vida y contra el que naturalmente el tiempo no podría sino ser hostil y el yo lírico manifestarse hostil a él. El tiempo es el que reduce el deseo a cenizas (siguiendo con la metáfora de la “luna en llamas”), resquebraja al cuerpo y también el tiempo es el que inscribe sobre la corporalidad una serie de huellas que limitan toda clase de movimiento, desplazamiento y, naturalmente, belleza. El tiempo es el que corrompe el cuerpo. El que lo degrada.

De modo que brevemente cerraría este sucinto abordaje de parte del corpus de la poesía de Inés Aráoz, no detallado pero sí representativo, planteando (sin certezas también porque es conjunto breve de poemas y se trata de una antología de una poeta aún en actividad, capaz todavía de sorprendernos) que el tiempo diera toda la impresión de ser el enemigo del yo lírico femenino. Y que el tiempo es todo aquello contra lo que la palabra en definitiva ha de confrontar en una batalla cuerpo a cuerpo en la que tal vez y solo tal vez, también deba batallar contra lo divino.

Lo divino puede (como conjetura) administrar la temporalidad según la omnipotencia. Contra ese poder la poeta establece una suerte de rebelión. Y se desplaza entre signos con la idea, para nada descabellada, de, mediante actos insurreccionales, acudir desde a la queja hasta, eventualmente, la blasfemia. Eso no lo sabemos. Pero queda insinuado en el poemario. La biografía se confronta con un tiempo que no elige. Un tiempo arrollador que de modo descarnado se abate sobre la corporalidad. No queda al poema sino el gesto desesperado de la insurgencia. O bien de una aceptación que, en este caso en particular, veo difícil sea el punto de llegada así como el camino a seguir hasta el punto culminante del poemario.

Inés Aráoz ha escrito una obra colosal porque interroga a la condición humana desde sus dimensiones más vulnerables. Pero también las más potentes. El ser humano, no obstante, finalmente se rinde frente a ese impetuoso y envolvente poder de la llegada inminente de lo que el yo lírico logra entrever pese a que reniegue de ella. Es su languidecer hasta extinguirse. Como una lámpara de aceite que luego de sus incendiarios fulgores, llega a las chispas, hasta finalmente devenir modesta claridad, opacidad y consumirse en ese punto en el que deja de ser luz para volverse lo que más temía. Su condición de oscuridad. Ese lugar en el que no puede ver lo que escribe ni lo que lee. Es el lugar de la pérdida, del extravío y de la desorientación. Es el lugar indeseable al que tarde o temprano, a cada uno, a cada una, de nosotros nos tocará llegar.

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