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esteban ierardo

En la corriente de lava

Al entrar a un bar, un televisor está encendido. La pantalla no muestra, como de costumbre, algún tiroteo, un partido de fútbol, o a un político. En este caso, en la noche y en el centro de una densa oscuridad arde una columna majestuosa de fuego y humo. La cobertura en directo de la reciente erupción del volcán Cumbre Vieja en La Palma, en las Islas Canarias. Un corriente de lava que, como una serpiente ardiente y espesa, fluye desde lo alto del volcán enfurecido.

La zona por la que avanza la lava está poblada. Muchas casas, algunas lujosas, y numerosas calles, fueron devoradas por las lenguas de fuego. Cuantiosos daños materiales y evacuación de 6000 personas en una isla de 85 000 habitantes. El torrente de lava en su marcha hacia el mar. Una colada que se mueve de 100 a 200 metros por hora. Cuando el magma, de más de 1000 grados, llega hasta el agua salada se solidifica y crea un delta de más de diez hectáreas que sigue creciendo. Además, surgen nubes de vapor ácido y gases tóxicos que los vientos alisios impulsarán hacia el océano.

Pero más allá de la descripción del evento, lo significativo es también situar los volcanes que despiertan y que atraen solo por un momento el interés periodístico, en una perspectiva reflexiva. Quienes habitan al pie del volcán, en teoría saben que su lugar en el mundo es peligroso, que la montaña de lava podría despertar en cualquier momento; pero años o siglos de inactividad de los volcanes provoca en el hombre común una falsa sensación de seguridad, no así claro, en geólogos, vulcanólogos o sismólogos, los representantes de una mirada científica alerta ante los peligros naturales.

Cuando el volcán no es percibido como inminente expulsor de lava se convierte en presencia ornamental, una figura puntiaguda dentro de un paisaje de postal. Esto compone una distorsión cognitiva poco tenida en cuenta: el olvido del mundo natural y sus procesos como dimensión superior y condicionante de la frágil vida humana. Por el contrario, lo distinto del volcán postal no olvida la posibilidad del inminente estallido. La indiferencia ante el cercano despertar de los volcanes produce relajación, malas decisiones de poblar zonas estructuralmente peligrosas, la sorpresa del golpe de la naturaleza cuando ya es demasiado tarde. En la antigüedad, el ejemplo arquetípico de esto fue la erupción del Vesubio que arrasó con Pompeya y Herculano en el 79 dc.

Subestimar la resurrección del volcán tiene muchos ejemplos. Uno de los más dramáticos es la erupción del Monte Pelée en la isla francesa de Martinica, en 1902. Una inmensa nube ardiente o flujo piroclástico surgió del cráter como un monstruo veloz e imponente que bajó por las laderas del monte y alcanzó la ciudad de St. Pierre donde mató a todos sus 30000 habitantes, salvo dos. Todo quedó arrastrado, con miles de cadáveres esparcidos, con los vientres reventados, las tripas colgándose, los cuerpos carbonizados. St. Pierre no fue repoblada. Y en ese mismo año, el volcán de Santa María en el occidente de Guatemala protagonizó otra de las erupciones más importantes del siglo.

En 1991, el monte Pinatubo en la isla Luzón en las Filipinas, luego de cinco siglos inactivos, expulsó devastadoras columnas de flujo piroclástico que alcanzaron la estratosfera como ocurrió en la célebre erupción del Krakatoa en Indonesia, en 1883.

En 1980, el monte Santa Helena con su estratovolcán (un tipo de volcán cónico y de gran altura) en el estado de Washington en el Pacífico noroccidental de Estados Unidos, en un estallido espectacular captado por las cámaras provocó 57 víctimas, y destruyó 47 puentes, 25 casas, 24 kilómetros de vías de tren, 7300 kilómetros de autopistas.

En el país de San Vicente y las Granadinas, en el Caribe, reposa el volcán de La Souffriere. En 1902, su erupción mató a 2000 personas; hace poco volvió a activarse; y en 1979, por su alerta de explosión todos los habitantes fueron evacuados, y Herzog, el gran cineasta documentalista alemán, fue con su equipo para filmar la inminente erupción, cuando en la isla quedó un solo habitante. Pero, en esta ocasión, la voladura del volcán no se produjo.

Recientemente, el volcán Kilauea reinició su emisión de lava en el Parque Nacional de los Volcanes en Hawai. Los volcanes en Islandia siempre recuerdan su antiguo poder. En marzo de 2021, el gran volcán islandés Fagrasaksfjall volvió a vomitar sus ríos de material magmático no muy lejos de Reikiavik. Y según las estadísticas del Programa Global de Vulcanología de Smithsoniano de Estados Unidos hoy alzan sus cráteres hacia el cielo 1.356 volcanes activos.

Cada volcán es el anuncio de una futura erupción que puede acontecer en miles de años o ahora mismo. La corriente de lava es entonces el recuerdo de la inminencia de la erupción, del retorno del magma y el fuego, y de ahí la peligrosidad del habitar humano en el regazo de las montañas ígneas.

Pero aún más, lo que llamamos las catástrofes naturales, no solo las erupciones volcánicas sino también los terremotos, huracanes, tsunamis, son un acto de memoria de la fragilidad humana ante lo incontrolable, y ante lo que solo es posible defenderse desde la prevención de indicadores geológicos y atmosféricos. Además del inminente regreso del fuego, en la corriente de lava se anuncia la permanencia de la naturaleza poderosa que, principalmente en las grandes ciudades alejadas de los volcanes, huracanes, tornados o terremotos, tiende a olvidarse.

Pero la corriente de la lava, también, además de lo inminente y lo incontrolable, contiene un tercer factor poco conocido: el beneficio de la actividad volcánica. La paradoja es que lo que para el sapiens son los poderes de la naturaleza como lo peligroso e incontrolable, para el medio natural es regeneración y, a veces, para los propios humanos es también beneficio. Desde la prehistoria, las rocas volcánicas se transformaron en hachas o puntas de lanzas. Componentes de celulares, cámaras, computadoras, televisores, vehículos son de origen volcánico, como el cemento elaborado por los antiguos romanos. A su vez, el vulcanismo genera acuíferos y manantiales, mediante el agua contenida en las rocas; o la energía geotérmica, la energía del interior de la tierra en forma de calor que a su vez permite calefacción y electricidad.  Y los suelos volcánicos y sus cenizas son también incremento de tierra fértil para las actividades agrícolas.

En la corriente de la lava se unen, entonces, la inminencia de la erupción, lo incontrolable de la naturaleza siempre presente, y los pocos sabidos beneficios de la actividad volcánica.

Y siempre habrá nuevas erupciones, huracanes o sacudidas salvajes de la tierra que castigarán al humano con la pérdida de su casa, de sus pertenencias y recuerdos y, muchas veces, de su propia vida.

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