Si un encuentro cercano del tercer tipo es el que sucede entre gentes de dos planetas que no hablan ni remotamente el mismo idioma, ni se alimentan de lo mismo pero que logran comunicarse a través de la magia del lenguaje de los colores y los sonidos, según la imaginería de Steven Spielberg, podemos decir entonces que el encuentro entre gente que baila la misma música, ríe los mismos chistes y recuerda las mismas canciones de infancia, que sucede en tierras extrañas, es un encuentro lejano, del primer tipo. Y estos son los encuentros más fáciles, pues suceden inevitables y espontáneos, cuando te reconoces sin querer en el otro por el acento, el camina’o… En el IKEA de Red Hook, hurgando entre las sábanas de algodón para el bien dormir al mejor precio, la pareja al final del pasillo en las mismas lides, no podía negar el Maracaibo de sus amores: ella dentista, se fue hace seis años a estudiar a Guadalajara, y al final de la carrera un profesor le ofreció trabajo y pues, la situación en Venezuela, tú sabes, aceptó, pero con la decisión de volver en Diciembre. Llegada la navidad, la situación lejos de estar mejor, otro año más en Guadalajara y así… cada vez que se acerca la navidad, este año sí, y decide volver, pero el país, tú sabes, cada vez peor y Guadalajara bien pero no pierde las esperanzas de regresar. Su compañero arquitecto, olvidado de su oficio y de su país que no olvida, se dejó llevar por el amor hasta Guadalajara, pero sigue contando los días para volver a sus 40 grados bajo sombra.
En el Museum of Modern Art, el encuentro es con Elsa Gramcko y Gego. La emoción de verlas incluidas en la exposición “Making Space”, dedicada a destacar los impresionantes logros de las mujeres artistas entre el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) y el inicio del movimiento feminista (alrededor de 1968), hace palpitar el gentilicio orgulloso. Dos artistas venezolanas muy queridas en Venezuela, luciendo espléndidas entre 100 obras de 50 artistas de la talla de Joan Mitchell, Lygia Clark, Agnes Martin, Magdalena Abakanowicz, Louise Bourgeois, Eva Hesse… y a la hora del descanso en el cafetín, nos lleva a la mesa el joven encargado de recibir a los comensales con su mejor sonrisa hecha en Venezuela, a pesar de los diez años de destierro. Su situación migratoria aun no le permite estudiar, pero quiere estudiar para volver… y el encuentro termina en un abrazo.
En el emblemático Jazz Standard, se monta la banda de Etienne Charles con el cuatrista venezolano, Jorge Glem como invitado y lo que sucede es un acto de magia. Difícil de imaginar que el mismo cuatro del Pajarillo de la parrilla familiar, de esta era una vieja que tenía una puerca, bajo la cama la mantenía, después de varios caballitos frenaos cuando nadie se frena… ese mismo cuatro de cuatro cuerdas en cualquier casa para las canciones que todos se saben, el del cambur pintón que cualquiera afina, acceda a registros tan insospechados, mostrando unas posibilidades del instrumento que sólo un genio puede extraer de manera tan extraordinaria. Aplausos y más aplausos en inglés, para Jorge Glem que logra llevar el cuatro a describir paisajes sonoros desconocidos, aunque anclados en lo conocido y nuestro venezolano, con generosa sonrisa, tan cándida como si fuera fácil, para completar. Y si nadie sabía que el cuatro tenía esos sonidos antes de que Jorge se los sacara a ese instrumento tan doméstico que suena a casa, a navidad y parranda, es porque Jorge Glem es la Venezuela posible, más allá de lo imaginado. Escucharlo es lanzar un cable a tierra que te recarga de la mejor energía.
Todo esto en 72 horas: los maracuchos entre las sabanas, el barquisimetano en la cafetería del museo, las artistas venezolanas expuestas en las paredes del máximo reconocimiento, el cuatro llevado a su máxima expresión, cura la lejanía, alimenta el afecto hacia lo que somos y recarga de país y nos deja ver el país que podemos ser.