Perú es un país con un crecimiento indiscutible desde hace poco más de una década. Para el 2015 se estima que se convertirá en la segunda economía de Latinoamérica con un crecimiento de 6,1% según cifras de la ONU y será el país con mayor expansión económica de la región (5,4%). Son muchos los dramas con los cuales aún tiene que lidiar antes de ser considerado un país desarrollado. El sistema de transporte es desorganizado, la red de salud pública es lenta y la educación tiene muchas fallas que quedaron evidenciadas al darle un vergonzoso último lugar en el estudio PISA (Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes). Afortunadamente, se están tomando acciones concretas que permitirán que con mucho esfuerzo y voluntad política se puedan solventar los problemas más urgentes en un mediano plazo. Sin embargo, hay otros problemas que han pasado por debajo de la mesa. Para mí, estos son los más preocupantes y pueden poner en jaque años de desarrollo económico. Me refiero a las heridas sociales. La base de las heridas sociales es la desigualdad socio-económica. En términos sencillos, esta es ocasionada por una distribución desigual de bienes y servicios en la población. De acuerdo con ONU, América Latina es la región más desigual del mundo y es común toparnos con muestras complejas de desigualdad, diversificada en la discriminación racial, de género y por clase social. Llevando la lupa al caso peruano, parece sorprendente que en uno de los países más desarrollados de la región en donde los mestizos representan un 47% y los indígenas un 32% exista discriminación hacia los serranos, indígenas y los mal llamados “cholos” (mestizos). Cecilia Méndez lo dice de manera sencilla en las dos primeras líneas de su libro De indio a serrano: nociones de raza y geografía en el Perú “En el Perú, los términos indio y serrano se utilizan como sinónimos, y con frecuencia se consideran insulto” La situación de discriminación empeora aún más si además de ser indígena o de la Sierra, eres mujer. Durante un voluntariado, tuve la oportunidad de conocer a algunas mujeres serranas, caracterizadas por ser trabajadoras, humildes y sencillas. Poseen una piel marcada por el fuerte sol de la Sierra, un castellano inundado por su acento quechua y unos ojos que malgastan su brillo por estar más enfocados en el suelo que en el cielo. En un momento de la dinámica debimos escoger una pareja y vernos fijamente a los ojos intentando conocer aquello que no se ve a simple vista. Mi pareja era una señora bastante bajita y no me veía a los ojos, por lo que decidí agacharme para quedar a su misma estatura. Ella tímidamente me dijo “Señorita, levántese por favor. Póngase de pie” y yo le contesté “No. Todas estamos al mismo nivel. Yo no estoy por encima de ti, ni tú eres inferior a mí”. Su expresión fue de incredulidad, asombro y pena. Ella no dijo más nada, siguió viendo al suelo y seguimos con la dinámica en silencio. En ese momento me di cuenta de lo golpeada que estaba esta señora. Su cultura, su lengua y ella como mujer había vivido los golpes de la discriminación y generación tras generación muestran las cicatrices de este maltrato. En Perú no solo existe una enorme brecha social, sino que además es el país de Suramérica con menor índice de seguridad para las mujeres. Según el Instituto Nacional de Estadística e informática (INEI), “el 71.5% de las mujeres sufrió alguna vez por violencia de parte de su pareja, y de este porcentaje, 35.7% fue afectada por violencia física, 8.4% por violencia sexual y 67.5% por violencia psicológica o verbal”. No es mentira para nadie que los países más desarrollados y con menos niveles de desigualdad son aquellos que han logrado superar las taras de la discriminación y han aplicado políticas inclusivas tanto a nivel étnico como a nivel de género. ¿Serán la desigualdad y la discriminación las piedras de tranca para que Perú llegue a ser un país desarrollado?