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Francisco Martínez Pocaterra

Es solo una cuestión de cifras

En este mundo revuelto, enloquecido y frívolo, la moral no tiene cabida. Importa más el vestuario que el hecho de ser una ramera o un cabrón alcahuete. Importa más ceñirse a la corrección política que la ética y el decoro, y poco interesan las satrapías, si dogmas y paradigmas caducos tanto como deshonestos arrebujan el hedor.

En política debe haber fronteras férreas que no puedan rebasarse sin el debido pago de las consecuencias. No pueden los gobernantes perpetrar crímenes, como la violación sistemática de Derechos Humanos, y aspirar a las bondades de una medición electoral solo porque se tiene la estúpida creencia de que son estas, mágicas, y que resuelven los problemas como lo haría un conjuro, cuando la verdad es que no pocas veces los agravan.

Permitirles medirse en elecciones, como lo han hecho algunos (llámense excomunistas de Europa oriental o militares latinoamericanos), supone, y en esto deseo ser muy enfático, la eventual aceptación de las atrocidades perpetradas por un régimen oprobioso. Otra cosa es que, vistas ciertas circunstancias, sea conveniente desde un punto de vista práctico, pero no por ello, deja de ser, en todo caso, contrario a la ética y ese mundo etéreo del «deber ser».

En el caso del plebiscito chileno de 1988, cuya utilidad pragmática no se discute, de haber ganado el general Pinochet (como estaba previsto hasta que los militares, por voz de uno de los integrantes de la Junta de Gobierno de 1973, el general Fernando Matthei, avalaron el triunfo opositor), sus crímenes – que eran muchos y atroces – no solo habrían quedado impunes, sapo que hubo que tragarse de todos modos, sino que, y he aquí la auténtica inmoralidad de esto, habrían sido legitimados por el voto. Cabe decir que el dictador chileno, acaso uno de los más crueles de por estos lares, obtuvo el apoyo del 46 % de la población.

En Europa del este, que es adoptada como ejemplo de las soluciones electorales, hubo, en efecto, una oleada de transiciones pacíficas, que, por supuesto, condujeron a ulteriores votaciones. Sin embargo, la raíz de los cambios no fueron las boletas ni la celebración de elecciones, sino el retiro del apoyo soviético a esas dictaduras por razones muy alejadas de las bondades del sufragio. El movimiento Solidaridad llevaba una década pugnando contra las autoridades comunistas polacas, y no ganó hasta que, con la llegada de Gorbachov y el cambio de políticas soviéticas, cambió el status quo, y el régimen títere de Moscú debió negociar una salida o encarar el final que, por tercos, tuvieron Nicolae Ceaușescu en Rumania o Slobodan Milosevic en Yugoslavia.

El régimen nazi, dirigido por un pobre diablo endiosado por el voto popular, requirió una guerra para echarlo del poder (y podría decirse que hasta 1943, las tropas alemanas dominaban el conflicto). Si en la Alemania nazi se hubiesen celebrado elecciones aun tan tarde como en 1944, no dudo que habría resultado vencedor Adolfo Hitler, artífice principal – mas no el único – de tan espeluznante satrapía.

El odioso Führer, alienado por una copiosa colección de complejos y resentimientos, no se rindió jamás. Cuando sus generales ya sabían que era imposible el triunfo, hacia finales del ’44, Hitler envió niños al frente. Una vez debió encarar la realidad, la imposibilidad de una victoria alemana, cometió suicidio en su búnker, el 30 de abril de 1945, pero, para entonces, ya habían sido asesinados alrededor de seis millones de judíos. Algo similar tuvo lugar en el Japón. Sus atrocidades en el Pacífico no fueron menos horrendas y aun después del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de ese año, Hideki Tōjō, primer ministro japonés, no rindió al imperio nipón (y por ello, lo hizo el propio emperador Hirohito, tras el bombardeo atómico sobre Nagasaki tres días después).

Si se hubiese votado para resolver la crisis mundial en la década de 1940, no dudo que el Partido Nazi hubiese ganado el Alemania, como el fascista en Italia. Y los muertos en los campos de concentración o en las mazmorras de tan atroces tiranías, o de los chinos ultrajados por los japoneses, habrían sido legítimos, porque el voto así lo habría dispuesto.

Usted dirá que no hay comparación posible, y yo le responderé que solo se trata de cifras, no de valores sodomizados.

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