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arturo serna
Photo by: Susanne Nilsson ©

Escépticos (IX)

Litivenko escribe desde la lejana Ucrania. Me dice que por el relato de su abuelo anarquista conoce la existencia de una provincia en la que vivió un marino. Ese marino fue escritor y fue amigo de su abuelo. Según Litivenko, nadie en esa tierra lejana conoce el valor que tuvieron las conversaciones para su abuelo y para él, nieto del viejo anarquista ucraniano.

Hacia el final del mail menciona las montañas verdes y cuenta los pormenores de la difícil guerra que vive su país.

En un párrafo largo de su ensayo cita a un filósofo y político nacionalista. Este hombre es Aleksandr Duguin. La periodista Hinde Pomeraniec lo llama el Rasputín de Putin. El tal Duguin considera que Ucrania debe volver a las raíces eslavas originarias. Para este señor nacionalista existe una única patria: Rusia. Ucrania es de Rusia. Ucrania es Rusia. Rusia y Europa a su vez forman una patria grande, el suelo único y real del mundo. Este señor nacionalista propone la idea de Eurasia. Dice que Eurasia es el pasado y el futuro del mundo.

Litivenko discute con el nacionalista. Sostiene que no hay patria. No existe eso llamado patria. La idea misma de patria es un error. Y expresa una extrañeza frente al sentimiento de orgullo nacional. ¿En qué se basa ese orgullo?, se pregunta Litivenko.

En este punto concuerdo con el ucraniano anti nacionalista. Todos los nacionalismos parten de un supuesto falso: la patria. ¿Cómo se conforma la patria? Algunos ponen como fundamento de esta idea a la tierra y se equivocan. Los que piensan a la lengua como suelo común no consideran la diversidad que existe en cada lugar. La idea de etnia parte de un equívoco infranqueable.

La cuestión de la patria es más la expresión de un deseo que una realidad. La patria no existe, no tiene asidero ni fundamento. Todos los supuestos de los nacionalistas son falacias, argumentos derivados del sentimiento y basados en las meras fabulaciones o delirios.

Desde la sociedad de escépticos proponemos eliminar la idea de nación y deshacer las fronteras.

Un mundo sin divisiones traería, al menos, una forma de convivencia menos reglada y en la que la guerra no tendría ningún sentido. Nadie querría tener más territorio ya que todo el espacio sería de todos.


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