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En la piel de México: Algunas imágenes de la otra sociedad

La cultura gay mexicana, y por extensión latinoamericana, por su predisposición al exceso, el sentimentalismo, la nostalgia, el artificio, constantemente recurre a la estética del kitsch, al gesto camp, al ámbito de lo cursi con y sin distancia irónica. Ello para reafirmar una identidad, travestirla o encubrirla dependiendo del lugar que busque ocupar en el imaginario —siempre semiclandestino— del hombre que observa; ya sea un acto de sexo en vivo en el bar El Catorce, un cuadro de Abraham Ángel, una película de Jaime Humberto Hermosillo o una interpretación de Juan Gabriel.

Este desorden de los sentidos, al cual su masculinidad pareciera darle impunidad y derecho salvándolo de toda culpa, hace del macho victimizador por igual del homosexual y de la mujer. Un abuso que, en su vertiente gay, la literatura mexicana ha consignado en textos autobiográficos como La estatua de sal, de Salvador Novo, donde el tío Guillermo hace a Novo avergonzarse de su sexualidad, al decirle que se ha peleado con su amigo de infancia y no volverá a tratarlo “porque ése había resultado un puto”. Crónicas como “Ojos que da pánico soñar”, de José Joaquín Blanco, en la cual se reflexiona sobre el modo en que la “sociedad establecida”, es decir, el hombre, mira al gay para denigrarlo. Y novelas como Materia dispuesta, de Juan Villoro, donde el joven protagonista se fascina por el hombre dueño de una vulcanizadora, “musculoso con el cuerpo cubierto de hulla”, a quien le gusta ser servido por los muchachos pero también por mujeres depositarias de cualquier desmesura.

Y es ciertamente en esta ambigüedad sádica en que la cultura gay masoquistamente ensalza con una mezcla de temor y deseo —en un estira y afloja del “véjame pero cógeme”— donde reside su salvación pero también su condena. Pues para el hombre no hay peor pánico que ser descubierto en su vulnerabilidad; que su masculinidad sea puesta en evidencia por la irrisión kitsch de la mirada gay. Por eso le ha negado al homosexual el lugar de igualdad que le corresponde en la sociedad, amordazándolo, humillándolo, violentándolo o aprovechándose de la fantasía que parte de la comunidad tiene de acostarse con un auténtico hombre. Una fantasía también explotada, por ejemplo, por ciertos íconos dispuestos a “cruzar la frontera” y feminizarse en apariencia, ya sea desde la androginia de la voz, cual es el caso del bolerista chileno Lucho Gatica, o desde la ambigüedad fálica del micrófono, en la boca y las manos del Sol de México, Luis Miguel. Con lo cual ellos se exhiben desde un doble sentido que, por su inseguridad, el macho rehúye y ridiculiza, sin caer en cuenta de que es él quien está delatándose, pues es necesario estar muy seguro de la propia masculinidad para rajarse; de ahí que el mismo Juan Gabriel haya afirmado alguna vez que “lo que le falta a México son hombres”.

La manipulación de los códigos que la masculinidad ha apropiado para sí, y la cultura gay desconstruye kitschifizando, no puede entenderse sin la afectación representada por ese ir más allá de lo real para acceder al hiperreal que el exceso representa. Un exceso que al homosexual —especialmente de las clases populares— el macho hace pagar muy caro, pues constituye un estigma que la pertenencia a los grupos de poder encuentra mecanismos para evadir —de ahí que “Nachita” fuese rápidamente eliminado del grupo de los 41 jotitos por los gendarmes de su suegro Porfirio Díaz. Para los menos afortunados, en cambio, aferrarse al objeto kitsch, ya sea la estampita de la Virgen de Guadalupe o un pliegue en el manto de la Santa Muerte, es el último recurso antes de abandonarse a la desesperación o al suicidio.

En tal sentido, si partimos del hecho de que la vida en México es un drama siempre renovándose, al homosexual fuera de la exageración se le teme, pues está demasiado cerca de la normalidad y por ende de la masculinidad socialmente aceptada. Es necesario entonces travestirlo, que parezca raro o extravagante para mantenerlo a una prudente distancia del hombre.

Aquí el kitsch actúa como una mampara puesta, por un lado, a alejarlo del concepto de masculinidad —dándole al hombre el derecho a victimizarlo—, y por otro contribuye a aislarlo del colectivo social marginándolo. Pues tras el maquillaje, las lentejuelas, los tacones, la peluca, el homosexual es ignorado en la reivindicación de sus derechos. No es de extrañar entonces que el comité organizador de la Marcha del Orgullo Gay en la Ciudad de México pidiera a los participantes que desfilaran en ropa de calle, para enfatizar que la homosexualidad no es privilegio de la simulación.

Y es que en una sociedad tan machista, con tanto temor a rajarse, la masculinidad siempre es equívoca, pues al pavor del hombre a ser confundido con un homosexual, que constantemente lo delata, se suma la imposibilidad de refrenar sus instintos, de “aguantarse”, tal cual confiesa un personaje de la famosa telenovela azteca Cañaveral de pasiones. Ello lo lleva a rendirse al kitsch y abrazarlo con toda la fuerza sentimental del gay; si bien, tras desfogarse, el macho negará rotundamente que le haya parpadeado la virilidad. Por esta razón las fuerzas represivas de la sociedad continuamente ponen en funcionamiento mecanismos para penalizar los desvíos de la normatividad y proteger la integridad de lo masculino. Prueba de ello es la enmienda que, en octubre de 2002, las autoridades locales de Tecate aplicaron a la Ley del Bando de Policía y Buen Gobierno para sancionar a “los hombres que se visten de mujer y circulan por los lugares públicos, causando disturbios”.

La escasa protección legal al homosexual, al travesti, al transexual, se debe al escaso activismo no solo de la sociedad mexicana, sino latinoamericana en general. Debemos reconocer que el gay al sur del Río Grande no se manifiesta, aún hoy, desde la rotundidad de la cultura anglosajona o europea. Pareciera no existir el apremio por construir un discurso político que garantice la igualdad de las diferencias, el derecho al matrimonio, la adopción; los beneficios, en fin, que la ley brinda al heterosexual. Solo grupos minoritarios muestran un frente organizado; y ello llevados más por la urgencia de afrontar emergencias, como la crisis del sida, que de luchar por la creación de un sujeto gay dable de encarar desde una sexualidad múltiple la hipocresía del hombre.

Esto se refleja también en la literatura, ante la inexistencia de un corpus en español que pueda equipararse al de habla inglesa; y tampoco contamos con suficientes editoriales y librerías especializadas. Textos, cine, teatro, arte carecen de un circuito propio puesto a garantizar la amplia difusión de las ideas; y a nivel legal, a la falta de un debate organizado se suma la oposición del heterosexual. Patria Jiménez, por ejemplo, primera mujer abiertamente lesbiana en el Congreso, ha encontrado numerosos obstáculos para que sus propuestas sean escuchadas; y Carlos Monsiváis apuntaba que “existe un espléndido movimiento de comercio gay pero no político”.

Revistas como Ser Gay o Nota’n Queer, dirigidas a las nuevas generaciones, figuras extraídas de los cómics como Súper Gay, grupos como Guerrilla Gay, el café BGay BProud y el centro comercial Plaza de las Américas en la Ciudad de México empezaron hace unos años a ofrecer alternativas para darle a la comunidad mayor visibilidad. Igualmente, los usos de la cultura gay foránea en programas como Queer as Folk y Queer Eye for the Straight Guy, y las tendencias recientes de la moda y la música, han permitido abrir algunos espacios de tolerancia, especialmente entre los jóvenes, que aceptan con mayor amplitud de miras las diferencias, integrándolas a sus procesos; lo cual podría redundar en el futuro en mayor aceptación del homosexual.

El paso de nombrar al otro, no como invertido, puto, joto, sino como gay, igualmente tiende una sombrilla que quizás contribuya, en el largo plazo, al surgimiento de instituciones, entidades, grupos de presión, respaldados por el código legal mexicano; algo fundamental para lograr el reconocimiento de sus derechos, validando así las otredades sexuales dentro del proceso, largo y espinoso, de normalización del colectivo. Y aquí pienso en las palabras de uno de los comerciantes de Plaza las Américas al decir que “las cosas están cambiando pero la gente en México tiene dos caras: ellos nunca nos perdonarán que seamos gay”.

En esta afirmación reside quizás una de las respuestas al porqué de la intolerancia de los otros y de nuestra propia inercia; porque apunta hacia la manera de ser del latinoamericano, siempre propenso a la imprecisión, la ambigüedad, el trompe l’oeil barroco. Huimos de todo aquello que pretenda etiquetarnos, encasillarnos, definirnos. Odiamos la exactitud, la planificación, la compartimentación en nuestras vidas, especialmente en las prácticas que nos causan placer. Por eso la sexualidad también se entiende como un espacio abierto, un signo de interrogación, un lugar para la experimentación y el secreto. Desentrañar las “ocultas hipérboles mentales” de nuestra identidad, ese “angelote aindiado, barroco” que vive en quienes nacimos de este lado del Atlántico, no es tarea fácil. De ahí que Sergio Fernández sostenga que el mexicano “nació para confundir los valores de los demás”.

Desconcertar, desorientar, trastocar al prójimo en sus creencias definiéndose como lo que no se es, pero es necesario hacerle creer al otro que se es para conservar las apariencias de probidad, responsabilidad, lealtad, masculinidad, son comportamientos intrínsecos al ser latinoamericano, siempre proclive a la vehemencia y al desorden de los sentidos.

México, específicamente, es un país de contradicciones y desafueros, donde la gente se emborracha y se desmelena cantando rancheras en un bar, mientras lamenta la pérdida de un amor. Llora y lanza porras ante la tumba de Pedro Infante con cada nuevo aniversario de su muerte. Se amontona por miles a las puertas del metro Hidalgo porque alguien dijo que se apareció la Virgen “así nomás, en un charquito en el puro piso”. Y en una calurosa noche de agosto el “tercer sexo” de Juchitán, Oaxaca —los muxes—, algunos con sus huipiles y el cabello trenzado, se congregan en la plaza mayor para celebrar la ascensión de María. Entre tanto, en el bar Catorce la soldadera, las putas, los travestis, bailan entre sí o se aglomeran para ver cómo, sobre un escenario improvisado, cuatro jovencitos, enjutos pero bien provistos, tienen sexo con dos mujeres abundantes, mientras el animador vestido de flamenca los incita a seguir, y va lanzando hacia el público los condones usados diciendo “aquí va el primer lechero”.

Esta confusión entre lo aceptable y lo prohibido, lo que se nombra y lo que no se atreve a nombrarse, lo que se hace pero se niega, es intrínseco al mexicano, yendo siempre de lo sublime a lo grotesco sin transiciones.

El modo como la realidad borra las fronteras entre low y high es reciclado, con un gesto camp, a través del kitsch por la cultura gay, dada su fascinación por “lo antinatural, el artificio y la exageración”. El camp y el kitsch, en manos de las culturas minoritarias, resultan ser entonces las estéticas más acertadas para apropiarse de la cultura dominante y abordar, desde el punto de vista crítico, las obras. Además, son las mejores estrategias que el escritor, el artista, el cineasta tienen para lidiar con un ambiente hostil en situaciones de extrema precariedad, y enfrentar el reto de construir una identidad gay.

Algo imprescindible, porque hasta ahora el homosexual ha estado del lado de la víctima; no ha podido expresar aún su rabia interior, dado el temor a la reacción violenta del hombre. El camp desde la parodia y el kitsch desde la irrisión del exceso sentimental tienen la facultad de exponer lo que la masculinidad quiere mantener oculto, a fin de radicalizar la cultura gay. He aquí el reto: desviar la atención de la sociedad hacia nuestra agenda política, utilizando estas estéticas en el proceso, a fin de crear una sociedad más inclusiva, no solo en México sino en el resto de la América hispana, donde el otro y lo otro encuentren finalmente el espacio y el respeto que se merecen.

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