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Alejandro Varderi

Error histórico

“Definitivamente, no hay un lugar más tranquilo donde poder comer que en casa”, apuntó Laurita, mientras sorbía un vino blanco. De las tres, ella era la única apostando todavía por una existencia allá gracias, debía decirse, a un marido ducho en incrementar sus ingresos, honestamente había también que acotar, en una tierra cada vez más ajena a la legalidad. El hecho de contar con una larga tradición en el sector industrial, heredada de sus mayores, contribuía a sostener exitosamente el sitio ocupado por sus empresas en el espectro económico criollo pero sin sacrificar la integridad personal ni la reputación adquirida a lo largo de varias generaciones.

Laurita, por su parte, se mantenía activa en las asociaciones de ayuda a los más necesitados, creciendo no obstante exponencialmente en tanto pasaban los meses y se deterioraba el entorno circundante. Porque hasta su jardín de bromelias había llegado la desesperación, de la mano del jardinero ocupándose desde hacía años del verdor de la propiedad, pues el hijo menor tenía un tumor cancerígeno y no había insumos en los hospitales públicos para operarlo. A menos que se realizara pronto la cirugía, las posibilidades de salvación se reducirían exponencialmente, con lo cual ella debió ocuparse de su traslado a una clínica privada donde todavía contaban con el material necesario para la operación, aunque no se sabía muy bien hasta cuándo, dada la escasez presente. Por ahora el muchacho reaccionaba favorablemente; otro punto a favor de quienes se hallaban a la vanguardia de las iniciativas privadas para evitar el completo derrumbe de la nación.

“En un comunicado, el canciller dominicano, Miguel Vargas, señaló que los representantes del gobierno y la oposición han mostrado un gran compromiso con este diálogo. ‘Por eso esperamos que, cuando este jueves retomemos las negociaciones, arribemos a un acuerdo definitivo’”, leyó en voz alta Carmen Luisa de las noticias del día, dejando a las amigas sumidas en un pesimismo aún mayor, en cuanto a la posibilidad de alcanzar algún acuerdo.

—Especialmente cuando vivimos la inhabilitación de los partidos que no participaron en las elecciones municipales por estar, como ha sido en las dos últimas décadas, completamente amañadas.

—Cierto, Ana Cristina, el primer paso de la reunión del jueves sería exigir que el gobierno reconozca a la oposición, legitime los partidos y libere a los presos políticos.

—De acuerdo, Laurita, porque, de no hacerlo, me pregunto con quién va a negociar.

—Leí que desde Voluntad Popular afirman que acuden por la necesidad de un canal humanitario.

—Si ese es el caso, Carmen Luisa, entonces la presión sobre el régimen será aún mayor pues ya la crisis venezolana está afectando el frágil equilibrio del hemisferio.

Escuchándolas hablar, entre vinos y aperitivos, uno hubiera podido imaginarse que se trataba de candidatas a alguna alcaldía, pero no. Era el síndrome de la politización de una sociedad que, especialmente en el entorno de estas amigas, hasta la llegada del chavismo no solo evitaba hablar de política, sino que veía con muy malos ojos militar en un partido.

Cambios radicales en la percepción y las costumbres, sin embargo, llovían ahora en cascada; como los encendidos comentarios en las redes sociales de los militantes del teclado, siempre un paso atrás del sentir colectivo. “Pero no de los colectivos”, habría agregado Ana Cristina, al recordar sus experiencias en las marchas de protesta del pasado año, donde vio en vivo y en directo su primer asesinato a manos de las fuerzas represoras del Estado. “Y ese joven apenas empezaba a abrir los ojos al mundo”, recordó escalofriándose, mientras iba a la cocina a ver cómo seguía el salmón al horno.

—Todo continúa tan paralizado.

—No todo, Carmen Luisa. Te lo digo yo que estoy en el día a día del país desde la mañana hasta la noche. Allá cada quien pone su granito de arena; y esto sin contar iniciativas a mayor escala como el Proyecto José, del obispo Jesús Pérez, sirviendo más de 1000 comidas al día en Caracas porque, según los informes de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, 9 de cada 10 venezolanos no pueden pagar su alimentación diaria. Y, debo decirte, muchas de las personas que asisten a los comedores sociales hasta hace poco eran de clase media.

—Verdad, Laurita. El drama cotidiano supera con creces todo lo que las monjas nos auguraban que iba a suceder, si no se atajaba la miseria a tiempo. ¡Y cuántas décadas hace ya de ello!

—Para mí, siglos han pasado cuando revisamos la celeridad con la cual se suceden los cambios y se borra o tergiversa el pasado.

Y aquí las amigas hicieron una pausa, quizás para abstraerse momentáneamente con las imágenes de una juventud para la cual cada actividad, incluso cada movimiento, tenía un sitial perfectamente delimitado en la cotidianeidad caraqueña de entonces. Desde los encuentros con los prospectivos pretendientes a la salida de misa, hasta las celebraciones en casas y clubs donde igualmente se encontrarían todas, guardaban la sosegada forma de las formas; el movimiento acompasado de flores y follajes, mecidos por la agradable brisa caraqueña, ciñendo los espacios para la conversación y el flirteo. No de otro modo habían llegado ellas al altar, aunque después la existencia las hubiera desviado por otras rutas, exceptuando a Laurita quien, desde las alturas de un feliz matrimonio, seguía unida a estas amigas mediante lazos mucho más fuertes y duraderos que los de sangre.

“Pero la sangre sigue derramándose por las calles sin que nadie pueda o quiera detenerla, especialmente quienes deberían garantizar nuestra seguridad como ciudadanos”, se dijo, devolviéndose a las manifestaciones del pasado año, donde estuvo a punto de ser emboscada por los colectivos en su propia urbanización, mientras a la cercana Clínica Ávila seguían llegando a raudales los heridos.

—El salmón está casi listo, pero las veo muy pensativas.

—Le contaba a Carmen Luisa sobre los proyectos de ayuda a las comunidades, y me vinieron imágenes de la violencia del régimen en las pasadas manifestaciones.

—Me pregunto si algún día la gente podrá llegar hasta el palacio presidencial y exigirle al usurpador que renuncie.

—No lo sé, Ana Cristina, porque ellos tienen el armamento y nosotros solamente llevamos banderas en las manos.

—Y lo peor, Laurita, es que lo utilizan sin consideraciones en contra de los manifestantes indefensos.

—Es la estrategia cubana, cuyos mercenarios están infiltrados por miles en las fuerzas armadas y no tienen ningún escrúpulo a la hora de apretar el gatillo.

—Y no solamente en el ejército. Una vecina fue a la Dirección de Identificación y Extranjería a que le pusieran un sello en el pasaporte y le dijeron, sin eufemismo alguno, que no podían porque tenían que pedir autorización a La Habana y en ese momento no había línea.

La incerteza y el descorazonamiento no se llevaban lo mejor de ellas, sin embargo, más bien contribuían a mantenerlas alerta y dispuestas a cualquier eventualidad; aun cuando la distancia difuminara momentáneamente los desasosiegos de allá, haciéndose aquí menos urgentes aunque no por ello perdieran un ápice de su vital importancia. Ana Cristina trajo el pescado y Carmen Luisa terminó de aderezar la ensalada, en tanto Laurita abría otra botella de vino. Operaciones cercanas a los sentidos y el alma; dádivas ofrecidas en armonía con los movimientos del corazón, acompasado a las gentilezas mutuas producto de la confianza y complicidades provenientes de una vida compartida desde las raíces.

Porque era justamente la cercanía, tan puesta a prueba por la dictadura, el hilo dable de ensamblar el tejido social, en la sobrevivencia y continua lucha para no sucumbir del todo, ya fuera desde la familia propia o la escogida. Lo importante aquí, en afrontar el día a día, era entonces aparcar los individualismos y entregarse al colectivismo; paradójicamente, no desde los instrumentos con que los indeseables habían manipulado a la población a fin de alcanzar el poder, y que ahora utilizaban para intimidarlo y controlarlo, sino mediante un apoyo continuo entre los miembros de la sociedad civil buscando aunar fuerzas ante un entorno hostil.

Estas tres amigas lo sabían y repartían solidaridad entre propios y extraños, cual dádivas puestas a mitigar, aun cuando solo fuera momentáneamente, el alto grado de ansiedad y la profunda depresión de la gente, más allá del lugar ocupado en la escala social. Y es que desde las urbanizaciones a los barrios, desde los cerros a las colinas, idéntica desesperanza se adhería como el polvo a los pasos de una población caminando, no obstante en las marchas, cual si fuera un solo cuerpo. Un cuerpo herido y vejado pero nunca derrotado, porque era la resiliencia, tan puesta prueba a lo largo de cinco lustros de pérdidas y naufragios, el verdadero alimento de quienes se habían quedado allá a sostener el país agonizante.

Tras el primer bocado, alzaron las copas y consagraron con aquel vino el valor de otras sangres, que no eran la Divina, pero cargaban igualmente consigo el peso de la Historia haciéndose, gota a gota, desde el compromiso de un pueblo decidido a perseverar, hasta hacer nuevamente suya la soberanía y libertades, hipotecadas en una encrucijada constitucional donde prevalecieron la ofuscación y el desencanto sobre el sentido común. Un error histórico que Venezuela ha pagado muy caro.


Fragmento de la novela De aquí y de allá de reciente publicación en Madrid por la editorial Pliegos.

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