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Entre el arca de Noé y la lista de Schindler

Mucha lluvia ha caído desde la mítica arca que Noé construyó para salvar a la humanidad hundida en la mezquindad. Unos pocos elegidos pudieron salvarse esa vez, entre animales y personas, para empezar la civilización de cero. 

No sabemos si aquello ocurrió, pero ha habido casos comprobables parecidos, como Oskar Schindler y tantos más que han salvado a inmigrantes, incluyendo los presidentes venezolanos del siglo pasado. 

América Latina está acostumbrada a emigrar y muchos defienden esa opción como un derecho, pero pocos lo ven como un deber de justicia, solidaridad y sentido común. Piden respeto a los suyos en Estados Unidos y España, sus destinos favoritos. Pero levantan murallas burocráticas en sus fronteras. 

Los casos más claros son los de naciones pequeñas, como Guatemala, El Salvador y, especialmente, República Dominicana. Este último país hasta despojó de su nacionalidad a más de 250.000 haitianos -sus vecinos- de un plomazo jurídico sin precedentes en 2013. 

Hoy, por cada extranjero en Quisqueya hay tres dominicanos viviendo afuera, según el estudio «Perfil Migratorio de República Dominicana 2017», el primero en su tipo, sustentado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). 

El gobierno dominicano disfruta las remesas de sus compatriotas (40.000 millones de dólares de ingresos al año), la colonia más grande en Nueva York, responsable del crecimiento sustancial que ha tenido la mayor ciudad de Estados Unidos desde el último censo (2010). 

Pero esa misma nación amante de emigrar, es una felina al deportar extranjeros. Apenas en febrero pasado, 7.000 fueron expulsados de la isla, especialmente haitianos, colombianos, ¡estadounidenses y venezolanos! 

Ese último caso quita el hipo por varias razones: hasta hace poco, la colonia dominicana en Venezuela era la tercera más grande del mundo; el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR) ha pedido a las naciones que abran puertas a los venezolanos, el único país en Occidente cuya crisis humanitaria de ya varios años justifica la emigración; además, es mucho el capital venezolano que se ha invertido en República Dominicana, generando empleos y modernización la última década. 

Pero la ironía mayúscula es que el gobierno dominicano ha sido cómplice de la dictadura venezolana, evitando condenarla en la OEA y respaldando con Zapatero sus parapetos de «diálogo» a cambio de petróleo a descuento. No quieren exilio venezolano, pero apoyan al régimen que obliga a emigrar… 

También Guatemala y El Salvador han comenzado a pedir visa a los venezolanos, pero «exigen» a Washington que no deporte a sus ciudadanos. Especialmente los salvadoreños se aferran y reclaman que se mantenga la consideración migratoria especial que EEUU les dio por el terremoto de hace ¡17 años! 

Mientras, en Colombia crece la xenofobia hacia los venezolanos y su presidente pide dinero al mundo para auxiliar a los refugiados, sin admitir que muchos de los que hoy cruzan la barbárica frontera son compatriotas suyos y su descendencia, en un regreso masivo que Bogotá no previó. 

Son esas las ironías que, si estuviéramos en Europa, una líder seria como Ángela Merkel no toleraría, en esa determinación que la ha llevado a educar a su gente sobre el deber humanitario de recibir a millones de refugiados de los países más rechazados del planeta. Ello sin los atenuantes de reciprocidad histórica y proximidad cultural que sí tiene el caso venezolano. 

Claro, las diferencias entre Alemania y Latinoamérica son abismales. No por la economía, sino por la mentalidad y, sobre todo, por su sentido de responsabilidad y alergia al descaro, en las buenas y sobre todo en las malas. 

Dicen que los alemanes son fríos y los latinos cálidos. Habría que revisar ese cliché. 

«Yo no sueño con irme, sino con poder quedarme», es una de las últimas frases que resume la tragedia venezolana, donde ya el diccionario se ha quedado corto de adjetivos y sustantivos. Hasta los zoológicos están cerrando puertas por falta de comida. Ya es hora de llamar a Noé.

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