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Gabriel Rodriguez

Enseñanza líquida

Hacia una docencia flexible y creativa

El futuro del estudiante es una luz lejana que pasa por el examen y se proyecta en su vida laboral, sentimental y emocional. Al ser evaluado, el alumno siente que su destino está en juego, que el resultado de la prueba determinará su valía. “Tengo ya doce años y medio y no he hecho nada”, dice una alumna de Daniel Pennac en su libro Mal de Escuela y esa declaración de incertidumbre prematura evidencia el temor ante la sociedad actual: el futuro laboral es incierto, las relaciones afectivas ya no son para toda la vida, la familia no es un núcleo sólido. ¿Para qué prepararemos a nuestros alumnos en el aula? ¿Enseñarles a respirar bajo este mar de incertidumbre? Creo que la labor docente debe estar enfocada en dotar a los estudiantes de herramientas intelectuales para enfrentarse al mundo. La enseñanza líquida, como filosofía de vida, aparece para combatir las metodologías rígidas donde el profesor administra el conocimiento, lo controla, lo mide y luego dictamina, con la nota, un final.

La educación como proceso y no como mercancía. Aunque se utilice la metáfora de “vender” a los alumnos durante cada sesión un tema, los alumnos no son clientes: son actores activos en la educación, su educación. La modernidad sólida ofrecía un futuro menos incierto: estudiabas y eso te garantizaba, en cierta medida, un lugar en la sociedad. Esto ya no es así pues la sociedad dejó de ser una calle recta y en un solo sentido. Ahora es una rotonda con muchas salidas donde no podemos seguir la estela de otros pues ésta se borra fácilmente. Un camino que se debe hacer, como dice Machado, al andar. ¿Qué debo enseñar? ¿Enseñar a buscar? Metabolizar la información en conocimiento, quizás. Alimentarse bien cognitivamente: dar las pautas para una dieta contra la obesidad informativa.

Las verdades estáticas reflejadas en el examen y en la dictadura del docente deben quedar en el pasado pues no existe tal verdad duradera en el tiempo, inmutable, que sea necesario aprender: lo que hoy fue importante, en unos cuantos años es un curioso recuerdo. De esta manera, la filosofía en la que pretendo profesar día a día es la que enseña a pescar en lugar de dar el alimento. Enseñar a sobrevivir en la jungla de la información, buscar la luz en medio de la espesura. Es también aceptar que como persona y como profesional de la enseñanza estoy en continuo nacimiento y descubrimiento. El título de profesor no es una licencia para enseñar, es la obligación de nunca cesar de aprender.

Es preciso entender, como docentes, que la música y el cine se erigen como elementos primordiales para la formación de la identidad del joven y los maestros y los padres dejaron de ser arquetipos exclusivos de conducta. La identidad juvenil es cambiante y proteica, frágil y fugaz como la música y las imágenes que la alimentan. ¿Qué debo hacer como maestro? Quizás todo esté en despertar la curiosidad infantil por desarmar los juguetes que nos interesan. Por leer el mundo. Cuestionarlo y enfrentarlo. Explorar en busca de cómos y porqués. Estimular la creatividad en los estudiantes y así descubrir con ellos el funcionamiento de la maquinaria que rige sus gustos, dictamina las creencias y configura su identidad.

En la cultura de masas, en la música y el cine, en la televisión e internet, se encuentra la matriz de mi filosofía. La pérdida de la relación espacio-tiempo y la concepción sedentaria que existía para el aprendizaje —sólo se podía aprender en la escuela y al finalizar el período de escolarización ya no había nada más que aprender— ha dado paso a un aprendizaje nómada, donde el conocimiento viaja como un río que se alimenta en su recorrido de otros ríos. “Habría que inventar un tiempo especial para el aprendizaje”, dice Pennac y yo afirmo que ese tiempo existe pues el estudiante lleva en su smartphone, mientras escucha música o se comunica con sus amigos, la escuela en el bolsillo. El internado de antaño (esa escuela de la que no se podía salir y donde no se cesaba de aprender) es ahora internet, es un teléfono, un computador. “El presente de encarnación”, ese punto donde se unen comprensión y cuerpo no es otra cosa que el uso significativo de las nuevas tecnologías. ¿Cómo lograr que el estudiante asimile esto? No tengo esa certeza pero intuyo que todo pasa por aplicar en mí lo que deseo ofrecer a mis alumnos: aprender de lo que más me gusta, transformarlo, reconfigurarlo, recrearlo. Lo sólido se basa en la forma, en el espacio para moldear. Lo líquido escapa de todo molde y escoge como bandera el tiempo. La enseñanza líquida, como se dijo anteriormente, traspasa las fronteras de la escuela y acompaña en todo momento al estudiante pues su objetivo es dotarlo de herramientas para que piense y se desenvuelva en la sociedad y no sólo en el aula: dejar huella, activar la curiosidad, sembrar el hábito de la duda. La escuela ha sido, junto con la cárcel —“¡Por fin libres!”, gritábamos todos al culminar el año lectivo―, una institución que pretende unificar y uniformar a los sujetos, dotarlos de una identidad única: nerds o zoquetes. Buenos o malos; pero la educación no es un rito de paso, una estación donde el sujeto debe formarse para luego hacer el trasbordo hacia su futuro. No, la educación es un viaje que nunca acaba, y el colegio es un escenario más donde se aprende a sortear los obstáculos de dicho viaje. La escuela ya no comunica y el zoquete parece naufragar entre tanta información que no le dice nada. El alumno que no suspende está igual de perdido pues lo que la escuela le da no corresponde con la realidad que vive en su barrio, en su casa; no hay vasos comunicantes entre lo que le enseñan y lo que comparte con sus amigos, entre la literatura y la música que escucha, entre la gramática y su manera de concebir el mundo.

Creo que la conciencia de ser responsable de la educación de otras personas, de ser una influencia, un guía, hace que el compromiso por mi propia educación sea mayor. La oscuridad de la verdad inmutable y eterna no tiene cabida en mi filosofía pues hace que todo diálogo sea estéril. Creo que aprender y enseñar son prácticas basadas en la conversación, en el intercambio de ideas en torno a un problema, una duda, una motivación, y esto sólo es posible si como docente respeto a quien me escucha prestándole la misma atención que pretendo para mí. En la enseñanza líquida los roles son laxos y el estudiante enseña mientras el profesor, atento, aprende. Recuerdo una pregunta recurrente en mi etapa de bachillerato: ¿esto para qué sirve? Y aún me acompaña esa noción de utilidad ante cada nuevo libro, ante cada problema por resolver. ¿Para qué aprender esto y no esto otro? Mis gustos me acompañan allá donde voy y eso es inevitable; el amor por ciertos autores y la pasión que supone su lectura saldrá en el momento de impartir la clase y una pregunta unánime la invadirá: ¿para qué sirve esto? Creo que en ese amor está el alma de la enseñanza y la respuesta a esa pregunta pues ¿cómo enseñar lo que no se ama? ¿Cómo trasmitir el conocimiento si no es por medio de nuestra filiación con éste? Soy, de alguna manera, mi primer alumno y ante la duda sobre la productividad de lo que ofrezco, intento servirme del amor: es útil porque trasmite y contagia, porque motiva.

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