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En la escuela de Abraham Salloum Bitar

El libro póstumo del poeta Abraham Salloum Bitar (Ayoum El Wadi, Siria 1953-ciudad Bolívar 2005) Escuela de dudas, es un singular artefacto literario donde la escritura no intenta ofrecer respuestas, pero en cambio trata de encontrar los entresijos, desde lo irónico, de esas dudas que trenzan nuestra cotidianidad más bizarra.

Publicado por bid & co., en el año 2014 y con prólogo de Adonis Salloum Bitar, recopila esos textos, escritos para una columna semanal en el diario Correo del Caroní, con esa bruma de levedad del momento, bajo el sugestivo título de Escuela de dudas.

La columna que escribíó cada domingo estaba concebida con esas menudencias de sus gustos, fobias y lecturas, todo cocinado con el fuego implacable de la ironía. No obstante, le imprime un giro distinto a ese columnismo superficial de opinión y zarpazo e incorpora breves narraciones que Sherezade olvidó contar, aforismos, post datas puntillosas, poemas en prosa y algunos haikus. La columna estaba escrita con un estilo cuidado de orfebrería literaria, además en ella el poeta hacía gala de una lucidez efervescente que era como el acicate que motorizaba los temas más diversos otorgándoles ese toque deslumbrante, tratando de hacer mella en las conciencias sumidas en esa rutina descosida y sin magia, bostezada, a veces de los domingos.

Por fortuna la edición respeta el estilo, en cuanto a estructura, que Salloum Bitar confirió a estos escritos. Adonis en el prólogo especifica: “…,el criterio de la presente es estrictamente cronológico, presenta los artículos tal como aparecieron publicados(…) Exceptuando lo dos primeros. Con los que inicia su colaboración en el diario, todos los demás conviven en la mente y el pensamiento de un autor que promete invadir de nuevo, desde la duda y el escepticismo, la fe dominical de los lectores”.

El libro, editado con excepcional esmero, tiene como imagen de portada el famoso cuadro de Rafael Sanzio, Escuela de Atenas. En él se observa a una caterva de filósofos y pensadores en franca camaradería, conversando e intercambiando las elucubraciones más conspicuas, cuestión que proporcionan al conjunto una clara alegoría de armonía.

Abraham Salloum Bitar era en esencia un poeta, pero también fue muchas otras cosas: pensador de café, matemático, editor ocasional (que cuidaba en extremo la belleza de todo aquello que editaba). Fue sin menoscabo un espíritu inquieto, con mucho escepticismo a cuesta. En absoluto nunca fue un amargado ya que logró filtrar todo a través de la criba de la ironía inteligente, del sarcasmo de alto vuelo. Su sentido de humor agudo le buscaba ese lado patéticamente burlesco que tenía la vida.

Lo conocí a través del poeta Francisco Arévalo. Nos sentábamos en un café en Ciudad Bolívar y escucharlo era un deleite. Sus invectivas, siempre perspicaces, y sus puntos de vista sutiles, que exploraban por lo general varias posibilidades de cualquier tema, convertían esas reuniones en una minúscula escuela de Atenas, con el río Orinoco como telón de fondo.

El libro reúne un poco su visión cortante del mundo y se podría definir en su conjunto como un prontuario de chispeantes anécdotas entremezcladas con una crítica despiadada contra esa feria de vanidades (con Zapoara incluida) en la que se ha convertido la cultura, la política, el arte y la literatura.

Con estos textos, escritos desde la disciplina despiadada de la prensa, buscaba desmantelar ese decorado fútil del mundo cultural y la cotidianidad más absurda con sus requiebros de humorada trágica. Por eso Adonis señala: “Hay textos que describen con puntualidad de asceta desde los hechos parroquiales de la existencia mezquina y menuda de la provincia(…) y la ampulosa costumbre de los Homenajes(…), hasta la crónica urbana del crimen…”

Salloum Bitar tenía claro que la filosofía no daba respuestas sobre esas incógnitas de siempre y que han carcomido al ser humano desde las cavernas. Lo que brinda la filosofía es un espacio para encaminar la reflexión y al igual que Savater creía que «La filosofía no sirve para salir de dudas, sino para entrar en ellas». Desde esta perspectiva razona de todo aquello que de alguna manera rozaba su sensibilidad de poeta y matemático.

Su otro fuerte era que sus reflexiones, a veces lúgubres, sobre la existencia estaban matizadas con un humor vitriólico y festivo. Por eso Rafael Rattia escribe: “Como los prosistas emblemáticos más destacados de la pasada centuria, como los moralistas franceses e ingleses, verbigracia Chamfort, Swift; Abraham, dueño plenipotenciario de una mordaz y finísima ironía que descalabraba los rutilantes prestigios individuales e institucionales de ciertas verdades sacrosantas que servían de coartadas a la moral acartonada y con olor a naftalina de personajillos de la farsa de triste recordación que coparon y en cierto modo aún pueblan el infumable proscenio del escenario cultural venezolano”.

Escuela de dudas trae algunos aforismos de este tenor:

“Ah, el olvido, esa memoria que todo desaparece y nada confirma.”

***

“La filosofía muestra la razón permanente de la luciérnaga: filosofar es atreverse a perecer”.

Hay un texto del libro que en lo personal me parece de gran elegancia: “Por la aldea andaba un antiguo astrólogo cuyo nombre, Abu Tasi, el Padre de la Taza quería dar fe de su inconmovible profesión: lector de agua. Mi padre, que fue interprete de sueños, recurrió al doble lector, de estrellas y de agua, para conocer el destino de su hijo. Maktub dicen los árabes para referirse al destino como un alfabeto que ya ha sido escrito y a un libro que guarda una hoja para cada uno de los seres humanos, donde está anotado el día de su nacimiento y el día de su muerte, cuando la hoja, cansada, se desprende”.

Sus cuentos breves tienen ese toque que mezcla filosofía e ironía en dosis exactas: “No Mires a Quien: Dicen que en la India no crían cuervos para que hagan lo que los cuervos siempre hacen: sacar los ojos. Dicen, más bien, que en la India crían cuervos para que en los ojos tengan alas. Y vuelen sobre el mundo enseñando, eso sí, a ver en otros la amarilla, sagrada puntualidad de la ceguera”.

Para Salloum Bitar la tarea del escritor era simple: erosionar esa tranquilidad ovejuna de los días encasillados en las certezas que vende la publicidad, el politicastro de oficio, el salvador de la patria o la infinidad de opinadores de oficio preocupados en incidir en todo y usufructuarios de todas las respuestas.

El escritor está llamado a ofrecer dudas de todo y servirlo en ese plato, bien condimentado, de la literatura. El escritor debe hacer saltar al lector de perplejidad en perplejidad hasta que logre encontrar la belleza prístina del asombro. “Es como ese lento crecer de los árboles, que ocurre todos los días y ni siquiera lo notamos”, me dijo una tarde mientras sorbía, sin alardes y despacio, su taza de café. Esa tarde que conversamos ya estaba escrita, así como ese última vez que lo visité. Fue un día antes que la hoja de su destino se desprendiera exhausta y fuese arrastrada por ese viento que agita las arenas del tiempo. Maktub.

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