Como lector y estudioso de la literatura infantil desde hace ya muchos años, me preguntaba ¿cuál es su sentido? Y, más específicamente: ¿cuál es el sentido de escribirla y leerla desde América Latina, es decir, desde una perspectiva continental subalterna? Varias respuestas vinieron a mi mente. Y antes que nada me gustaría aclarar como punto de partida que la literatura infantil no se distingue a mi juicio de la literatura para adultos en que sus destinatarios sean otros, sino en que los modos de aproximación y abordaje de los mismos temas, en ambas, son otros. Y no tan distintos después de todo.
Uno de los primeros sentidos de la literatura infantil es que es una forma (y una de las más impactantes) de internalizar en el sujeto infantil una serie de valores en tanto que sujeto de cultura. Es más, también en tanto que perteneciente a una determinada clase social. Pensemos que la literatura infantil bajo el formato libro es accesible solo a un grupo de niños y niñas cuyos padres y madres pueden (y desean) comprárselos, con el agregado de que esta práctica está en retracción. No conviene desdeñar las bibliotecas populares ni los planes nacionales de promoción de la lectura, como sucede en muchos países, también en América Latina. Sin embargo, convengamos que si un niño o niña tienen a su disposición en el hogar una biblioteca, la posibilidad de accesibilidad a libros para su edad se incrementará. Y por lo tanto seguramente el estímulo para descifrarlos. En especial si esta circunstancia va acompañada de la mano de padres que los estimulen. Es cierto que en este momento la motivación que puede despertar la lectura de un libro ha disminuido notablemente frente a la seducción de las modernas tecnologías. Pero tampoco sería por completo escéptico en tal sentido. El libro sigue concitando interés y un lugar irreemplazables. También corresponderá a la escuela, los padres y los mediadores culturales, promover la curiosidad por la lectura. Lo que se traducirá en un criterio selectivo para que el público infantil tenga puntos de referencia más o menos nítidos a partir de los cuales orientarse en la maraña de esa frondosa bibliografía que se le ofrece de modo desordenado. Y no solo ser orientado a la hora de elegir sino sobre cómo interpretar esa bibliografía de modo inteligente además de con riqueza de significados, mediante un lectura guiada.
Por otra parte, si bien es cierto que existe una parte de la literatura infantil que está protagonizada por personajes de clases sociales baja o proletaria (desde larga data), buena parte de ella lo está por personajes de la burguesía. Esta circunstancia marca una tendencia y acentúa lo que acabo de mencionar como zona influyente de la literatura infantil en tanto pinta solamente la realidad de un sector de la sociedad y mantiene por fuera de ella a otros con los que los niños también sería conveniente estuvieran familiarizados desde el orden de representación literaria. De ese modo tendrían a su disposición un panorama del mundo en el que viven mucho más completo además de acentuar un cierto principio de realidad.
En el campo se la literatura infantil, lo sabemos, se han debido librar batallas en el orden de lo simbólico. Gracias a una serie de grandes pioneros, una nueva literatura infantil, concebida como un espacio creativo a secas, no de transmisión edificante, conquistó un lugar de enunciación sin didactismos. Un territorio en primer lugar estético consagrado a la exploración y a la invención. Esta autonomía de la literatura de no estar más supeditada a una pedagogía obsoleta, fue una conquista difícil. Ello no es sinónimo de que la literatura infantil, como veremos, no se haga cargo de las tramas del dolor social, de circunstancias contextuales de un país o de un continente o se desentienda de valores en lo relativo a cierto humanismo o a los mismos DDHH. Pero estos componentes son el desprendimiento natural de la narración de una historia que la acompaña, no es la trama producto de una tesis a priori que se procura inculcar.
Hay narraciones que sí refieren las andanzas de niños huérfanos, pordioseros, pobres o proletarios. En Argentina lo que se ha dado en llamar “cartoneros”, ese grupo de personas que suelen salir por lo general por las noches en carros tirados por viejos caballos a juntar trozos de cajas de cartón o papeles (circunstancia que se acentuó en Argentina con la crisis institucional de 2001), sí irrumpen en algunas ficciones visibilizando para el público infantil una zona de la conflictividad y la contradicción social que suele serle sustraída al niño en las ficciones burguesas. Justamente la escritora argentina María Teresa Andruetto, ganadora del Premio Hans Christian Andersen 2012, el mayor galardón a la literatura infantil del mundo, tiene un libro, El país de Juan (2003), protagonizado por una familia que luego de un proceso de inmigración interna a la ciudad de Buenos Aires desde una zona rural del interior del país, comienza a residir en una villa miseria, suerte de asentamientos urbano precario. Por las noches, parte de la familia sale a juntar cartones en un carro. Y esto sucede tanto a adultos como a niños. Ese dato ya pinta el fresco de una niñez trabajadora, adultizada por responsabilidades que recaen sobre ella a destiempo.
La literatura bien puede mostrar circunstancias que con matices no sean las idílicas que suelen atribuirse a los cuentos de hadas en que los malos son sancionados y las princesas se casan con los príncipes siendo felices para siempre. Hay versiones e inversiones de naturaleza compleja (como veremos) de estos esquemas binarios entre buenos y malos, entre destinos desdichados y exitosos, mediante relecturas de la tradición en clave de revisión.
En particular en América Latina, dadas las circunstancias contextuales de aflicción económica y social que padece el continente, resulta mucho más frecuente que en otros lugares del mundo desarrollado que la literatura se haga cargo de la realidad no exactamente bajo la forma de un espejo pero sí irremediablemente tomando ciertos datos del universo referencial, sin por ello quedar supeditada a él.
También la literatura infantil está perfectamente en condiciones, bajo ciertas premisas elementales, de narrar determinados compases de la Historia política del continente o del país dentro del cual es producida. Las dictaduras son una de ellas. Otras, con inquietudes por temas sociales, se atreven a afrontar temas complejos, como lo hizo la autora infantil argentina Silvia Schujer con su novela Las visitas (1991) en la que refiere las visitas de un niño a la cárcel en la que está confinado su padre, comprendiendo él, a la edad en que recién tiene discernimiento, adónde era llevado por su madre así como la situación familiar.
Hay autores, en Argentina que han recuperado el sustrato aborigen. Tal es el caso del fallecido Gustavo Roldán, quien en su libro Los cuentos que cuentan los indios (1999) plasmó en la lengua escrita una riquísima tradición oral de naturaleza ancestral de varias tribus de la zona del Alto Chaco argentino, como los matacos y los tobas. Ello supuso, claro está, operaciones de investigación antropológica, mediación y transmisión cultural. La transposición de la oralidad a la escritura de los mitos y leyendas de la zona originaria a un libro de narrativa seguramente ha de haberlo sumido en una serie de tomas de decisiones tanto éticas como estéticas y políticas cuyos dilemas no cuesta adivinar. Pero que asumió la responsabilidad de afrontar. El resultado está a la vista. Una obra literaria que con sentido de respeto, preserva una remota tradición que también pertenece a nuestro patrimonio cultural. Una tradición desconocida porque fue avasallada por los relatos de la conquista, silenciando estas otras voces que también tenían mucho para decir de la cultura americana. Y que los niños tengan acceso a libros de estas características favorece la posibilidad de pensarse identitariamente como sujetos desde un ángulo más novedoso y más completo.
La citada María Teresa Andruetto aborda en su nouvelle juvenil Stefano (1997) las dificultades de un adolescente inmigrante de Italia, llegado a Argentina por vivir en condiciones paupérrimas en su pueblo natal, describe desde los avatares del viaje, plagado de peligros, en el que está a punto de perder la vida, hasta su despertar sexual en el que, por ejemplo, aparecen temas como las poluciones nocturnas, abordadas desde la escritura con total naturalidad. Ello confiere a ese episodio en un contexto infrecuente como la literatura juvenil, un componente de verosimilitud además de interés cautivante para quienes seguramente perciben en él de modo especular un episodio reiterado que les está aconteciendo pero que no siempre pueden ni saben nombrar o incluso, llegado el caso, comprender. La novela responde con palabras claras a esas dudas. En tal sentido, no desdeñaría el factor ni identificatorio ni el introductorio en tanto que sujetos de cultura de los niños a un universo significante que suele evadir cuando no considerar tabú referirse a temas del desarrollo psicofísico. Stefano, entonces, me parece que reviste una intervención potente desde la ficción en el orden de lo real radicalmente necesaria para que esta literatura no quede reducida a versiones edulcoradas de relatos que los niños y jóvenes experimentan como ajenos además de anacrónicos. De otro modo, no perciben en ellos componentes que resulten convocantes en lo relativo a su biografía ni a su edad. Lo cierto es que también los editores o bien quienes son responsables del trabajo de clasificación por edades de los libros infantiles son perfectamente capaces de ejercer la censura sobre ellos, eliminándolos de colecciones o, en el caso de docentes, de programas de estudios. Motivo por el cual muchos niños se pierden de entrar en contacto con literatura lograda que apunte a temas que les incumben.
Hay todo un sector de la literatura infantil argentina, como demuestra la autora Graciela Montes, que en clave del género picaresco narra los avatares del hambre, en su novela Aventuras y desventuras de casiperro del hambre (1995). Y si bien el humor no se ausenta, todos sabemos que hablar en un país subdesarrollado de esa carencia que aqueja a muchos, por momentos de modo desesperante, constituye la metaforización perfecta para dar cuenta de una realidad cotidiana. También una forma de afrontar aunque sea con palabras que desdramaticen un componente social. Pero que no lo encubren. El hambre debe ser paliada, se sufre por ella, se instrumentan tretas para superarla en esa novela. Es uno de los motores de la narración. Pero por lo pronto, se la nombra. Y el hambre y la pobreza son dos de los motores de relato.
En uno de sus escritos más importantes, El golpe y los chicos (1996), la misma Montes narra el golpe de Estado y la dictadura militar de 1976/1983 en Argentina, con palabras simples, sin efectismos, intención de adoctrinamiento ni de leer la Historia argentina a partir de antinomias o simplismos pero sí haciéndolo mediante un contenido veraz. Sin eufemismos. Mediante estrategias comunicativas que permiten la comprensión de un tema delicado para el público infantil, Graciela Montes da cuenta de modo exitoso de un episodio traumático de la sociedad argentina (y de varios países de América Latina) que es un derecho que los niños y niñas conozcan desde sus primeros años o, como mínimo, a partir de cierta etapa de sus vidas. El terrorismo de Estado no se disfraza y la escalada de la espiral de violencia es narrada y explicada en una suerte de ensayo que instrumenta, por un lado, estrategias didácticas para tener llegada al público infantil. Por el otro, se sirve de narrativas sociales que neutralizan o bien las versiones patrioteras de la Historia argentina de las que son partidarios grupos interesados en mantenerla intacta, o bien por parte de quienes fueron sus promotores o aprueban el golpe, de modo indefendible. Por otra parte, para quienes vivieron por esos años siendo niños, que se les cuente con palabras sencillas lo que se les disfrazó o en la memoria ha quedado registrado de modo confuso, incluso desde la represión, resulta primordial, porque esclarece una parte de su identidad.
Por otra parte, cabe agregar que existe toda una parte de la producción literaria infantil argentina que padeció la censura durante la etapa de la dictadura, del mismo modo que sucedió con la literatura y el cine para adultos, o el resto de las artes. Así como hubo exilios hubo listas negras de libros prohibidos acusados de “formar cuadros subversivos”, como reza un decreto que prohibió uno de los libros infantiles en cuestión, Un elefante ocupa mucho espacio (1975) de Elsa Bornemann, muy celebrado en el mundo entero. Igual suerte corrieron en Argentina libros de la autora Laura Devetach, La torre de cubos (1964) o bien Jacinto (1977), de Graciela Cabal. En este sinsentido, es posible detectar de qué modo la literatura infantil era leída por los censores con una cierta clase de lupa que buscaba lo que no existía pero que una imaginación persecutoria les permitía encontrar, así fuera un verdadero disparate. La lógica de la sospecha cundía sobre todo libro en el que irrumpiera la voluntad de libertad en un personaje o bien tuviera lugar una situación de rebelión o el desorden, así fuera en su acepción más lúdica o gratuita.
De modo que, entre muchas otras cosas, la literatura infantil ejercita su derecho a introducir al público infantil en tanto que sujeto de cultura en la libertad subjetiva y en la libertad de acción. Caso contrario no hubiera estado en la mira de los censores, atentos a vigilar la producción literaria de todas las edades, también las formativas de edades tempranas.
En Argentina la escritora Liliana Bodoc en su novela juvenil El espejo africano (2008) narra la historia de una esclava africana que en tiempos de la colonia española es llevada por la fuerza a Buenos Aires literalmente cazada, por unos sicarios encargados de tal misión en África, con una red. Luego de un largo periplo, de una agresiva separación de los suyos, del conocimiento de lo que significa devenir de sujeto infantil en su cultura origen en mercancía en una cultura extranjera, la protagonista trabajará en una casa a partir de que una familia la compra. Luego de una accidentada trayectoria, concluirá sus días en una plantación de la cual su antigua ama, devenida mujer, rescatará a su hija, dado que ella ha fallecido. Liliana Bodoc, de modo certero, ata con un cabo dos continentes castigados por el imperialismo, por la miseria y por muchos rasgos tanto en su dignidad como en sus derechos, imponiéndoles otro universo significante por la fuerza. También obligando a sus habitantes a devenir sumisos ejecutores de órdenes, de modo humillante.
Hay otra clase de representaciones literarias interesantes de ser citadas en el campo de la literatura infantil argentina. Por ejemplo, algunas obras teatrales de la dramaturga infantil Adela Basch, quien recupera varias figuras del pasado argentino, poniéndolas por lo tanto en diálogo con nuestro presente histórico. En primer lugar, el rescate de ciertos próceres de la emancipación americana de las colonias imperialistas españolas, a quienes se les quita toda pátina de solemnidad mediante el humor. Por el otro, en la obra, En los orígenes los aborígenes (2013), donde reivindica los derechos de los pueblos originarios de América Latina, cuyos territorios y riquezas han sido expropiados por parte de los conquistadores españoles. Eso por un lado. Por el otro, desde la específica perspectiva de género, si bien las lecturas se abren hacia muchos otros matices, Basch evoca el protagonismo de Juana Azurduy, en la obra Juana la intrépida capitana (2016), la historia de una luchadora de la independencia contra el español. Juana Azurduy se constituyó en un personaje paradigmático verdaderamente transgresor por su poder de determinación y de acción luchando en el mismo frente de batalla. Otro personaje que trae al presente Basch es Rosario Vera Peñaloza, una maestra argentina quien además de ejercer su oficio, escribió libros escolares formativos para optimizar el trabajo en el área de magisterio difundiendo nuevos métodos en el área de la didáctica y la pedagogía.
La escritora Perla Suez, ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz de México, en su novela juvenil Memorias de Vladimir (1991) con acierto propone una salida superadora y reparatoria del dolor a un pasado de persecución y sufrimiento del pueblo judío. En efecto, en una ficción histórica que se proyecta hasta nuestros días, Suez de modo inteligente no se olvida de las víctimas del pueblo judío hostigado por el Zar Nicolás II de Rusia. Un niño y su tío de ese país deben exiliarse a una colonia de Entre Ríos, Argentina. Esa etapa de desarraigo naturalmente se presenta por momentos como intolerable. Pero también tendrá un final en el que su protagonista conocerá la realización. Sin incurrir en el final feliz ingenuo de los antiguos cuentos tradicionales, porque una marca fuerte del sufrimiento perdura, la propuesta de Suez es que existe la posibilidad no de olvidar pero sí de no quedar cautivos de una etapa destructiva que a un sujeto (cualquiera) le toque padecer. Todo el libro es una gran reflexión acerca de la memoria y de los modos de resignificar el pasado a la luz de un presente sin rencores.
Y en lo relativo a versiones de la literatura infantil oficial que son desmontadas por ciertos escritores o escritoras, me gustaría citar el caso en Argentina de Patricia Suárez, una narradora y dramaturga infantil que ha producido obras que han roto con los estereotipos que la literatura infantil suele asignar a personajes, relaciones, vínculos, representaciones sociales de distintas realidades. En efecto, mediante una ficción deconstructiva rompe con esos estereotipos porque sus obras juegan precisamente lanzando una ofensiva frontal desacralizadora contra los relatos tradicionales. Mediante sus versiones anti estereotípicas de figuras como la madrastra (Habla la madrastra, 2009) de los cuentos maravillosos o el lobo (Habla el lobo, 2004) como figura macabra, como personaje estigmatizado, Patricia Suárez compone el mosaico de un mapa alternativo o, incluso, sirviéndose de una operación como la inversión en la que dota de nuevos atributos a personajes a los cuales les han sido asignado roles sin matices y axiológicamente connotados de modo irremediablemente negativos. Otorgándoles la voz a estos personajes, el sistema de versiones es otro y, por lo tanto, la dinámica de la tradición se ve fuertemente sacudida.
De modo que en un doble movimiento progresivo/regresivo, la literatura infantil, por lo pronto la argentina, a la que me he referido a grandes trazos en forma exclusiva en el presente artículo, se pone en coloquio directo tanto con el presente histórico como con el pasado más traumático no solo una vez consolidados los Estados/nación sino con la revaloración del sustrato aborigen desde el plano de la representación literaria hasta el mundo del trabajo con el material cultural que ha sido posible recopilar por parte de los escritores y escritoras. Por último, traza alianzas con otros pueblos del mundo que han corrido igual o parecida suerte. Reconfigura sus matrices compositivas. Reelabora críticamente la tradición cuestionando paradigmas constitutivos largamente hegemónicos.
En todos estos casos nos encontramos frente a escritoras y escritores con sentido de pertenencia continental, pero también con una firme vocación por los DDHH y muy especialmente por los derechos del niño. Pondría el énfasis en que, en la renovación que proponen como colectivo de creadores, está muy presente la idea de no disfrazar la realidad sino en sacar a la luz lo que la sociedad oculta o sustrae a la mirada del niño deformándola.
Un público por lo general subestimado cuando no ignorado por la sociedad, como vemos, sin embargo goza del respeto de un grupo de creadores y creadoras, quienes están atentos a, con sentido de excelencia, no engañarlos. Y ya desde que las primeras letras son inteligibles, como afirma la escritora infantil Marina Colasanti, aspiran también a servirse de un lenguaje “que sea como el latido de una vena”. Eso han hecho. En eso están.