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esteban ierardo

Entre las grullas y la utopía de la paz

I

Hasta ahora, la paz permanente se revela como sueño imposible. En el siglo XVI, de la mano del malogrado Tomás Moro y su obra Utopía, nació el pensamiento utópico moderno. Y en 1648 con la Paz de Westfalia se acordó la pacificación entre países antes enfrentados. Un acuerdo que prometía una paz universal y constante.

Y si lo propio de un ideal utópico es ser deseo o sueño antes que realidad, lo acordado en Westfalia rápido se mostró como la utopía diplomática de una paz duradera, que al poco tiempo se resquebrajaría; lo mismo que, tras la Carta de las Naciones Unidas en San Francisco, luego de la segunda guerra mundial, las buenas intenciones rápido fueron negadas por la realpolitik. En las relaciones internacionales hay largos momentos de paz y orden, pero generalmente tensos y, siempre, a partir de la aceptación de ciertos polos hegemónicos en el tablero geopolítico.

La paz real es imposible mientras la lógica de oposición y enfrentamiento, y el deseo de hegemonía, o de confrontación por la hegemonía, sea más poderoso que la fuerza de integración desde una voluntad de superación negociada de las diferencias.

La utopía de la paz real y permanente, tal como lo revela hoy la distopia bélica en el frente ruso-ucraniano, es tristemente irrealizable por la irracionalidad del ego nacionalista y neo imperial; y por la ausencia total de conciencia de la unidad de la especie. Principio este último de una elevación filosófica de imposible incidencia en las relaciones internacionales reales.

Pero algo puede ayudarnos a vislumbrar este principio de la ausente conciencia de unidad como parte de un posible camino que se hará real en el futuro, o quizá nunca: las grullas que vuelan, como otras aves, miles de kilómetros, todos los años…

Las grullas se reúnen; son miles, preparan sus alas… 

II

Primero debemos comprender la construcción de la utopía de la paz permanente desde el cruce entre lo histórico (Paz de Westfalia, Carta de las Naciones Unidas), y luego la idea filosófica kantiana de una paz perpetua…

Mucho se habla hoy de geopolítica. Sus orígenes como disciplina no son del todo claros. Pero su objeto de estudio se relaciona con lo geográfico y su impacto en la vida de los pueblos; pero más esencialmente, con el conflicto de fuerzas entre los estados inseparables de intereses asociados a un espacio o geografía determinadas.

Mucho más allá de los análisis coyunturales, el conflicto geopolítico es inherente a la historia mundial misma: rige en todo tiempo y lugar. Lo geopolítico se relaciona con el conflicto, y éste, a su vez, desde una visión más honda, brota de una matriz filosófica: la conflictividad como determinación existencial de la propia vida humana. En todo momento, el conflicto gobierna a cada individuo y a cada pueblo. La conflictividad ontológica (procedente del ser mismo de la vida), genera fricción, caos, guerra; pero también largos periodos de un orden que depara algún tipo de equilibrio entre las fuerzas siempre prestas a confrontar.

En la modernidad, el proceso de pretensión de estabilidad geopolítica, de paz duradera, tiene una expresión icónica: el orden westfaliano, como consecuencia de la Paz de Westfalia que concluyó con la devastadora Guerra de los Treinta años (1618-1648).

Esta guerra fue feroz. El conflicto fue provocado primero por disputas religiosas entre católicos y protestantes. Luego, incluyó claramente motivaciones políticas, deseos de expansión territorial, mejores posicionamientos geopolíticos de los bandos enfrentados, entre el hierro y la sangre. El Imperio romano germánico (compuesto por 300 estados autónomos), y la Monarquía hispánica, frente a Francia y Suecia y los Países bajos.

La guerra masacró a millones de civiles. Tierra arrasada. Cientos de pueblos saqueados. Una Alemania y Checoslovaquia destruidas. A veces, hay ganadores y vencederos. Pero en este caso, no se vislumbraba ningún claro vencedor. Ya agotados, los rivales reclamaron la paz. Esta llegó en 1648, en las ciudades alemanas de Osnabrück y Münster. La llamada Paz de Westfalia. Por este acuerdo concluyó también la paralela Guerra de los Ochenta Años, librada entre España y los Países Bajos.

El pacto supuso un primer congreso diplomático, un acuerdo en el más alto nivel de negociación. El acuerdo de Westfalia (del que no participó Inglaterra y España), contribuyó al afianzamiento de los Estados modernos. Los territorios y pueblos ya no eran patrimonio feudal hereditario. El Estado desarrolló una alta conciencia nacional y de sus atributos centrales: soberanía (Estado nación soberano), principio de inviolabilidad territorial, y no injerencia en los asuntos internos. Cada Estado ya no se sometería a principios exteriores a sí mismo, como los procedentes de la religión. Ahora se privilegiaría solo la lógica secular de lo estatal.

Desde entonces, las relaciones internacionales en Occidente, introdujeron, a su vez, el principio de equilibrio entre los Estados para evitar los desequilibrios y la ruptura del orden. Cada Estado se comprometía a no aumentar su poder como modo de imponer su voluntad al resto, y de convertirse en un peligro para los otros.

La construcción de un orden no mundial sino en Europa central. Un entramado de equilibrio en el Viejo Mundo, del que quedaba fuera el Nuevo mundo americano, bajo el sistema de las encomiendas, su trabajo esclavo, y el expolio de la plata del Cerro del Potosí; y, por otro lado, la India bajo el dominio mongol; el África del tráfico de eslavos por el Atlántico, pero también con sus reinos previos al orden colonial posterior; y la China de la dinastía Ming. Westfalia y su patrón de relaciones internacionales, solo en el ámbito europeo.

En la esfera religiosa, cada Estado oficializó su religión. Esto legitimó la expansión protestante. Se reconocía la libertad de cultos. Los súbditos ya no debían profesar el credo de su soberano. Westfalia implicó, asimismo, el cese de la religión como causus belli. El conflicto entre la Reforma Protestante y la Contrarreforma católica ya no fungiría de mecha incendiaria. Luego de la larga disputa medieval entre el poder eclesiástico y el poder temporal (la esfera político terrenal de los nobles), el Papa naufragaba finalmente en sus pretensiones de dominio de la política en Europa. Y todo el oscuro remolino destructor de vidas y bienes materiales de la guerra no tenía culpable. Todos eran perdonados. Nadie rendiría cuentas de sus actos como precio de la pacificación.

El espíritu del pacto manifestaba, además, la voluntad de “una paz cristiana y universal y una amistad sincera, auténtica y perpetua entre…todos y cada uno…”. Compromiso por la amistad, por una paz perpetua. Es decir, una ficción diplomática. El recurso a una mentira utópica para la descompresión de una conjuntura.

Luego de la segunda guerra mundial, el pacto de Westfalia repercutió en 1945, en la Carta de San Francisco, creadora de las Naciones Unidas.

Por primera vez, los países se confederaban para un acuerdo común. Su artículo segundo introduce siete principios, cuatro de ellos abrevan en Westfalia. El primero alude a «la igualdad soberana de todos sus miembros»; el segundo, es el compromiso a cumplir con “las obligaciones contraídas”; el tercer principio es la obligación de resolver “las controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacionales ni la justicia»; el cuarto establece que las naciones deben abstenerse “de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”.

Principios que entronizan la inviolabilidad territorial, la conservación de la paz y la negación del recurso a la fuerza. Es decir: la ilusión utópica de Westfalia traspolada luego al mundo de la posguerra y la Guerra fría; la ficción del compromiso por la razón, la negociación y la paz como parte de un supuesto desarrollo civilizatorio.

Siempre se discute cuándo el sueño del orden westfaliano muta en lo post-westfaliano. Se suele proponer que esto ocurre a partir de las guerras napoleónicas. O luego con la Primera Guerra mundial, tras el intervalo del Congreso de Viena (1815), y la Paz armada (1871-1914)). Luego de la Carta de las Naciones Unidas (1945), el principio de la inviolabilidad territorial, o los convenios sobre derechos humanos, fueron violados cuando esto convino a las superpotencias. Del mismo modo, el supuesto orden westfaliano ya fue violado poco después del acuerdo en la Alemania del siglo XVII.

Pronto llegará el otoño, las grullas deben ir a otra parte; pronto, deberán volar… 

III

La ruptura de la estabilidad en aras de construir hegemonía nacional o imperial,  lo post-westfaliano como dinámica real de las relaciones internacionales, afloró con claridad ya pocas décadas después del Pacto de Westfalia con la Guerra de sucesión española (1701-1713) (guerra ésta de la que salió beneficiada principalmente Inglaterra); y la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la verdadera primera guerra mundial en el sentido de que numerosas naciones y todos los continentes se vieron involucrados, y con una Inglaterra nuevamente favorecida con la supremacía colonial en América del Norte y la India.

En realidad, el equilibrio westfaliano fue un acuerdo forzado por la necesidad de superar un conflicto ya demasiado largo, oneroso y destructivo. Más allá de su contribución a principios formales del Derecho internacional, Westfalia no aseguró, en modo alguno, la introducción de nuevos principios reales para el apuntalamiento de la paz, o para una nueva lógica superadora de la voluntad de hegemonía dentro del tablero geopolítico.

Así, la paz continúa y estable pertenecen más al deseo utópico de la modernidad que a la realidad verificable. Lo mismo ocurre con Kant y su obra La paz perpetua, de 1795…

Aquí, el gran filósofo alemán, uno de los máximos exponentes de la filosofía moderna, fomentó la utopía de la estabilidad pacífica como basamento de un orden internacional mundial.

Llegó la Revolución Francesa y su golpe a la monarquía absolutista en pos de una república; llegó la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, en agosto de 1789. La reacción de un público ilustrado como espectador ante este proceso histórico fue el entusiasmo, según lo que Kant expresó en un texto posterior: El conflicto de las facultades (1798). Imbuido de ese ánimo, el pensador alemán piensa en una paz perpetua. Una de sus condiciones es que “la constitución civil de todos los estados debe ser republicana».

Los estados republicanos, impulsados por un espíritu de “ciudadanía mundial” y de “hospitalidad universal”, podrían avanzar hacia una federación de estados libres que compartirían una ley internacional común. Pero los requisitos para una paz definitiva también demandan la proscripción de toda cláusula secreta en los tratados que admitan guerras futuras; los ejércitos permanentes deben tender a desaparecer gradualmente; la adquisición de deudas nacionales no debe ser ocasión para “tensiones entre estados”; y ningún Estado debe interferir en la constitución de otro.

La clara voluntad utópica del proyecto kantiano de la confederación mundial de países acaso siempre estuvo infundida de una velada ironía, de una sabida conciencia a priori de la imposibilidad de una paz perpetua. Y esto desde un realismo contra utópico: a pesar del ideal de equilibrio e igualdad de los estados, de la soberanía e inviolabilidad territorial, o de la propuesta de La paz perpetua de Kant, los ejércitos napoleónicos fueron más allá de sus propias fronteras bajo la excusa de expandir por toda Europa la igualdad de los derechos y la aspiración republicana. Y todo esto, paradójicamente, a través de una fuerza imperial.

Y la propia revolución de 1789 que hablaba de construir una república, rápido degeneró en persecución entre los propios revolucionarios, en el terror jacobino y cientos de cabezas rodando al filo de las guillotinas.

Las grullas sienten cerca el cielo, las nubes, la luz del sol, ya falta poco… 

IV

Lo permanente es la guerra, y la paz como guerra fría; o la preparación para alguna nueva guerra manifiesta, como distopia asesina de los humanos y de los animales, y como ciclón arrasador de lo creado por la propia mano humana. El principio de von Clausewitz de “la guerra como continuación de la política por otros medios”, se mantiene intacto en su esencia.

Tras la segunda guerra mundial, se impuso un orden geopolítico, generalmente llamado bipolar entre Estados Unidos y la ex Unión soviética, asentado en la carrera armamentística y la potencia nuclear como factor disuasorio. Orden que en realidad era una tripolaridad. El tercer término era el tercer mundo o los países no alineados como entorno de la gran confrontación de la guerra fría de la posguerra.

Luego de la caída del Muro de Berlín (1989) y del colapso de la URSS (1991), sobrevino la unipolaridad norteamericana. En este siglo XXI, el ascenso como superpotencia emergente de China y el anhelo de recomponer el narcisismo nacionalista imperialista ruso (por la actual invasión a Ucrania), impone la descomposición del orden y la necesidad de un nuevo ordenamiento.

Pero sea cual sea el nuevo orden multilateral futuro (con o sin Rusia como superpotencia), siempre, tras la apariencia de la paz, la guerra permanecerá agazapada hasta lanzar su nuevo grito. Y esto, por un lado, por el derecho de la guerra defensiva (hoy en Ucrania), y los intereses expansionistas hoy rusos, antes norteamericanos; en el futuro de China, o de otras naciones. Por eso todos, por una u otra razón, siempre necesitan, como el aire, del negocio global de la guerra, de la industria armamentística; lo que Eisenhower llamó el “complejo militar industrial”. Una cultura de la dependencia trágica de las armas para la guerra defensiva o agresiva, o para solventar una paz inestable.

Y dentro de esta cultura trágica, los países se empobrecerán cada vez más por los efectos de las guerras, y las empresas armamentísticas serán cada vez más ricas. El infierno para las personas vulnerables y víctimas de la guerra es, a la vez, el oscuro y redituable paraíso de las empresas fabricantes de armas, que se encuentran principalmente en Estados Unidos y la Unión Europa, en la Federación Rusa y China.

La posibilidad de imponerse por las armas, o su amenaza, decapita la evolución moral de la humanidad hacia una paz negociada, global y permanente. Contra esto también conspira la no percepción de una realidad profunda del sapiens: la unidad de la especie. La negación de esta unidad favorece las continuas divisiones entre las naciones, y también entre los propios individuos.

La guerra y la muerte son un acto de autoagresión de la especie en su unidad. La imposición por la violencia, y la aceptación de la negociación únicamente luego de la agresión armada, solo se sostiene por la guerra que promueve la autoagresión de la especie. Nuestra especie que, en su nivel más profundo, se caracteriza por procesos que demuestran que cada individuo es dentro de una negada unidad; procesos de lo compartido por todos los individuos como, entre otros: los lenguajes universales de las matemáticas, la música, o de la común necesidad de aire y alimento, o de una misma estructura genética, en lo biológico.

Esto muy pocos quieren comprenderlo. O es lo que no debe ser comprendido por los intereses de un mundo dividido, fracturado; en oposición y guerra; muy lejos de la unidad, en el que cada quien juega su legítima defensa, pero también una aspiración mayor o menor de hegemonía.

Quienes sí entienden esa unidad son los seres que ven la Tierra desde la altura…

V. La lección de las grullas.

Como muchas otras aves, las grullas migran anualmente. Durante su proceso de migración anual, por sus tres rutas migratorias desde el norte de África hacia el norte de Europa, las grullas recorren más de 4000 kilómetros.

Desde la altura, no perciben las fronteras del mapa político humano. Las grullas solo perciben vastas tierras, bosques en los que la luz se hace íntima, secreta; ríos tumultuosos y cansinos; mares, montañas, desiertos y praderas, cumbres y nieves; y los animales entre selvas y árboles y corrientes; y los humanos, los animales más autodestructivos, que pululan entre raras estructuras de cemento que, en la noche, relucen como un sol recostado, y hecho de muchas luces.

Desde la altura de las grullas, la geografía es una y diversa. Para los astronautas en órbita en torno a la Tierra, el planeta, abrazado por el universo, también es, claramente, uno y diverso.

Esa unidad, lo contrario de la división que genera las guerras, es lo no pensado, lo que no debe verse, para que la paz real y definitiva siga siendo utopía; y para que la guerra, o la amenaza de la misma, siga siendo el principio real que domina las relaciones internacionales.

Pero por otro tipo de mirada, como la sugerida metafóricamente por el vuelo de las grullas, podemos acercarnos, mejor, a eso que no quiere verse.

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