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Adrian Ferrero

Escenas de lectura

Recorto cuatro escenas de lectura de entre esa bruma que aun preserva mi memoria. Como podrá imaginar quien lea esta crónica, en alguien consagrado  a la escritura como profesión, escenas de lectura en su vida abundan como lo harán en otras, por ejemplo, las escenas de pintura, para un artista plástico o las de dibujo, para un arquitecto. O para una modelo, las de su arte por las pasarelas. Se trata de oficios, trabajos, que suponen instantes inolvidables por su alto voltaje electrizante. Solo que para mí leer es mucho más que una actividad puntual, una actividad intelectual. Es una actividad, en todo caso, en la que se compromete todo mi pasado, toda la intensidad del presente, todo texto futuro (escrito o leído).

En efecto, hay una entrega al acto de leer, según la cual mis interiores se movilizan, el vigoroso desplazamiento sanguíneo se exagera o se detiene según la trepidante narración o las escenas que a mi vez leo. Las sístoles y las diástoles, invisibilizadas sin embargo para los testigos, para mí mismo que solo alcanzo a distinguir su latido, se agitan, se agitan según lo que va teniendo lugar en el libro. Si hay escenas de excitación, escenas moderadas, escenas de beatitud serena, escenas de desesperación. Todo ello en virtud de las acciones que se narran o de las imágenes que el poeta dispara como con una ametralladora, o como cascada deja caer por un cauce moroso, con sutil entonación. Escenas (en la lectura), de una cierta clase de índole, que construyen atmósferas dentro de las cuales uno ingresa. Y de las que cuando salga, le costará sacarse de encima ese residuo. 

Las vértebras entonces se enderezan o permanecen en su sitio perenne, según los casos. Las manos que sostienen el libro o hacen descender el cursor del documento en la pantalla de la computadora  pueden, llegado el caso, al temblor, si lo que voy leyendo es vertiginoso o demasiado potente. La respiración agitarse según el impacto que el texto tenga en mi subjetividad. El mundo que me rodea suele ser sustraído a mi percepción, pero sin embargo no me abandona el registro que tengo de mí mismo en mi caso, estable. No me olvido de mi cuerpo. Y descubro en esas hileras, en ese cursor que se va desplazando junto con variaciones, estallidos, significados velados, complicidades, implícitos, lecturas que también he hecho para escribir otra clase de textos. Reconstruyo, en ocasiones, una poética, porque leo la obra completa de un autor. Su territorio.

He tenido enormes satisfacciones durante estas escenas de lectura. He tenido la sensación de haber sido yo mismo quien escribía ciertos grandiosos párrafos, por la empatía que me provocaban. O si bien sospecho que quien las escribió pensó en un lector parecido a mí cuando escribía esos textos. Mientras leo, tengo entonces, una serie de sensaciones, percepciones, que no son ajenas al acto de leer. Sino que lo acentúan o lo atenúan, según la sintonía que se establezca entre ambos.

Las manos que sostienen las hojas de los libros, pueden apresarlos, pueden movilizar con mayor o menor velocidad las páginas, según los casos, según el entusiasmo con el que voy descifrando, construyendo significados. Y él, el libro quiero decir, va excitando mi atención. Puede que se trate de un texto que sea convocante. En tal caso, con probabilidad hará que apriete los filos de sus páginas, que hasta incluso me puedan resultar cortantes. Hirientes sin darme cuenta en virtud del modo como me estoy introducido en la trama, en las imágenes plasmadas encadenadas, en los diálogos, en otra clase de escenas: las de una dramaturgia. Así, a su vez yo asociativamente iré rearmando en mi mente, en directa relación con mi historia, con mi carga subjetiva, con el bombeo de la sangre por las piernas que la silla, el banco, el suelo o el césped comprime y que, por lo tanto, perderá la fluidez vital para que el cuerpo respire. 

Simultáneamente, mi cuello: suele ser la zona más sensiblemente afectada por la lectura. Si leo durante horas las cervicales dolerán. Sentiré un latido que a los músculos que están entramados con el aparato óseo de esa zona cervical a mí me moverá a sentir una sensación de dolor intenso que aun raramente interrumpo sino tolero con estoicismo porque lo que leo, si me gusta, me imanta, hace que me resista a abandonar al espacio de la lectura hipnótica.  Las cervicales estarán tensas. La luz será en un caso o en otro de las escenas de lectura, determinante. Si es diurna, el efecto (sobre el papel, sobre mi capacidad de ver mi entorno) será otro. Y si la luz es artificial, por lo general será una escena de confinamiento en una casa, en un bar, en un estudio, por supuesto, entonces mi mirada se concentrará en iluminar lo más eficazmente posible el texto, la página escrita para que el universo ficcional o el universo poético no se extingan producto de la falta de nitidez. La página iluminada artificialmente me gusta. En ambos casos mi cuerpo generará clase distintas de sombra sobre el suelo o el interior de la casa o el bar. Se recortará su forma.

Pero vayamos a las escenas. Yo en la escuela secundaria. Mi prima en el borde de la pileta de la quinta de mis abuelos (los de los dos, quiero decir) con sus amigas. Amigas inalcanzables para mí. Son todas bellas. Todas tienen novio o no desean tenerlo porque tienen planes las más interesantes. Pero yo estoy allí a unos  metros, en el suelo, tirado sobre  ¿el césped? ¿una lona? ¿un toallón? Leo Interrupciones II de Juan Gelman, el poeta que más me gusta junto con Alberto Calveyra. Entonces, caigo en la cuenta de que es mi primer libro de Gelman ¿cómo lo había dejado pasar? ¿cómo he permitido que mi vida quedara privada de semejante portento recién hasta ese momento? Las líneas de los poemas, en verso libre, van poniendo al descubierto una lírica sofisticada sin ser afectada, letal para quienes somos poetas y nos enamoramos de imágenes bien construidas, del adjetivo preciso, justo, el más adecuado, el único. El que le estaba destinado inexorablemente. Y Gelman, con todo su arte, supo encontrar, supo ubicar en ese lugar, en el momento adecuado en el que estaba escribiendo. ¿en su estudio? ¿en su living? ¿en un bar? Trazo hipótesis. Como ahora que escribo esta crónica.

De pronto veo que una amiga de mi prima se acerca y me pregunta: “¿Qué leés, Adrián?”. Entre avergonzado y perplejo porque una chica que conozco poco, a quien pensaba que poco le interesaría la poesía (puro prejuicio) me pregunte eso, con una pregunta tan directa, tan curiosa de su parte, tan considerada, se lo digo. No lo conoce. Yo tampoco demasiado. Lo suficiente como para contarle las dos o tres contraseñas necesarias, las que ella esperaba, después me saluda, sigue para la pileta con el grupo de chicas que la espera. Efectivamente, como el título del libro, nuestro diálogo se ha interrumpido. Pero no por un malentendido. Ella ha sido gentil, ha sentido avidez por un adolescente leyendo un libro a solas. Un libro de poesía de un poeta argentino (yo sé poco por entonces sobre la vida de Gelman, apenas que fue perseguido por la dictadura, su exilio). Luego la escena se diluye, en un mundo de oro y humo. O soy yo mismo el que lo hace, en una memoria que me traiciona ahora. Una memoria que ha retenido unos pocos, fugaces detalles. Los imprescindibles para que un instante de mi vida quedara fijado a un espacio amado en el que transcurrió toda la infancia de mis primos, de mi hermano y la mía e irrumpa en la memoria. La escena ha sido otra. Asociada a una chica bella y joven. Pero el espacio ha permanecido invariable. Yo también he cambiado. No leí tanto antes. 

La siguiente escena que recorto de entre las que abundan en mi vida es una de un libro de William Faulkner, que yo había conocido antes por otro de sus libros, El sonido y la furia, ahora me conduce a Absalom, absalom!. Le seguirían Mientras agonizo. Luego Luz de agosto. Libros inolvidables. La lectura de ese libro me provoca una sacudida pocas veces experimentada. Sus técnicas narrativas, que jamás había visto en ninguna novela, la renovación inusitada, la violencia contenida o abierta, mi cuerpo sentado sobre una silla con los pies sostenidos en otra, que no definiría como cómoda, pero sí definiría como de una innecesaria comodidad dado que lo que cuenta para este caso es lo que leo, en un estado que me transporta a otro mundo, un universo de significados de otra cultura, de otro tiempo, leído en traducción, que despega de este otro desangelado, sin novedades sustantivas, de la ciudad de La Plata. Miro la portada del libro. Luego la editorial (ya no circula). La fecha de compra porque mi padre la ha estampado junto con su firma. Fue toda la década del ’60 en que mi padre leía vorazmente. Leía del mismo modo como yo lo hice en los ‘90. Lo sé porque en su biblioteca, cuando sacaba libros de allí, quiero decir, antes de haber armado la mía, estaba repleta de compras fechadas con años de esa década: dramaturgia, narrativa, poesía, ensayos. Ignoro cómo hacía mi padre para comprar tan frondosa cantidad de libros. Tengo la más absoluta seguridad de que los ha leído. Lo conozco. Para pasar el día leyendo como seguramente lo hizo. Como yo lo hago ahora. Está bien que aún no se había casado. Pero de todos modos pienso en su febril actividad lectora que lo calcina como a ciertos místicos el placer del texto. La voracidad de la que sin embargo ahora ha prescindido de lo prescindible y se ha quedado con un escaso conjunto de libros: lee rarezas, libros usados exquisitos, género fantástico, gótico, policiales. Nada de ciencia ficción, que es lo que a mí más me gusta, a mí el gótico me interesa selectivamente. El policial nada. Leo mucha poesía. Dramaturgia. Varios ensayos. También rarezas. Literatura infantil argentina, mucha. En fin, autores y autoras diversos y dispersos. Soy sistemático con cada autor pero no soy previsible en mi elección. 

Regresemos a la escena. Hay un termo con un mate a mi lado que acompaña la lectura. Páginas que paso, un estremecimiento que se produce en mis interiores. Jugos emiten mis órganos. Probablemente el universo que me rodea me importe nada, lo que sucede en mi familia que me rodea, durmiendo, mientras en esta noche que ha devenido amanecer, yo soy otro, yo lector de Faulkner he devenido otro en virtud de lo que he leído, las pasiones que desató su argumento, el shock de una escena dentro de la escena de lectura, la mía, en una escena en abismo. Eso que en ocasiones la acciones, la acción no resuelven, sino abren (o eso parece), para que en un ejercicio proyectivo, sea yo quien las dé por cerradas. Al irme a acostar, ya entrada la madrugada, con la luz que dibuja las primeras siluetas, los contornos que comienzan a vislumbrarse (el florero, el mantel con sus dibujos, el patio en toda su beatitud con las plantas) en tanto regreso a ser yo mismo saliendo del libro, Como quien sale de una pileta de agua. Me sumerjo en una realidad que no me resulta atractiva o no tan atractiva como de la que acabo de salir. Me cubro con las sábanas. Cierro los ojos. Entro en otro universo ficcional. El onírico. Del cual despertaré con otro argumento. Del cual en este  preciso momento, no estoy en condiciones de narrar. Está demasiado enterrado. 

Me gusta esta otra escena que referiré ahora porque estamos ella y yo. Frente al mar. Es Santa Clara del Mar, muy cerca de Mar del Plata, el balneario más popular de Argentina probablemente. Al que he ido infinitas veces desde que nací. Pero estoy en otro balneario, cercano a Mar del Plata, vecino. Estoy en una casa con una mujer. Y cocinamos platos que me gusta preparar. Vamos a un pequeño supermercado. Traemos todo en bolsas de plástico que detesto. La casa no tiene postigos sino cortinadas con los que al irnos a dormir cubro los ventanales. Para no faltar a la verdad debo decir que me inquieta un poco esta falta de seguridad. Pero también me excita la adrenalina de no saber qué puede llegar ocurrir. Vemos el mar desde el ventanal de día, mientras desayunamos. 

La escena de lectura tiene lugar por la tarde, cuando el sol pega más fuerte. Hace frío en Santa Clara del Mar. Estamos vestidos con ropa de abrigo.  Leemos Casi un objeto, un libro de cuentos de José Saramago. Se los leo a ella en voz alta. Ella está perpleja ante uno frente al que ambos estamos perplejos: “Este libro es un prodigio”, repite. “Ese centauro”: “Sí, le digo en un eco, ese centauro”. La lectura se demora durante la larga semana que transcurre el viaje. El mar, el libro. La orilla, el libro. Mi voz, el libro. Saramago, mis otras lecturas de este autor, el libro. Saramago, Portugal, los fados, amigos que aman Portugal. Libros que dialogan con fados. Yo que estoy atento a este puñado fabuloso de historias. El mar que choca contra las rocas. El mar que bordea la arena del mismo modo en que nosotros bordeamos las páginas del libro. Hasta que por fin la última página llega. Y en un duelo que es despedida triunfal, placer y partida, guardamos el libro en la valija. Pero han sido jornadas tan poderosas, una prosa tan indestructible, que nada podrá suplantarlo. Un hito en mis lecturas. Decidimos dejar de leer otros libros. Nos consagramos a otros deleites. Y el frío…y el mar…

La última escena que como jirón retomo con decisión de evocar en esta crónica. En una casa en la que vivo solo. Recibiendo visitas difícilmente olvidables. Me entero de que una colega a quien admiro mucho se ha doctorado. Es una persona que aprecio mucho. No nos vemos pero sí puedo leer. Considerar qué hay en su poderosa mente en lo relativo a inquietudes, a búsquedas, a tentativas. Leo su tesis doctoral en tres jornadas. Es extensa pero no me acobarda. Es sobre el escritor Manuel Ugarte (Buenos Aires, 1875-Niza, 1951). Anti imperialista, socialista, viajero por Francia, por América Latina, por EE.UU., todo lo voy reconstruyendo en este relato que es al fin y al cabo una tesis. Advierto el enorme trabajo de archivo, las caudalosas notas al pie. Me resulta un trabajo brillante y de un rigor notable. Para un ignorante como yo, siempre pendiente de novedades de la literatura argentina contemporánea este autor sí resulta fundamental. Mucho más haber buceado en él. Las jornadas dejan agotados mis ojos, a mi cuerpo pese a la supuesta comodidad del sillón giratorio desde el que enfrento la pantalla. Una tesis doctoral es también una indagación en profundidad sobre un territorio ignoto, que comienza a transitarse como otra clase de universo literario: una creación original, en este caso al menos. Me regocijo en la lectura. Y a modo de despedida victoriosa (la suya, que defendió la tesis con éxito, la mía que he aprendido), cierro el documento. Me he quedado con lo mejor que se tiene, lo mejor mejor que ella podía dar porque estaba alojado en sus zonas más recónditas: su sensibilidad, su trabajo, su inteligencia. 

Este puñado de escenas remite a las personas que han escrito esos libros o tesis tanto como a mí mismo en el momento en que entré en contacto con ellos. En el universo de los signos. En el que nada es lo que es. En el que todo parece serlo. 

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